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Terminó otra jornada de las Eliminatorias para el Mundial de Rusia 2018 y de inmediato el hincha aclamó al nuevo crack. Dos partidos difíciles, trabados y trabajados claramente desde lo colectivo, que en la retina del fan parecen dejar un solo nombre: Valverde. Un jugador jovencito, apenas 19 años, con todo un mundo de tiempo y fútbol por delante para mejorar. Y justo eso es lo que me resulta heavy: que tratándose de un pibe, un crack en ciernes, ya se le esté cargando la losa del héroe patrio, esa que tantos golpes en el pecho despierta.
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Ser ese crack tiene una carga positiva y es la de ser ensalzado por todos cuando se juega bien, la de ser reivindicado como el Mesías cada vez que eso pasa. Pero también tiene una contracara oscura que se despierta cuando el jugador tiene una mala racha o no encuentra su juego en el juego del resto: ser el cartón ligador, el centro de la rabia colectiva. Coño, si hasta aparecieron agoreros señalando el fin de Godín, luego de que el capitán tuviera unas semanas ligeramente por debajo de su excelencia habitual. Bueno, acá va un secreto: además de ser un futbolista de élite, el mejor y más regular jugador uruguayo de los últimos años, Godín es humano. Así que, además de servir como depósito de anhelos y frustraciones colectivas, es un tipo que puede tener, como cualquiera, sus días mejores y peores.
Godín supo encajar esos comentarios con madurez y entereza porque es un profesional como la copa de un pino que lleva más de una década en la élite del fútbol mundial. Ahora, una cosa es que un tipo tan fogueado y con la cabeza tan bien amueblada como el mejor central del mundo se la banque y otra que esa misma capacidad de gestión de la mala leche de la barra, la tenga un pibe de 19 años. No resulta difícil imaginar el impacto que puede tener en el juego y en el ánimo de un chiquilín, por muy buen jugador que sea, tener a la jauría pidecabezas gritando en todos lados.
Lo que me resulta especialmente sangrante de esa manía de identificar un salvador, es que el fútbol es un juego colectivo. Y lo es más aún en el caso de esta selección uruguaya, en donde los mimbres técnicos se han centrado en reforzar ese juego colectivo. Ojo, no estoy diciendo que Uruguay tenga un juego colectivo lindo, sea eso lo que sea. Estoy diciendo una obviedad tan grande como que, en sus mejores momentos, Uruguay juega bien a lo que intenta jugar, que es a defender con orden en su mitad de terreno y, cuando se tercia, lanzar un contragolpe con sus dos excelentes delanteros. Y que es ese mismo juego el que lo sacó cuarto en el Mundial de 2010 y campeón de América en 2011.
Recuerdo una entrevista que le hacían a Diego Forlán, creo que en 2013 o por ahí, cuando el equipo estaba pasando por una mala racha de resultados. El crack de entonces, defenestrado por muchos desagradecidos hoy, decía que Uruguay nunca había tenido un juego superlativo, que lo que había habilitado los buenos resultados había sido su capacidad de no desordenarse tácticamente ante ningún rival y de conectar de manera eficiente con sus dos delanteros. Y que en esa mala racha, la conexión no estaba funcionando. Tan pragmático, tan llano, tan dispuesto a asumir la parte que le tocaba del problema, que no tuvo el menor empacho en decir que él era parte de eso que no estaba funcionando y que tenía que mejorar. Forlán dejó la selección y el tiempo se encargó de señalar que no era fácil encontrarle un recambio. Calculo que a esta altura hasta sus odiadores profesionales ya entendieron eso.
Creer que Valverde o cualquiera de los jugadores que el hincha tiene anotados en ese papelito manoseado, será el redentor, el que lleve el cuadro a la gloria, es seguir creyendo en la lógica individual en un deporte colectivo. Es de alguna manera comprar el speech de las marcas y el marketing que rodean el fútbol. Es mucho más fácil vender camisetas de cracks que vender procesos colectivos, que son a largo plazo e implican un montón de trabajo oscuro. Pero esa es una tensión que debería preocupar en exclusiva a los mercaderes, no al fan que disfruta del juego.
El problema es cuando el ojo ya no entiende lo que pasa en el campo, es decir, qué es lo que ocurre cuando toda esa defensa es capaz de bascular de un lado a otro sin desordenarse, cuando ese mediocentro tiene la visión para conectar con el que sabe y este de enviarla con precisión a los killers de arriba y que estos la claven. Cuando todo eso es sustituido por la búsqueda de un caudillo, aunque sea uno adolescente, es cuando se borronea el trabajo exigente que hay atrás de cada una de esas fortalezas que tiene el equipo. Y entonces empieza a parecer lógico pedir, en medio de una racha histórica de resultados, la cabeza del técnico y su equipo asesor.
Esto conecta con la confusión que hay entre jugar bien y jugar lindo. En sus mejores momentos, Uruguay juega bien sin jamás jugar lindo. Y es que jugar bien no es jugar según un eventual juego ideal, ese que todo hincha tiene en la cabeza sin tener la menor idea de cómo trasladarlo al mundo real, sino lograr ejecutar lo planeado antes del partido. Es decir, cuando se logra jugar en la distancia que hay entre la fantasía y la realidad, donde lo imaginado se vuelve piernas y corazones. Porque es allí donde se disputa el fútbol, en la realidad, en la cancha, no en el sillón del living, con el ánimo exaltado tras la octava cerveza.
En un viejo texto de mediados de los 70, que era parte de su libro Adolescencia y mito, el psicoanalista y dramaturgo argentino Eduardo Pavlovsky señalaba que el público y el periodismo deportivo no eran solo observadores del fútbol sino parte integral del mismo, ya que con su peso configurador habían contribuido a delimitar el campo de lo que estaba bien y mal en el fútbol argentino. Y que ante los malos resultados, casi tan malos como los que está obteniendo Argentina en estos días, lo primero que se hacía era pedir: a) el despido del técnico y b) el regreso a una especie de juego mítico que colectivamente se había construido como ideal. Ese “mito de la gambeta argentina”, venía a decir Pavlovksy, era el juego de una época en donde el fútbol era más lento, con una peor preparación física, donde el regodeo estético pesaba más que el resultado obtenido a partir del pragmatismo. Un juego al que, si se quería competir, no era posible volver de ninguna manera.
Algo parecido pasa con la selección uruguaya cuando en vez de valorar los resultados de un proceso colectivo largo, rico y sólido, se centra toda la atención en descubrir un nuevo caudillo que rescate al equipo de sí mismo. La carga que esto implica para el crack de turno puede ser nefasta y encima resulta totalmente injusta con la cantidad de trabajo e inteligencia colectiva que el llamado “proceso” del maestro Tabárez viene aplicando con los mejores resultados que yo recuerde haber visto en una selección celeste.
Tiempo, competencia, sacrificio, sensatez, trabajo en equipo, pundonor, perfil bajo, todas palabras y conceptos que jamás venderán una sola camiseta. Pero es precisamente todo eso lo que habilita a Valverde, a Suárez, a Godín, lo que habilitó a Forlán en su momento, a marcar las diferencias y contribuir decisivamente a los logros de su equipo. El caudillo solo puede existir si tiene un equipo potente para liderar. Construir ese equipo ha sido la terca e infatigable tarea de Tabárez todos estos años. Gracias por eso.