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    Versiones del Paraíso

    Columnista de Búsqueda

    N° 1882 - 01 al 07 de Setiembre de 2016

    Hay obras o momentos de la existencia que nos conmueven hasta la parálisis, aun hasta la locura o el éxtasis; que nos dejan mudos, inermes. Pienso en la obertura de Lohengrin, en el mayestático y amenazante final de Parsifal, en la totalidad de Tristán e Isolda; en los pies alados de la Madonna Sixtina, de Rafael; en el discurso de Príamo del canto XXIV; en el llanto de Ulises entre los Feacios; en el verso “desde entonces nunca más leímos” del Infierno o en el verso “y pudo más el hambre”, también del Infierno; pienso en las moscas atrapadas en el vidrio del bar que Leopold Bloom contempla el 16 de junio de 1904 a comienzos de la tarde de ese largo día; pienso en la Selva Morale e Spirituale de Monteverdi y en los reflejos de los palacios y del cielo en los canales de Venecia que vio el álter ego de Proust en el último libro de su vasta memoria. Con la misma persistencia, casi ya en la versión más cercana del Paraíso, se me aparece igualmente el estupor de Dido ante la confesión de Eneas y la respuesta que Shakespeare pone en boca de Julio César cuando Calfurnia le pide esa mañana de los idus de marzo que no concurra al Senado. Y, claro está, con todo entusiasmo me dejo asaltar por la imagen de Lear dialogando con las centellas y los truenos y por los reflejos de la luz en Chartres y en Notre-Dame y en lo que dice el coro en la primera cantata de la Pasión según San Mateo; y también en los capítulos IV y V de la primera parte de Ser y Tiempo (y de paso incluyo el estudio sobre Nietzsche que Heidegger compuso durante la guerra); pienso, no puedo dejar de hacerlo, porque me persiguen de día y de noche, en el poema Adrogué y en los dos sonetos que llevan por título 1964, de Borges, y en la Chanson D’Automne, de Verlaine; y en la plegaria de Hugo a su hija Léopoldine, que comienza: “Demain, dès l’aube, à l’heure où blanchit la campagne,/Je partirai. Vois-tu, je sais que tu m’attends./J’irai par la forêt, j’irai par la montagne./Je ne puis demeurer loin de toi plus longtemps”.

    En fin, cuando hablo de este tema vinculado a la grandiosidad que persiste en el alma de quienes contemplan obras, lugares o recuerdos me viene aluvialmente a la conciencia todo lo que me ha crucificado en la gratitud y en la admiración, como fue sin duda la pureza de la Sinfonía Sacra de Schütz, la intensa e íntima melancolía de la Sonnerie de Ste. Geneviève, de Marin Marais; algunas páginas gloriosas de Temor y temblor, de Kierkegaard; algunas páginas no menos perfectas de Ariosto y de Tasso; la Transverberazione di santa Teresa, de Bernini; la séptima carta de Platón, donde habla de lo poco que le va quedando en la vida, la patria interior; la avenida Corrientes entre Callao y Libertad en cualquier noche de viernes o de sábado; el discurso de Clitemnestra luego de terminar su faena en la primera parte de la Orestíada; la quietud de los caminos, de los árboles y de los inexplicables cielos de John Constable; el sabor y color de la canela en el cuerpo desnudo de la manzana; las Meditaciones metafísicas segunda y quinta; la grandeza y la opacidad de pueblos y naciones que supo retratar, como nadie, Oswald Spengler; la mirada del San Juan Bautista de Philippe de Champaigne; la novela Los años de formación de Wilhelm Meister; la mirada infinita, entrañable y sincera de los perros, sin los cuales la existencia pierde, me parece, el noventa o noventa y cinco por ciento de su sentido.

    Según lo explica Kant en el apartado 69 de su libro Antropología en Sentido Pragmático (Fondo de Cultura Económica, México, 2014, que distribuye Gusi) este fenómeno al que aludo es un concepto que lleva por nombre “lo sublime”, que se diferencia claramente de lo bello por su dimensión y consiste en una relación cuantitativa de intensidad, de tamaño y de asombro; o para decirlo con sus palabras: “Es la magnitud que suscita temor reverente por su extensión o por su grado; la aproximación a lo sublime (para adecuarse a él con sus fuerzas) es atractiva, pero el temor de desaparecer en la propia estimación al compararse con él es, al mismo tiempo, intimidante”. Más adelante explica que “lo sublime” no es un objeto de “gusto”, sino “del sentimiento de conmoverse”. Afirma, también, que en lo sublime ha de estar lo bello y no lo rudo, lo basto; solo que esa belleza que se reclama será sobrepujada por la desmesura sagrada que busca en todas las cosas lo absoluto, lo santo, lo que excede la humana medida de control y de aprecio.