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    Voy por el mundo confundido

    El cine del genial Aleksey Balabanov

    Sí, hay tipos por cuyas venas transitan esas aguas oceánicas tumultuosas. Las películas de Aleksey Balabanov son así: violentas, despiadadas y también con un sentido del humor negrísimo. Retratan como nadie las convulsiones que ha sufrido la Unión Soviética en sus estertores con la Perestroika, hasta los primeros tiempos del nuevo capitalismo de gángsteres o la Rusia de Putin. Es el alma rusa, que siempre entra —y hace entrar a otros— en la unidad de cuidados intensivos por exceso de horizontes, por exceso de revoluciones y necesidad imperial, por exceso de muertes, por exceso de vodka. Los pueblos eslavos en su frialdad pueden ser extremadamente pasionales. Cuidado con los eslavos, decía Sándor Márai.

    Balabanov es un iconoclasta que observa para luego echar abajo. Un tractor a la hora de narrar y componer imágenes que perduran en el tiempo. No le hace asco a nada y es difícil de clasificar. Puede hacer una comedia de mafiosos, una película sobre la guerra en Chechenia, un drama con un médico adicto a la morfina o una adaptación de Kafka como si el propio Kafka la hubiese soñado para el cine después de despertar en los Montes Urales.

    Han dicho que Balabanov tiene la épica de John Ford y el jugueteo zumbón de Tarantino. Es una aproximación, apenas. Su cine es peleador, desatado. Los diálogos caen como martillazos. Una periodista en su apartamento de Chicago mira azorada cómo los protagonistas sacan armas de una valija:

    —¿Son gángsteres?

    —No, rusos.

    Las historias de Balabanov, que también es el responsable del guion en casi todas sus películas, avanzan con una frontal naturalidad, como si en un café le estuviese contando a un amigo una anécdota. Es un maestro para elegir las bandas sonoras, por lo general un rock ruso pegadizo y con aire nostálgico y gitano. Y por sobre todas las cosas posee un sentido de la psicología tan denso y oscuro como el de Dostoievski. Lo jodido se muestra tal cual es: jodido. Mubi ha colgado en su plataforma ocho películas de este sorprendente y alocado cineasta, fiel representante de un imperio que ha dado cantidad de genios y los seguirá dando.

    Su primer gran éxito en tierras eslavas ocurrió con Brother (1997), que tuvo su continuación en Brother 2 (2000), sobre dos hermanos mafiosos que resuelven las cosas como en muchos sitios solo saben hacerlo: a los tiros. “La gente siempre quiso y querrá ver películas de mafiosos”, dijo Balabanov. El personaje principal, Danila, un héroe de la guerra contra los chechenos, está interpretado por el joven actor —y también realizador— Sergei Bodrov, quien murió en 2002 con poco más de 30 años mientras filmaba Messenger en las montañas del Cáucaso. Una avalancha terminó con su vida y la de varios miembros del equipo de rodaje. Nunca se encontraron los cuerpos. Tal vez algún día aparezcan congelados y en perfecto estado y generen otra historia de película sobre el alma rusa.

    Brother 2, cuya primera mitad se ambienta en Moscú y la segunda en Chicago, tiene una memorable secuencia final en la que Danila sube a un rascacielos por una interminable escalera de incendios mientras recita un poema. Antes de enfrentar al mafioso estadounidense hay que recordar los versos de la tierra natal: “Voy por el mundo confundido…”.

    También en clave gangsteril es la comedia negra Dead Man’s Bluff (2005), que tiene unos personajes a lo Guy Ritchie (hay que ver lo que es el hijito gordo del capo gordo), abundante humor y corridas de autos, esta vez por callejuelas estrechas donde cada dos por tres vemos una antigua y hermosa iglesia ortodoxa.

    Personajes maravillosos sobran en las películas de Balabanov. En The Stoker (2010) tenemos a un yakut siberiano (Mikhail Skryabin), flaquito, de rasgos notoriamente asiáticos, que trabaja en un horno. Vive allí, con una cama, un ropero y una sencilla mesita al lado de los fuegos. El tipo teclea una novela muy lentamente, con un dedo, en su máquina de escribir: tac… tac… tac… mientras llegan matones a quemar cadáveres envueltos en sábanas. “¿Qué tal va la novela?”, le preguntan. Y el yakut tranquilo, apacible, contesta: “Bien, bien, poco a poco”. Tac… tac… tac… Un día llega a los hornos el cadáver de su hija. Lo reconoce por un zapato de taco alto rosado. El yakut deja la máquina de escribir a un lado, abre las puertas del ropero, se pone el uniforme con las condecoraciones de guerra (combatió en Afganistán) y sale a la calle. Imaginen el resto.

    La selección de Mubi tiene al menos tres obras maestras: The Castle (1994), Cargo 200 (2007) y Morphine (2008). De la primera solo voy a decir que está a la altura de El proceso, de Orson Welles. Vayan, vean y comprueben. Y puede que me haya quedado corto: es la mejor adaptación de Kafka que se haya hecho en cine.

    De la tercera, ambientada en 1917 en un hospital rural al que llegan parturientas y moribundos a la madrugada, solo diré que tiene uno de los finales con más punch de los últimos años. Y ocurre en un cine.

    Sobre Cargo 200 debemos detenernos un poco. Es extremadamente violenta e inquietante, y así fue recibida en su momento por las autoridades, que no sabían dónde ubicar los palos del cineasta. Estamos en 1984. Ha muerto Andropov. Ahora le sucede Chernenko como máxima figura del Partido Comunista. Los cadáveres de los soldados llegan de Afganistán en cajas, un símil a las bolsas negras de los yanquis en Vietnam. La Unión Soviética se resquebraja. Balabanov observa en varios niveles: las autoridades militares, la policía local, los jóvenes que aman el rock foráneo, los buscavidas que hacen negocios (vodka casero, drogas, lo que venga), la hija de un secretario del partido que es secuestrada y violada, los campesinos que creen en Dios y resisten al materialismo dialéctico. En una de las primeras secuencias, digamos que para entrar en terreno oscuro poco a poco, a un profesor de “ateísmo científico” se le rompe el auto en el medio de la noche y de la nada. Acude a la casa más próxima, una tenue luz, donde lo recibe un campesino. Botella de vodka mediante, este es el diálogo tenso entre el profesor y su anfitrión:

    —¿Hay Dios?

    —No.

    —¿Y alma?

    —Tampoco.

    —Entonces no hay ni Dios ni alma, pero sí conciencia y materia. Profesor, ¿de dónde viene la conciencia?

    —Bueno, está la teoría de Darwin, que se enseña en la escuela.

    —¿¡Debo creer que un mono levantó un palo y apareció el pensamiento abstracto!?

    Más allá de esta ¿involuntaria? referencia a 2001, odisea del espacio, Balabanov toma un caso policial real de secuestro y violación y se apoya en la novela Santuario, de William Faulkner, para hacer una furibunda radiografía de las entrañas de su patria, sangrante por todos lados, como esa escena del secuestrador en motocicleta con su víctima por caminos achacosos y desiertos en los que se recortan inmensas chimeneas humeantes de fábricas y torres de alta tensión. Da miedo, realmente.

    Muchas veces se ha hablado de los extraordinarios actores nórdicos, y en particular de las actrices, sobre todo cuando los dirigía el maestro Ingmar Bergman. Bueno, también habría que destacar a los intérpretes rusos, no menos descomunales, y agradecer la dirección de Balabanov. Por ejemplo, el espaldarazo que le dio a Aleksei Poluyan, el temible secuestrador. Poluyan, actor de cine y teatro del absurdo, también murió joven, a los 44 años, víctima de la bebida.

    En el otro extremo, la madre del secuestrador, una vieja borracha que se la pasa sentada en un sillón desvencijado mirando musicales pedorros ante un televisor con la caja trasera descubierta. No era actriz. Estaba por allí dando vueltas en la locación en la que rodaron y Balabanov la integró al equipo. Olfato puro. El triángulo madre-hijo-joven secuestrada es uno de los encierros más tóxicos que se hayan visto en el cine. Y es tan concentrado y eficaz que no necesita demasiado desarrollo. Balabanov concentra, sintetiza y dispara. Y siempre da en el blanco.

    Educado en una familia bolchevique modelo, quería ser astronauta. Integró las juventudes comunistas y se definía como “un soviético”. Fue traductor del Ejército Rojo en las zonas más distantes de la madre Rusia, a la que conocía de cabo a rabo en toda su diversidad y contradicción, a la que sabía interpretar, a la que seguramente amaba. Recién a los 28 años ingresó en la Academia de Cine de Moscú. Murió en 2013 de un infarto, con solo 54 años. La razón: la intensidad de su vida, de su cine. Su última película, Me Too (2012), trata de un mágico lugar, una torre inclinada, a la que los desconsolados van, pues conduce a la felicidad (sí, la misma premisa de Stalker, de Tarkovski), aunque no funciona con todas las almas. Algunos se convierten en un hálito y suben por la torre hacia el cielo a velocidad angelical y otros mueren comidos por los gusanos, como le ocurre a cualquier cadáver. Balabanov tiene una brevísima aparición final como “director de cine”. Es de los que esperan junto a otros al pie de la torre. Es de los que no tienen suerte.