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    Zona de catástrofe

    Al límite, la nueva novela de Thomas Pynchon
    Colaborador en la sección de Cultura

    Los ataques del 11 de setiembre de 2001, el caldo amargo que se cocinó alrededor, la puesta en escena de patriotismo y heroísmo, los personajes principales y los secundarios, los extras, la inmensa red de teorías de conspiración, los secretos mal archivados, los oscuros movimientos económicos previos y posteriores, las paranoicas presunciones que se entrecruzaron tras aquel aterrador y mediatizado acontecimiento que hasta ahora millones de ojos no dejan de comparar con una película de acción, contenían los componentes y los aditivos necesarios para dar vida a una novela de Thomas Pynchon (Nueva York, 1937). Solo faltaba Pynchon. 

    Aquí está. En castellano se llama Al límite (Tusquets, 2014), el título en inglés es Bleeding Edge, que refiere, como lo explica el glosario que acompaña a la edición española, y que también se dice en la novela, a una clase de tecnología sin ninguna utilidad demostrada todavía, a “material de alto riesgo, algo con lo que solo se sienten cómodos los adictos a la adopción temprana de novedades”. Se trata, entonces, de una tecnología en una fase primaria, que puede producir problemas y daños en el usuario, y que, por lo tanto, no es confiable. 

    Como muy pocos autores, Pynchon, un escritor del que solo se han visto algunas fotografías de su época de estudiante y de recluta en la Marina, quien no concede entrevistas (aunque apareció dibujado y poniendo su voz en Los Simpson, autoparodiándose con una bolsa de papel en la cabeza), conoce los mecanismos del engaño y cómo han sido empleados a lo largo de la historia. Sabe que nadie, o muy pocos, asumen la responsabilidad de sus propias desgracias, y que siempre estarán buscando a quién echarle la culpa. A los padres, al capitalismo, al comunismo, a los judíos, a los árabes, a los masones, al gobierno, a la CIA, al FBI, a la Casa Rothschild: siempre hay alguien, si no está a la vista, entonces en las sombras, que está operando para que no solo la vida de uno sino el mundo entero no funcione del todo bien Para que nada sea como se dice que es. 

    El hombre nunca llegó a la Luna, los extraterrestres visitan la Tierra y el gobierno no lo dice, Hitler se fue a Bariloche, Paul McCartney no es Paul McCartney; si te fijás bien, en el billete de un dólar, hay mensajes ocultos sobre los egipcios y los alienígenas, la caída de las Torres Gemelas, que se derrumbaron de forma tan perfecta, evidentemente fue un autoatentado. Alguien oculta algo. Pynchon juega con este tipo de ideas a niveles delirantes y a veces de un modo genialmente divertido. El mundo cambia a una velocidad feroz, como si no existiera el futuro, todo es un presente que no se detiene, cargado de información nueva, no siempre fácil de asimilar. Pynchon lo sabe. En sus novelas introduce información y más información y nombres y lugares y fechas y teorías y fuerzas misteriosas que navegan en la oscuridad del tiempo, escribiendo una historia invisible, paralela, como la que se oculta tras los vuelos de American y United Airlines de aquel 11 de setiembre.

    Distanciada de las múltiples y extensas derivas narrativas habituales en sus anteriores y macizas novelas (la estupenda y no del todo bien recibida Contraluz, una obra desbordante de casi 1.400 páginas que se recomienda recorrer con la compañía de una libreta de apuntes), Al límite aparenta ser un poco más centrada, por decirlo de algún modo, aunque en modo Pynchon (quien quizá sea alguien sobrehumano: sorprende lo que hace, logra que salte algún fusible en algún capítulo, siempre llega a estándares que superan las expectativas del lector), y es relativamente más breve: no llega a las 500 páginas. Por medio de capítulos cortos, diálogos rápidos e interesantes (donde se habla del capitalismo como culto, las Torres Gemelas como templos religiosos, la libertad en Internet, o por qué estar loco no implica estar equivocado), acotaciones en los diálogos que parecen televisivas, descripciones de una elegancia pasmosa, acción breve descrita con unas pocas pinceladas, la historia transcurre en Nueva York, entre 2001 y 2002, entre una primavera y la siguiente. Enmarcada dentro del thriller, y también con rasgos de tragicomedia familiar, la trama, esta vez, puede incluso resumirse. La protagonista es Maxine Tarnow, madre judía de dos hijos, que trata, a veces, de recomponer su matrimonio con un personaje algo tosco, “el gran bobo alexitímico”, como lo define una amiga. Maxine tiene una agencia de investigación de delitos y fraudes económicos llamada Tail ’Em and Nail’Em (“Seguid­los y Pilladlos” en la traducción), y se lanza a investigar los posibles fraudes cometidos por la compañía hashslingrz —así, impronunciable y con minúsculas— y a su CEO, Gabriel Ice, una criatura casi espectral, un nerd triunfante al que le gustaría ser villano en una de James Bond, alguien que, dicen por ahí, “hace que Bill Gates parezca carismático”. En pocas páginas, Pynchon hace lo esperable, con su estilo y con rapidez. Enreda los cables, incluye la posibilidad de una conspiración, pero, por error; introduce a un secundario inquietante, Nick Windust, que se filtra en la vida de la protagonista, a una bloguera combativa, March Helleher (“En algún recoveco de nuestra alma nacional —escribe— necesitamos sentirnos traicionados, incluso culpables”), cuya hija está casada con Ice, y a Red Despard, príncipe de la paranoia, a quien conoció en un crucero al que la forzaron a embarcar en un mal momento, el “Jolgorio AMBOPEDIA 98”, una reunión Anual de la American Borderline Personality Disorder Association (el himno semioficial de ese año fue Borderline, de Madonna). Y, quizás lo mejor del libro, ofrece excursiones por la Web Profunda, una Internet subterránea, y por DeepArcher, un ciberespacio paralelo, una zona construida a partir de sitios obsoletos y enlaces rotos, un territorio baldío, cielo e infierno en un mismo sitio, aquel donde Maxine encuentra refugio y también logra contactarse con muertos, o exiliados de sus propias vidas.

    También hay un torpedeo que puede resultar insoportable de menciones a películas, algunas con su correspondiente y bastante ingeniosilla inclusión de la fecha de estreno entre paréntesis, dato que cualquier editor más o menos sensato quitaría, pero como se trata de Pynchon, todo queda. Además de una intertextualidad infinita (saludos encapsulados a Star Trek, El crucero del amor, Alfred Hitchcock, Quentin Tarantino y más) que los pynchoneanos seguramente disfrutarán como adolescentes con vía libre a Playboy TV.

    Pero algo falla. Muchos personajes (hay muchos, de verdad) en realidad no son personajes. Son caricaturas, bocetos, que pueden resultar a primera vista divertidos porque tienen nombres que pueden sonar divertidos. Pueden sonar divertidos porque uno está en la casa encantada de Pynchon y se ve un poco forzado a disfrutar de la velada y reírse de los chistes que hace Pynchon aunque no resulten tan graciosos. Porque es Pynchon, el autor de V. y El arcoiris de gravedad, obras maestras, y es tan genial y tan grande que merece respeto. Pero entre tanta jerga económica, tecnológica y ambientes hackers y geeks, entre emprendedores que buscan la rentabilidad de todo, entre canciones, sitios como www.hwgaahwgh.com, leyes y principios financieros del mundo islámico, entre tecnología que no se sabe a dónde va a llegar, bocetos y caricaturas extravagantes, hay un personaje que se siente real, con cierta dimensión humana, que late: Maxine. Y que a pesar de los chistes malos que el autor pone en sus labios, busca darle sentido y cauce a su vida, tratando de restablecer las conexiones con su familia, cuando ella misma empieza a confundir el mundo de los átomos con los pixeles de DeepArcher. Una sensación que no resulta ajena al lector: la literatura de Pynchon, con la combinación inusualmente perfecta entre el delirio y lo real, produce ese efecto adictivo, estimulante y, también, desconcertante.