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La idea de la memoria, de la historia personal como una tela, como un tejido que se construye, no es nueva. Ha sido usada en la poesía y en la prosa, también en documentales, justamente por su capacidad de ilustrar ese proceso de construcción interna, de hilado íntimo. El nuevo documental de José Pedro Charlo, Trazos familiares, trata justamente sobre cómo se reconstruye esa tela, esa trama, una vez que ha sido rota. Para ello cuenta las historias de Federico Salvo, Mariana Zaffaroni y Camilo Casariego, tres uruguayos que se han visto obligados a hilar fino con su memoria para poder plantarse en el presente.
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Hay algo en el filme que remite, de manera casi instantánea, a Los olvidados, el documental de Agustín Flores sobre el barrio Marconi. No en lo formal, en donde el filme de Charlo es mas clásico (con su narrador presentando el contexto), sino en la idea de no editorializar, de no “hacer decir” a sus protagonistas. En ese sentido, Trazos familiares parece más el resultado de una serie de charlas más o menos abiertas (las preguntas casi nunca son presentadas en cámara) que de un cuestionario con temas predefinidos. O de una intención que vaya más allá de exponer a los entrevistados ante la cámara y dejarlos hablar.
Es verdad, el editorial, el sentido del documental, está delineado por la propia propuesta: existe una trama rota y no del todo reconstruida que es rastreada por Charlo. Es una tela que se rompió cuando la dictadura y que afectó a un montón de gente de muchas maneras siempre terribles: cárcel, exilio, torturas, desaparición y hasta la muerte. Pero lo interesante es que asumido ese corte en la tela, esa rotura en la trama colectiva, el documental se concentra en la narración personal, en la vivencia intransferible de cada uno de sus protagonistas. Y no va a ningún lugar a donde estos no lleguen.
Se insiste permanentemente en el carácter colectivo de los procesos sociales, una obviedad que a veces sirve para tapar los matices individuales que tienen dentro de sí esos procesos. Claro, la dictadura supuso un trauma, una ruptura colectiva. Pero su impacto no fue idéntico para todos. Dado que por lo general estos asuntos son tratados casi en exclusiva como procesos colectivos, es muy sugerente poner el foco en las trayectorias personales y familiares. Y es bien interesante ver cómo cada uno de los tres protagonistas y sus familias han cosido la tela de maneras distintas. El documental se contenta con exponer eso, sin preocuparse por alinear ninguna de estas experiencias a un supuesto “deber ser” social o colectivo. Y eso, que podría ser visto como una carencia, en realidad es lo que lo hace más valioso.
Federico Salvo, por ejemplo, vive en Viena, donde ha construido su vida. Allí estudió y allí trabaja. Su vínculo con Uruguay es emotivo y a la vez distante: cosas que le pasaron de niño (Federico y Camilo fueron parte del famoso viaje de los niños de 1983), una zona de su vida que se rompió y que él pudo retejer a la distancia. Material distinto son sus padres, quienes aún hoy se muestran dolidos por aquella ruptura de la que fueron protagonistas.
El de Mariana Zaffaroni es un caso distinto: dada su visibilidad y su carácter de niña sustraída emblemática, dada su cercanía geográfica, Mariana tuvo que lidiar de manera distinta la reconstrucción de su trama íntima. No fue fácil, recuerda en el filme de Charlo. Los tiempos personales nunca son los colectivos y los procesos internos pasan por lugares más complejos, llenos de zonas grises que la consigna grupal no admite ni ampara. Sus dudas, su lento proceso de asunción, siempre personal, siempre humano, son narrados con sencillez y efectividad por la mujer que hace mucho fue aquella niña robada. Y que prolijamente, a su aire y no siempre ni en todo, fue reconociéndose en quien desde fuera le decían que “debía” ser. Solo cuando la señal interior le dio el sí, nunca cuando lo planteó la exigencia social. Ese es el pequeño gran logro de su testimonio: hilando fino, mirando en su interior, llega a una zona que nadie puede escribir por nosotros. Y es ahí desde donde uno puede reconocerse en esa tela, en ese zurcido visible, doloroso, pero no necesariamente paralizante.
En cierto momento, el tercer protagonista, Camilo Casariego, señala que pese a que la separación de su madre lo llenó de bronca durante muchos años (Camilo, su hermana y su madre, Lilián Celiberti, fueron secuestrados en Brasil en 1978 y trasladados a Uruguay, en donde Lilián fue a la cárcel y ellos fueron entregados a sus abuelos), se resiste a la idea de considerarse una víctima. Que simplemente las cartas son las que son y que se juega con las que se tienen en cierto instante. Que cuando fue padre, aprendió a entender mejor a los propios, a aceptarlos como lo que fueron y son. Siendo, sin duda, víctima de un proceso en el cual no tuvo jamás voz ni voto, es relevante que Camilo no se perciba como tal sino como resultado de unas circunstancias que pueden y deben ser colocadas en perspectiva.
Algo parecido ocurre cuando habla su madre Lilián, quien dice que le cuesta explicarles a sus hijos si valió la pena su militancia y haber vuelto a América para ser secuestrada (antes de estar en Brasil estuvieron exiliados en Italia): se resiste a pensar en su pasado en esos términos, como si todo hubiera dependido de la más libre de las elecciones. De alguna manera esta mirada pareciera contradecir lo que surge de los protagonistas: que es siempre el individuo quien, cuando puede, elige. Es valioso que el documental no intente limar estas eventuales contradicciones, que las entienda como parte de las dinámicas de vida de los individuos y no parte de una lógica ideológica cuya unidad deba ser preservada.
La fotografía de Diego Varela es nítida, mostrando sin artificios la intimidad de esas personas en el momento de revisar y recordar las peores páginas de su memoria. También lo es cuando registra brevemente el entorno de sus entrevistados, sin demagogia ni efectismo alguno. Si algo se puede reprochar a Charlo es que habría venido bien un poco más de detalle en la exposición de los vínculos familiares que rodean a sus protagonistas: a veces cuando aparece por primera vez algún entrevistado, se tarda un rato en saber qué vínculo tiene con aquellos. De cualquier forma, este reparo formal es la nada dentro de un documental emotivo y sólido.
Es bienvenida la neutralidad con que Charlo lleva la narración, en el sentido de no cargarla de símbolos y banderas, una tentación que no siempre resisten los documentalistas. Al contrario, el director y guionista, que fue preso político cuando la dictadura, es tan respetuoso con las telas rotas y recosidas que muestra en su filme, que jamás se le ocurre agregar nada que empuje lo que sus protagonistas dicen. Mención aparte para los dibujos de Sebastián Santana, que funcionan como cálidas y bienvenidas viñetas que separan los distintos tramos del filme, y para la música de Gabriel Brum, que apuntala las imágenes de manera sutil y dinámica. Trazos familiares es una muestra elocuente del excelente estado de salud que vienen mostrando los documentales uruguayos en este 2018.