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Cuando tu oficina es el mundo: ¿cómo es la vida de un nómade digital?

La uruguaya Paula Abiusso trabaja mientras viaja sola por destinos exóticos y comparte videos en sus redes sociales mostrando sus experiencias

Redactora de Galería

Después de conocer Europa y el norte de África, Paula Abiusso, una diseñadora gráfica uruguaya de 26 años, decidió irse a recorrer las islas asiáticas con el trabajo a cuestas (laptop en mano) y una vida que cabe en una mochila. Ella es una de los 35 millones de nómadas digitales del mundo (según el Foro Económico Mundial); personas que trabajan de forma remota desde cualquier punto del planeta. Un estilo de vida alimentado por las nuevas tecnologías, las modalidades de trabajo que dejó la pandemia y esa necesidad de autodescubrimiento.

Hace un año y un semestre que Paula no pisa su país. Durante la videollamada con Galería, hacía malabares para que la conexión no se cortara desde una cabañita en medio del bosque tropical de Borneo. Estaba “recién llegada de la jungla“, y pasaría unos días con su padre en la selva.

Tiene la suerte de que tanto él como su madre pueden viajar a compartir con ella alguna de sus aventuras, y eso colabora en que los extrañe menos. Su familia y amigos ya se hicieron a la idea de que para verla hay que viajar, desde que se fue sola en mayo del año pasado a hacer un posgrado en Madrid, y descubrió —y se enamoró de— esta forma de vida.

Antes de eso, con 16 años, ya viajaba sola a Buenos Aires para comprar bijouterie, y a los 19 sobrevivió dos meses en Canadá sin internet ni un inglés fluido. Pero todo comenzó en España, que le permitió la conexión con Italia, Portugal, Francia y Croacia. Siguió por el norte del continente africano (esta vez con amigas), por Egipto y Marruecos, hasta llegar a Indonesia.

Paula no se considera una persona del “turismo normal”. Primero, porque trabaja, no está de licencia. Segundo, porque así como Bali (su sueño más grande) terminó siendo una decepción, otros sitios menos conocidos lograron sorprenderla, como cualquiera de las casi mil islas de Malasia, que la hicieron cambiar su modalidad de viaje a una que conectara más con las personas.

Viviendo de esta manera, tuvo que aprender a organizarse mejor, gestionar sus tiempos y emociones, y entender que el ocio, disfrutar del tiempo libre y de uno mismo también es una forma de ser productivos.

¿Cómo te animaste?

Siempre fui una persona muy impulsiva. Si tengo algo en la cabeza es más fácil sacarme la cabeza que sacarme la idea, entonces ahorré plata y no me lo cuestioné demasiado. Por eso muchas cosas no me salieron bien. Los miedos llegaron cuando ya estaba instalada. Recién ahí empecé a preguntarme si realmente podía con esto.

¿Lo superaste?

Al principio estaba con muchas dudas de quién era Paula, qué le gustaba a Paula, hundida en una crisis existencial. Entonces decidí irme a estudiar a otro país porque quería conocerme más, y si yo miro dos años para atrás ya no me reconozco, aunque sé cuál es mi historia y mis raíces. No me olvido de absolutamente ninguna de las cosas que me tocó vivir. Tuve una adolescencia muy dura, y sentía que la forma de resolverlo era irme, pero gracias a todo eso empecé a aceptar los días que no, las partes feas de la vida. Estamos idealizando todo continuamente, pero viajar no siempre es hermoso. Uno, aunque esté disfrutando en una playa paradisíaca, si no sana lo que tiene para sanar, termina estando en una playa cualquiera. Fue un proceso muy duro de trabajo interno hasta sentir que estoy encontrando mi camino.

Te definís como una persona que cabe en una mochila de 15 kilos y una notebook. ¿Qué llevás ahí dentro?

Alguna que otra malla, algún que otro short, dos pantalones, cremas para la cara por todo este tema del skincare, y no mucho más. Un paraguas. A veces encuentro cosas y digo: ¿por qué tengo esto conmigo? Ahora voy a mandar a mi padre de vuelta con un secador de pelo que lo debo haber usado una vez en todo el viaje.

¿Qué necesita un nómada digital?

Lo primero es conseguir un chip del país, sobre todo si estás más de un mes como yo. Conocer de antemano los sitios que tengan buena conexión, leer comentarios. Suelo quedarme toda la semana en hostels, excepto los miércoles, que por reuniones de trabajo me tengo que asegurar una mejor conexión y tranquilidad, y ahí me alquilo una habitación. Las actividades más exóticas, en las que sé que muchas veces no voy a tener internet, las dejo para el fin de semana.

¿Y cómo se balancea el trabajo con hacer turismo?

Antes pensaba que tenía que entregar todo el trabajo si no, no iba a la playa. Después caí en el “lo hago más tarde” y se me empezó a juntar. Pasaba dos, tres días en la computadora sin dormir para terminarlo y con unos niveles de estrés y cortisol por los cielos. Hoy me levanto tempranito, intento hacer ejercicio. Me anoto todas las tareas del día, hasta las cosas más simples como lavarme el pelo, y eso te da una sensación de productividad enorme porque al final del día llevás un montón de cosas tachadas de una lista gigante, y te juro que esos niveles de ansiedad que uno maneja disminuyen. Para mí ha sido fundamental, en las mañanas soy hipermegaproductiva. Trabajos que me llevaban todo el día ahora me llevan algunas horas, y después tengo todo el tiempo para hacer lo que tenga ganas de hacer.

¿Cómo definirías la productividad?

No es solo cumplir con las cosas que tengo anotadas. El descanso también es parte de la productividad, darse momentos de desconexión, pero plena. Porque si cumplí con los tres proyectos que tenía, pero me llevaron todo el día porque me perdía en Instagram, ahí la productividad es nula. ¿Por qué estar todo el día pensando en lo que tenés que hacer en vez de poder hacerlo en una o dos horas y tener todo el resto del día sabiendo que ya hiciste lo que tenías para hacer?

¿Considerás que este estilo de vida es para cualquiera?

Me parece que no, no es para todos pero hay que intentarlo, y si te copa es para vos. Depende también de cómo cada uno enfoque su rubro, pero las herramientas de trabajo digitales nos cambiaron la vida. Yo tengo terapia online, por ejemplo. Es cierto que si uno trabaja para otra persona, es bastante más complejo, pero creo que en muchos trabajos les da miedo decirle a la gente: “Esto se puede hacer 100% remoto”. Tu jefe te necesita ahí, ver lo que estás haciendo. A lo sumo se animan a un híbrido. Por otro lado, también hay gente que con un trabajo remoto le da cosa salir y viajar. Hay gente que no se adapta.

¿En qué momento empezaste a ir a terapia?

Ya en Madrid. Fue justamente para ver cómo lidiar con la desorganización total. Me sentía perdida, no sabía qué quería hacer con mi vida. Recién había llegado y en Europa la plata se te va como agua. Eso sumado a la gente que cuestionaba por qué me iba sin necesidad, que las cosas no pueden ser tanto mejores sola… Te lo dicen desde el amor, pero es difícil que no nos afecte. Empezar terapia fue mi salvavidas. Hace unas semanas me dijo que estoy de alta y que disfrute de mi viaje.

¿Y cuánto pesa tener una familia que te apoye?

Económicamente mis padres en lo único que me han apoyado fue en mis estudios, y hace algunas semanas me regalaron el pasaje de vuelta. Después, cobro mi sueldo y es el día a día. Siempre fui una persona que le encanta el shopping y comer en restaurantes buenos, pero en mi viaje eso cambió muchísimo. Estoy en destinos que son muy económicos, con hostales por cinco dólares la noche. En Europa no pasaba eso. Voy a restaurantes donde como un plato de comida gigante por 40 pesos uruguayos, tengo la misma ropa con la que salí de Uruguay hace cinco meses. Es un tema de organización. Yo armo mis presupuestos como si tuviera una casa que mantener.

¿Qué pasa cuando necesitás un médico?

Ese es todo un tema. El estrés del año pasado me desató un desorden hormonal que derivó en ovario poliquístico y tomo medicación crónica para mantener mis niveles estables. Tengo un seguro de salud que me cubre absolutamente todo, incluidos los medicamentos, pero aun así, acá es muy difícil. La salud es un servicio bastante malo. Me di cuenta cuando estuve internada por unos ataques de alergia. Ahí opté por tratarme con la alimentación y aprendí a escuchar mi cuerpo.

Una mujer sola. Enfrentarse a una cultura diferente siempre enciende, en mayor o menor escala, un estado de alarma. Sobre todo para una uruguaya “acostumbrada a la libertad”. Sin embargo, y muy a pesar de la vestimenta, el maquillaje y “lo que uno pueda leer en internet”, la realidad resultó bastante amigable para Paula.

¿Cuánto duele estar sola en lugares tan increíbles?

Hay días donde me pesa muchísimo sentir que me pierdo a mi familia, a mis amigos, como crece mi hermano chico, las fiestas… Yo era muy independiente, pero uno piensa que disfrutar la soledad es tomarse un vinito un viernes de noche con música. Después aprendí que eso no es estar sola y sentí que tenía que deconstruirme por completo. Aprendí a escuchar cómo me siento y ahora ya sé cuándo me va a venir ese bajón y me permito estar mal. Antes me llenaba de actividades, ahora son dos o tres días de mirar Netflix acostada, disfrutando de no hacer nada, llorar, y desde que hago eso mis bajones y mi soledad no son lo peor del mundo. Pero ya no espero al último momento para desarmarme, cuando se te cae y rompe un vaso y te quebrás por dos meses. Con mis viajes estoy impulsando a mi familia y amigos a viajar para verme, entonces si estoy baja de energías, vienen y me recargan. Aunque yo puedo subir mi energía estando conmigo misma, es la mejor herramienta que tengo y no necesito que otra persona lo haga.

¿El Sudeste Asiático es peligroso?

Es superseguro comparado con Latinoamérica. No ves a nadie durmiendo en la calle porque los propios locales los invitan a sus casas antes. Nadie roba, no te gritan cosas, no te sentís expuesto, vulnerable. A lo sumo te piden una foto por ser blanco, de ojos celestes. Tampoco me ando metiendo en la boca del lobo, pero es muy seguro en comparación con Marruecos, por ejemplo, que fue muy duro. Hasta te persiguen entre esos callejones chiquititos, y si se te ve un poquito del hombro, son avalanchas de hombres gritando cosas. En lugares así lo primero que me aseguro es un tour o un guía para entender un poco la cultura, asesorarme, y después ahí decidir si me quedo libre recorriendo o sigo en el tour.

¿Hay algún destino que no recomendarías?

No es que no lo recomiende, solo que pienso que está sobrevalorado y que no es para cualquiera: Egipto. Si bien es verdad que viajé en pleno verano, en una mala época, con 52 grados, es un destino con mucha historia. Y te tiene que encantar la historia para no prestarle atención a la basura, a que la gente es tosca, al maltrato animal… No volvería, no conecté.

¿Y por qué te resultan tan seguros y tan superiores estos rinconcitos de Asia?

Porque no existen las drogas que tenemos nosotros. No hay pasta base, existe la pena de muerte por un porro. Son todos musulmanes, y prohíben estrictamente las drogas y el alcohol. Yo hace meses que no tomo, es muy difícil conseguir una cerveza. Eso, y la hospitalidad de las personas.

¿Se van rompiendo los mitos con la experiencia?

Sí, todo el tiempo. Hay un pueblito en isla de Flores donde las mujeres tienen el poder, eligen a su marido y lo heredan todo. El hombre vive en la casa del padre hasta que una mujer lo elige como su marido. Es impensado si lo vemos como parte del mismo espectro cultural donde otras mujeres viven en sumisión, pero la diferencia es que esta gente practica el cristianismo. Es notoria la diferencia entre musulmanes y cristianos, en sociedades musulmanas te sentís inseguro, observado todo el tiempo. En esta parte de Indonesia todo es sumamente cristiano ortodoxo, y el papel de la mujer es completamente diferente a como lo pintan. Las tratan como a un dios porque es la que trae los hijos al mundo, la vida. Llegás a la tribu y la mujer está sentada en su trono y los hombres tienen que cocinar.

Postales en palabras. Paula hoy está recorriendo las centenas de islas de Indonesia, uno de los países más poblados del mundo, con casi 200 millones de habitantes y más de 200 grupos étnicos diferentes.

¿Cómo te estás comunicando?

Hablo en inglés, pero como son muy hospitalarios y serviciales ya con poquitas palabras y señas alcanza para que te entiendan y salgan corriendo a averiguar lo que pediste. Uso muchísimo traductor y aprendí algunas pocas palabras como “gracias” (terima kasih), “¿cómo estás?” (apa khabar), “hola” (alo), “chau” (selamat tinggal) y “por favor” (tolonglah).

No estás comiendo su carne. ¿Te cuestionás por qué sí nos parece bien comer vaca y no perro?

Acá tienen carne de vaca, el problema es que todo el tema de ver los sacrificios en vivo me arruinó el estómago. La venta de los animales en el mercado es muy dura, elegís a tu cerdito con vida. En Uruguay todo el proceso se da en el matadero, en el súper, y no te enterás. Me cuestiono todo; la gastronomía está siendo mi mayor limitante, me significa una deconstrucción muy grande. Podés comer arroz todo el día. Yo como mucho tofu, fruta, tomo vitaminas porque me está costando muchísimo encontrar un nutricionista que me asesore a partir de la comida que hay acá, porque uno de Uruguay no me va a poder ayudar si mi comida cambia cada dos semanas.

Visitaste varias tribus y participaste en rituales de bienvenida. ¿Qué fue lo que más te impactó?

Vi mucho. En Flores estuve en cuatro tribus y en Bali en dos. Una cosa fue que la gente tiene relaciones sexuales frente a sus familias con total naturalidad, frente a los hijos. Y uno ve a los niños con nuestra mentalidad de verlos vulnerables. Ahí toda la tribu se droga con una planta parecida a la nuez moscada que la mastican y les deja toda la boca roja, y los niños también. Me contaban que antes eran caníbales, y para escalar en la familia tenías que matar a alguien y comértelo. No los juzgo, quiero formar parte de ese lugar, entender realmente. Y cuando te dan la bienvenida a su tribu, a su familia, es muy fuerte, te olvidás de todo ese otro mundo al que estamos acostumbrados.

Conviviste muy cerca de la muerte…

Sí, con los toraja en la isla Sulawesi. Conviven con sus muertos. Me acuerdo que llamé a mis padres para contarles que iría allí y que no tendría internet, y mi madre me decía que estaba loca por ir a un sitio donde la gente duerme con los muertos en su casa. Pero para mí fue increíble. Y ellos se abrieron a escucharme, se abrió un canal de comunicación sobre un tema que a veces no se trata tanto. Los toraja sacan a sus muertos de la tumba, les cambian la ropa, los sientan a la mesa y comen juntos, ¡pasean con ellos por el parque!

¿Occidente debería aprender a tratar diferente este tema?

Yo creo que sí, siempre tenemos un poquito que aprender de todo. Tanto de otras culturas como de la persona que tenemos al lado. Siento que la vida es un aprendizaje y las cosas que nos van pasando y las personas que se nos van cruzando por algo se nos cruzan. Lo que nos choca o incomoda muchas veces son nuestros propios miedos e inseguridades que estamos proyectando en eso otro. Nosotros decidimos si las cosas nos afectan, y si algo nos duele o no nos gusta habría que ver por qué.

Y lo mismo para lo que nos gusta. ¿Con qué lugar de todos los que visitaste hasta ahora te quedás y por qué?

Indonesia. Es una mezcla de lugares paradisíacos; volcanes, cascadas, los mejores arrecifes del mundo, y una pobreza extrema. Fueron dos meses de muchos cambios, de autodescubrimiento. Me llevó a cuestionarme la forma de viajar, mi estilo de vida y mi relación con el mundo. Estuvimos en Borneo con papá conviviendo con los bajau en una isla claramente dividida en ricos y pobres. Algunos de ellos viven en sus propios barcos o tienen una casa suspendida sobre el mar. Quisimos dejarles algo y compramos comida para repartirla. La gente se desesperaba. Nos ayudó el que organizó la actividad de buceo porque hablaba malayo y podía interceder entre los niños, que había que levantarles la voz para cortar con la viveza. Los más grandes empujaban a los más chicos de la fila. Los padres también se peleaban.

¿En ningún momento extrañaste la ciudad?

¡Sí! Necesitás de la ciudad, más que nada por la comida. Estoy enamorada de Singapur.