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    El antisemitismo contemporáneo

    Sr. director:

    De la pancarta al adoquín: cuando la indignación anti-Estado deviene persecución contra particulares.

    Hay una franja peligrosa —casi siempre invisible hasta que alguien la atraviesa— que separa la legítima crítica a un gobierno y política de un Estado, de la persecución de una comunidad por su identidad. Hoy esa franja se está borroneando. En Montevideo, en 2024, el monumento que honra a la inmigración judía —El abrazo de los pueblos— apareció mancillado con pintura roja y consignas que confundían a víctimas y verdugos. Ese acto no fue una intervención heroica, tampoco fue una opinión en una plaza: fue un acto simbólico de agresión contra una colectividad.

    Recientemente y más inquietante: grupos que marcharon frente a la Escuela Integral Hebreo-Uruguaya en Montevideo, ondeando banderas y dejando pintadas en la fachada, forzaron a la comunidad a organizarse y a pedir protección pública. No hablamos ya de eslóganes punzantes frente a una embajada, hablamos de escrache a menores en su escuela, y de la sensación real de que se está hostigando a uruguayos por su condición religiosa. En Argentina la noticia de esta semana ha sido incluso más dramática. Una influencer relató que un vecino le gritó “judía” mientras arrojaba un fierro hacia ella y su bebé de ocho meses. La imagen es intolerable no solo por la violencia física, sino por lo que revela: la identificación automática entre un conflicto internacional y la legitimidad de agredir a alguien por su fe.

    Esto nace del llamado internacional a “sabotear” al Estado de Israel. Cuando la protesta directa al arma o a una fábrica se transforma en una lógica de destrucción simbólica y material, la frontera entre protesta y delito se vuelve borrosa; y cuando esa misma lógica implica atacar a individuos o instituciones judías en la calle, estamos ante algo más que desorden público: ante una persecución por meras cuestiones identitarias.

    Redacto esto el 7 de octubre y quien escribe esta nota no es judío. Lo digo porque la denuncia aquí no sale de un interés corporativo: sale del sentido común cívico. Condenar la política de un Estado, y el actuar en una guerra, es completamente legítimo. Confundir a un ciudadano judío con el Estado es una práctica antigua y tóxica: acusa al conciudadano de “doble lealtad”, sospecha tradicional que transforma al vecino en sospechoso y que ha servido, durante siglos, para justificar exclusión y violencia. Ese mito de la “doble lealtad” no es trivial, es uno de los ejes del antisemitismo moderno y ha sido estudiado y desmantelado por organizaciones y centros de memoria. Una vez más: el progresismo siendo rancio, excluyente y atávico.

    Si necesitamos genealogías conceptuales para entender esto, Hannah Arendt nos recuerda la perversa eficacia de los prejuicios cuando se convierten en estructura política: en Los orígenes del totalitarismo, Arendt analizó cómo los chivos expiatorios y las campañas contra “el otro” se insertan en un proyecto político que niega derechos y normaliza la violencia simbólica.

    Pero para comprender el fenómeno del militante occidental que flamea la bandera de Palestina —al lado de la LGBTQITT— no hay que leer a Arendt, hay que leer a Schmitt y sus posteriores discípulos progresistas. La política degradada a la distinción amigo/enemigo, sumada al agonismo y la interseccionalidad, hace que se politice la mera existencia, y ofrece una refracción peligrosa de la política: todo adversario se convierte en enemigo existencial.

    La izquierda necesita del conflicto. Toda la obra de Chantal Mouffe es nítida en este aspecto. Pero su fracasada distinción teórica entre la antagonía en agonismo —es decir, entre el conflicto regulado y la aniquilación— es irrisoriamente imposible. Su pugna pública siempre se degenera en hostilidad permanente. Israel y Palestina están en una guerra; con estos actos se pretende importar esta guerra a nuestras calles. Se confunde israelí con judío uruguayo y se los enemista con el nuevo bloque histórico de la izquierda: las minorías oprimidas.

    Hoy vemos ese proceso en marcha. El antisemitismo contemporáneo es progre y no se presenta con botas ni brazaletes: se disfraza de justicia social, pelos de colores y de militancia antiimperialista. Pero debajo del disfraz reaparecen las mismas fábulas que llevaron a la Shoá: “Los judíos dominan el mundo”, “controlan la banca”, “mueven los hilos” o Los protocolos de los sabios de Sion.

    Uruguay, pequeño, tiene una obligación moral consigo mismo: resistir la importación de conflictos que no le pertenecen y preservar su larga tradición de convivencia. No hay causa más urgente que la defensa del pluralismo ni valor más frágil que la libertad de creer sin miedo. El país que se enorgullece de su tolerancia política y religiosa no puede tolerar el antisemitismo disfrazado de causa justa.

    Tomás Bonetti