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    El fiscal Perciballe

    Sr. director:

    Quisiera expresar una preocupación que ya no puede postergarse ni relativizarse.

    Lo que está ocurriendo en Uruguay en las denominadas “causas de derechos humanos” no es justicia transicional: es derecho penal de excepción, sin controles ni límites, y con una pérdida progresiva —y, en algunos casos, descarada— de las garantías procesales básicas.

    En mi caso, he solicitado formalmente la recusación del fiscal Ricardo Perciballe, por existir razones objetivas que comprometen gravemente su imparcialidad: antecedentes de militancia ideológica, vínculos personales con víctimas del pasado reciente y reiteradas declaraciones públicas que lo muestran más como representante de las víctimas o actor político que como operador jurídico imparcial. Todo ello fue debidamente documentado. Sin embargo, la jerarca que debía resolver, en lugar de actuar conforme al Estatuto del Ministerio Público y la prudencia institucional, optó por mantenerlo en funciones. La inacción frente a hechos tan graves no es neutralidad: es aval institucional al desvío de poder.

    En estas causas se acusa sin prueba directa, se condena con base en relatos desvinculados de los hechos, se ignoran principios fundamentales como la prescripción, la legalidad y la irretroactividad penal, y se introducen figuras atípicas del derecho internacional sin base normativa en nuestra legislación interna. Esta expansión del castigo sin garantías erosiona los derechos humanos, multiplica las arbitrariedades y distorsiona el sistema penal.

    Tampoco es posible confiar en el control judicial. Los tribunales de Apelaciones, llamados a ejercer una revisión profunda e independiente, no se pronuncian sobre el fondo. Ratifican fallos sin evaluar la inexistencia de pruebas o la defectuosa motivación de las sentencias de primera instancia. ¿Cómo es posible que en tantas causas nadie haya podido demostrar su inocencia? ¿No hubo ni un solo elemento discordante que justificara revocar un fallo, corregir un abuso?

    ¿Dónde radica entonces la falla del sistema: en el plano jurídico, humano, institucional… o simplemente ideológico? Esa es la pregunta que ningún operador parece dispuesto a formular.

    A esta cadena de silencios funcionales se suma —con gravísima responsabilidad institucional— el silencio político, aún más estridente por su motivación evidente: el cálculo electoral y el oportunismo partidario. Muchos actores del sistema político, incluso aquellos que se proclaman defensores del Estado de derecho, de las libertades y del garantismo, eligen conscientemente no intervenir, no pronunciarse, no ejercer ningún control. Porque hacerlo implicaría enfrentarse a un expediente incómodo, a una verdad procesal que desestabiliza el relato dominante.

    En los pasillos del Palacio Legislativo todos lo saben —incluso quienes actúan desde la acusación—, pero lo evitan deliberadamente. Es una piedra en el zapato que no debiera permitirles caminar por el Salón de los Pasos Perdidos, donde se promulgan las leyes que deberían precisamente garantizar los derechos fundamentales de todos los ciudadanos. Se prefiere el silencio, se evade el conflicto, se protege una narrativa, aunque ello implique mantener en prisión a personas inocentes mediante condenas injustas.

    Resulta particularmente revelador que la propia exvicepresidenta Lucía Topolansky haya reconocido públicamente que “muchos testigos mienten en estas causas”. Si esa confesión no bastó para encender una alarma institucional, entonces debemos preguntarnos si la selectividad política ha sustituido, de hecho, los principios constitucionales y garantistas.

    Mirar hacia otro lado se ha convertido en una práctica habitual, salvo —claro está— cuando el afectado es “uno de los propios” de cualquiera de los dos lados de la grieta política. Esa doble vara no solo erosiona la legitimidad democrática del sistema, sino que lo transforma en un instrumento de poder selectivo, completamente ajeno a la idea de justicia igualitaria.

    Ya lo advirtió Luigi Ferrajoli: “Donde no hay control sobre el poder punitivo, hay riesgo de arbitrariedad”. Y eso es exactamente lo que ocurre hoy en Uruguay: un castigo sin filtros, sin legalidad sustancial, sin garantías procesales.

    El derecho penal no puede transformarse en una herramienta de venganza. Como sostuvo Ramiro Ávila: “Es mucho más grave encerrar a un inocente que permitir que un culpable quede libre”. Esa es la base de un sistema verdaderamente garantista. Todo lo demás es punitivismo arbitrario.

    Uruguay ha sido históricamente un referente regional en materia institucional. Pero este sistema, en estas causas, ha dejado de ser confiable. Se aplica el derecho con doble vara. Se permite actuar sin límites a un fiscal claramente sesgado. Se condena sin pruebas vinculantes. Y todo el sistema —Fiscalía, tribunales, Suprema Corte— guarda un silencio que, lejos de ser prudencia, es claudicación.

    Esto no se trata de defender a un individuo. Se trata de defender el derecho frente al poder, de exigir que la Justicia actúe con reglas iguales para todos, incluso para aquellos que muchos ya han prejuzgado. Porque, si no hay garantías para ellos, mañana no habrá garantías para nadie.

    Estoy convencida de que la gran mayoría de la sociedad uruguaya comparte al menos algunos de los argumentos esgrimidos en esta carta. Los invito a interpelar con honestidad lo que está ocurriendo. Porque, si la Justicia no es imparcial, no es Justicia. Y si el silencio institucional se vuelve la norma frente a planteos legítimos, lo que está en crisis no son los acusados, sino la credibilidad del sistema de Justicia y de los mecanismos de control institucional.

    La Justicia, cuando deja de interpelarse a sí misma, deja también de ser Justicia.

    Como abogada, me amparo en uno de los mandamientos del buen abogado: “Lucha siempre por el derecho, pero cuando encuentres un conflicto entre el derecho y la justicia, lucha por la justicia”.

    Florencia Grignoli

    Dra. en Derecho y Ciencias Sociales