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En 2001, los economistas Joseph Stiglitz, George Akerlof y Michael Spence recibieron el Premio Nobel de Economía por sus aportes a la descripción de la teoría de la información asimétrica. Esta teoría intenta describir la posición desigual en cuanto a la cantidad y calidad de la información disponible hacia las dos partes que intervienen en la compraventa de un producto o servicio. Un ejemplo de su aplicación puede ser el de los seguros automotores: la parte compradora (asegurado) y la parte vendedora (empresa aseguradora) habitualmente cuentan con distinta información al momento de acordar: el futuro asegurado posee más información sobre la pericia del conductor que la empresa aseguradora y la empresa aseguradora posee más información sobre las cláusulas y condiciones que el asegurado. Este escenario (llamado “de selección adversa”) supone un obstáculo en el mercado, ya que es un foco de tergiversación sobre los precios, una razón para el aumento de tasas y de intereses, que, en última instancia, generan un incremento de la ineficiencia en términos de competencia. Habitualmente, esta ineficiencia en el ciclo termina diluyéndose y transformándose en mayores costos para quien tiene menos información. Esta asimetría también puede verse en otros contextos. Un ejemplo es la relación médico-paciente. Hay asimetría de información en dicha relación por al menos tres razones:
1) Porque difícilmente el paciente pueda adquirir experiencia suficiente como para controlar el conocimiento sobre su enfermedad.
2) Porque los conocimientos, tecnologías y alternativas van cambiando con rapidez para muchas enfermedades, lo que acrecienta la diversidad anterior.
3) Porque al ser la medicina un área de conocimiento específico, la calidad de los proveedores de servicios no es fácilmente observable.
La asimetría en la información no debería ser necesariamente un problema, ya que probablemente no tenga solución. Por otro lado, es un fenómeno esperable, más allá de la cada vez más amplia disponibilidad y accesibilidad al conocimiento (en constante expansión y que, por tanto, perpetúa dicha asimetría). Por lo tanto, si aceptamos esta premisa, la cuestión parecería ser cuál es la forma más adecuada de lidiar con ella.
En la práctica, de una forma esquemática, el médico clínico está en el centro de un triángulo y su función está en mantener un juicioso equilibrio entre tres elementos: la ciencia médica (cuya aplicación más amplia, profunda y meticulosa a cada caso podría aportar el mayor margen de ganancia de salud posible a cada paciente); los recursos (materiales y humanos, incluyendo técnicas diagnósticas y de tratamiento); y, finalmente, el paciente (con sus expectativas, preferencias, criterios, exigencias y autonomía). El médico actuaría como intermediador, en la búsqueda del beneficio de quien lo necesite, acercando el mejor conocimiento aplicable, adaptado a las demandas y preferencias de cada enfermo.
El papel del intermediador (y en particular el del médico) nunca es sencillo. En particular si hay intereses contrapuestos (materiales y no materiales). Y muy especialmente, cuando el bien de la salud está en juego.
En la práctica clínica, lograr acrecentar el capital de confianza depositado en el médico tratante es fundamental para que la relación médico-paciente sea efectiva. Asimismo, su desarrollo es crítico para manejar la asimetría de información que se genera por lo anteriormente expuesto. Creer en la pericia del médico es necesario para ir tomando las mejores decisiones para cada paciente, progresivamente, a lo largo del proceso asistencial.
Parece, entonces, lógico que el acto médico (que al final es ayudar al prójimo a través de la técnica), fundamento humanista de la asistencia, no debiera ser por sí mismo un factor de sesgo o disbalance en este delicado equilibrio. Actualmente, algunos actos médicos son remunerados monetariamente. Este hecho (el de remunerar específicamente a quienes proveen un servicio médico) puede hacer mover al intermediario hacia un extremo del triángulo. Esto transforma a quien practica la medicina en un prestador o proveedor de servicios, lo que puede llevar a desvirtuar el vínculo entre médico y paciente.
Finalmente, cuando el acto médico tiene valor monetario (y especialmente cuando es alto) y consolidado a lo largo de tiempo, el sistema genera otra asimetría: la asimetría de poder. En un mundo donde el dinero da poder, y donde todo se compra y se vende, quien tiene más dinero es quien tiene más posibilidades de participar en la toma de las decisiones. Y quienes toman decisiones, a través de sus actos son quienes definen el rumbo de los demás.
Por lo tanto, entendiendo que la asimetría de información termina generando asimetrías de poder, es importante que quienes definen políticas económicas sepan de la existencia de estas. Y que, al momento de asignar recursos, lo hagan con inteligencia y, sobre todo, sabiduría. Para generar igualdad de oportunidades y no perpetuar las asimetrías de poder.
Que así sea.
Dr. Gonzalo Spera MSc