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Me refiero al editorial de fecha 20/12/24.
Larroca alude a una batalla cultural —que en grandes líneas caracteriza— entre “dos grupos contendientes” que sostienen diferentes “cosmovisiones ideológicas”. Se enfrentan el progresismo y la ortodoxia, según el sociólogo James Davison Hunter, o progresistas secularistas y tradicionalistas, según otros observadores.
Yo vengo sosteniendo que la batalla cultural es entre las democracias republicano-liberales y las variantes marxistas o sus derivaciones (antiliberales, en mayor o menor medida). La batalla cultural se libra para ganar el poder a través de la cultura y no a través de la razón. Quien plantea la batalla en primer lugar es el marxismo de Antonio Gramsci quien la propone como la estrategia central conducente a ganar la influencia social y electoral necesaria para derrotar al sistema político liberal vigente —mayoritariamente— en Occidente. Luego, tardíamente, viene la reacción defensiva liberal de aceptar la batalla, antes desdeñada por inconducente o irracional.
Si hablamos de batalla cultural, entonces, parece esencial caracterizar las posiciones antagónicas y lo que está en juego. De modo que los lectores puedan elegir el lugar en el que se ubicarán. No da lo mismo adoptar un lugar u otro. Porque, en cualquier caso, el diferendo político del cual hablamos no es para los ciudadanos un mero entretenimiento sino una cuestión seria que definirá sus respectivos futuros. Abstenerse en esa contienda, hoy lo sabemos, es lo mismo que adoptar el hábito del avestruz ante una amenaza y meter la cabeza en un hoyo.
No pretendo abundar en esta carta sobre el fondo del diferendo. Apenas digo que se enfrenta el modelo que ha permitido los avances sin precedentes que las sociedades occidentales han venido disfrutando desde la abolición en Europa del sistema feudal y monárquico, con un modelo que propone lucha en lugar de cooperación, porque no admite las desigualdades, ni siquiera aunque estas sean en beneficio de los actualmente más débiles, ni tengo interés en defender las libertades de los individuos, emblema si los hay del sistema actual. Podría decir que estoy convencido —en base a argumentos detalladamente analizados— que se pretende cambiar lo bueno por espejitos de colores que solo empeorarán las cosas. Y podríamos seguir y sería bueno que lo hiciéramos. Pero dejémoslo para otra instancia.
En esta pretendo comentar el editorial de referencia, que en suma nos habla de diferentes maneras de perder la batalla cultural, al parecer, sin alinearse de un lado o del otro, sin elegir un bando. Nos proporciona una treintena de maneras y concluye que “la batalla cultural se pierde cada vez que el sentido crítico agoniza bajo el peso de la reacción automática y los barnices de la mística”.
Y parece sugerir que la batalla cultural la perdemos todos.
Es en esto que quisiera detenerme. Con una premisa como la anterior, no cabe otra conclusión que la de que la batalla cultural es un sinsentido. Pero yo no creo que lo sea.
Es cierto que en las batallas ambos bandos suelen tener pérdidas. Pero lo que se necesita tomar en consideración son las pretendidas ganancias. Por estas es que alguien en su sano juicio se embarca en batallas, que esperemos sean solo argumentales. Esta persona está dispuesta a asumir costos en pos de lograr beneficios más significativos. Nuestros viejos próceres estaban dispuestos a derramar sangre e incluso a morir, en pos de la obtención de sus ideales de vida, en ese tiempo: la libertad para su pueblo del yugo extranjero. Hoy, considero, la lucha sigue siendo la misma, o similar: entre la libertad de los individuos y el despotismo (de otros individuos o grupos de ellos). Solo que las razones de la contienda vienen disimuladas de mil y una maneras.
Así, pues, la batalla cultural se libra si no hay otra forma de evitar los perjuicios que de otro modo se generarán. Y no lo hay, porque quien la inició ya hace tiempo que ha lanzado un ataque cuyos efectos están entre los que Larroca bien detalla. Y si no hay defensa, los perjuicios se acumularán. A ese que la inició no le interesan las pérdidas porque considera que no tiene mucho para perder. O porque imagina una recompensa tan enorme que bien vale cualquier pérdida (a esta recompensa podemos llamarle utopía). Ciertamente no lo convenceremos con razones, que ya se le han dado hace cientos de años, e incluso con muestras concretas de beneficios, que nunca le resultarán suficientes. En esta batalla, más que en ninguna otra, el que calla (y se abstiene), otorga. Y ya se le ha otorgado mucho al belicoso iniciador Larroca. Lamentablemente no queda otra que aceptar el convite y responder. Alcanza con usar las armas de la razón. Estas son menos potentes aunque de efecto más definitivo que las armas del adversario: la seducción para la conquista de las emociones. Pero no queda otra: no queremos hacer lo mismo que criticamos del adversario político.
La batalla cultura se pierde si no se la da. Y es en esa situación que realmente perdemos todos. El único antídoto es darla, y ganarla. Razones para darla y ganarla, sobran.
Leonardo Decarlini
Licenciado en Filosofía