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    La guerra contra Artigas

    POR

    Sr. Director:

    Cuando la pandemia, todos los países subieron a la web sus textos de estudios y a los navegantes de altura nos dejó ver panoramas que no sospechábamos. Desde las novedades en alta ciencia de las escuelas de Singapur y Corea del Sur, que ha puesto a estas naciones en la punta de la tecnología, además del estricto apego a reglas de valores morales irrenunciables, hasta poder entrar a los textos de historia de nuestros vecinos de Brasil, primero en los textos de secundaria y, profundizando, hasta los mismos textos de historia de la Escuela Superior de Guerra del Ejército de Brasil.

    Y allí encontramos una visión que muchos no teníamos, aunque yo lo había aprendido de pequeño cuando mi madre Blanca Berretta ganó un concurso de Primaria sobre la historia del chasque de Artigas, Francisco de los Santos, que en 1820 atravesó a caballo desde el Uruguay a Río de Janeiro para llevar los 4.000 patacones que pagaron el rescate de Lavalleja, Otorgués y Bernabé Rivera, secuestrados como rehenes en la isla de las Cobras en la bahía de Guanabara.

    Aún hoy, la historia de la invasión luso-brasileña se llama en Brasil la guerra contra Artigas. Y se enseña que la frontera natural del Brasil es el Río de la Plata, donde termina el escudo brasileño.

    La guerra contra Artigas comienza en 1816, cuando Inglaterra pide a la triple alianza de Rusia, Prusia y Austria, que derrotó a Napoleón, permiso para que Portugal ponga orden en la colonia española asolada por el bandido Artigas, que no deja vivir tranquila a la gente honrada, con asaltos, robos y abusos. Amigo de indios, africanos y mulatos. Y, todavía, republicano y amigo de Jefferson y los padres de la Revolución norteamericana.

    Con eso, y financiados por agentes ingleses y por especuladores, las tropas de Portugal y las legiones europeas invadieron. Después de años tristes, Lavalleja, con la ayuda de Rosas, levantó la bandera de la libertad, y hasta que en 1828 Brasil sufrió la peor derrota de su historia con 3.000 bajas. Pero no terminó ahí, la guerra contra Artigas queda abierta hasta hoy en los libros brasileños, no se puso el punto final.

    Cuando en 2010 conseguimos con el Bepfa Bank de Alemania, la empresa italiana Ghella, el financiamiento para un proyecto de puerto oceánico en la boca del Río de la Plata, con números favorables para toda la región, el gobierno de Mujica hundió la iniciativa privada. La razón principal fue que ese gobierno dijo que el gobierno de Brasil no toleraría un puerto que sería una gran competencia para el Puerto de Río Grande.

    Un año después, con una iniciativa desde Canadá, con el apoyo de dos de las mayores empresas de ingeniería, presentamos otra iniciativa para un cruce de Nueva Palmira a Zárate.

    La viabilidad técnica, económica y ambiental eran muy buenas, y la Cancillería argentina veía en ello una oportunidad para un cruce Pacífico-Atlántico de Valparaíso a Montevideo mucho más corto que el planteado por Brasil más al norte. Pero el gobierno de entonces hundió la iniciativa. Porque Brasil no lo iba a querer, otra vez.

    Lo mismo que cuando Brasil construyó el faro de la isla de Flores, en la ocupación, y se cobró con los territorios gauchos de Río Grande del Sur, Santa Catalina y Paraná. Botines de la guerra contra Artigas.

    Hoy vemos en la reunión del G20 que Brasil invitó a los presidentes de Chile, Bolivia, Paraguay. ¡Se olvidó de Uruguay!

    En la diplomacia brasileña, eso no es olvido. Recordemos eso y los negociados que maquinaron Lula y Mujica, que nos costaron millones y oportunidades perdidas: el Puerto de Gas Sayago y la regasificadora, los parques eólicos conjuntos con una empresa sancionada en la India por corrupción, los puertos de la laguna Merín desahuciados y otros que no sabemos todavía.

    Es que sigue la guerra contra Artigas, y un presidente de la talla del presidente de Uruguay no lo quería Lula para que no le hiciera sombra.

    Para cumplir, cumplir con la patria, hay que poner siempre a Uruguay primero.

    Ing. José Martín Zorrilla