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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáRecientemente, un grupo de docentes de la Facultad de Derecho de la Udelar levantó su voz cuestionando que algunos magistrados judiciales se hayan enrolado o vinculado a una organización, el Comité Panamericano de Juezas y Jueces por los Derechos Sociales y la Doctrina Franciscana (Copaju). Los objetores han postulado que ello supone una inadmisible politización de la Justicia, que debe ser condenada.
En homenaje al aprecio y consideración que tengo de varios colegas que han censurado este accionar, expongo algunas ideas en torno al tema, en la seguridad que una discusión —lo más densa posible— nos aproximará a la mejor comprensión del problema.
Se trata, según lo informado por Búsqueda, de una organización laica impulsada por el papa Francisco, cuyo objeto central es la lucha contra la pobreza estructural.
Sobre la denunciada politización de la Corporación de jueces cabe señalar lo siguiente.
La expresión politización de los jueces encierra una idea completamente extraña a nuestro sistema constitucional, impulsada por los teóricos del derecho público francés, con el designio de mantener al plan revolucionario indemne a la fiscalización judicial, sea de leyes o de actos administrativos, cuyo control en Francia recayó en órganos no judiciales.
Ahora bien, en el constitucionalismo americano, jamás se planteó esto. A principios del siglo XIX la Corte Suprema federal americana declaró —ante el silencio del constituyente— la inconstitucionalidad de las leyes y, con esa integración, se hizo famoso el giro idiomático del juez John Marshall, al describir la posición institucional de la Justicia, con el expresivo giro “la rama judicial del gobierno”.
Es decir, Marshall sentía la necesidad de proclamar que la Justicia también gobierna. Y, a partir de estas ideas, el eminente Justino Jiménez de Aréchaga (en su Teoría del Gobierno) afirmó que el Judicial, al investir el ejercicio predominante de una función jurídica, gobierna.
Entonces: esa idea de que lo político mancha o contamina o ensucia al puro y aséptico magistrado es completamente absurda.
La Constitución es un acto cien por cien político, su interpretación es igualmente política. Y, entonces, el sistema orgánico llamado a defender la integridad de ese proyecto político de convivencia que es la Constitución está llamado a hacer política. Él debe (no es que meramente puede) hacer política, le exigimos que se “empape” de la politicidad encaminada a motorizar los ideales de la Constitución. Y debemos condenar su neutralidad o ajenidad respecto a esas ideas políticas cruciales. Por consecuencia, esa asepsia o neutralidad de los jueces, presentada como que ella fuese una virtud, encierra una idea funesta. Una jurisdicción “retirada” de la escena política, que deja al Ejecutivo y al Parlamento la zona “liberada” de todo control de constitucionalidad en su obrar, es un desastre que cobra, como primera víctima, a la supremacía de una Constitución rígida aprobada directamente por la nación soberana.
Por lo demás, la falta de respuesta de los clásicos poderes políticos (Ejecutivo y Legislativo) ha derivado en que sean los sistemas judiciales los que estén lidiando con problemas sociopolíticos delicadísimos (por caso, matrimonio homosexual, aborto, eutanasia, igualdad racial, medioambiente, maltrato a los presos, acceso a prestaciones sanitarias onerosas). Por tanto, y cito textual a Néstor Pedro Sagüés: “(...) el perfil político del Poder Judicial, antes negado, hoy está admitido” (El tercer Poder. Notas sobre el Perfil político del Poder Judicial. Presentación XXV).
Examinando los ideales que propugna este agrupamiento Copaju se visualiza el compromiso con la lucha activa, desde el derecho, contra la pobreza estructural.
Y la pobreza, más allá de que pueda ser examinada desde el campo de los derechos humanos como vulneración gravísima (fundamentalmente desde el prisma de la igualdad) es, ante todo, un atentado mortal al sistema democrático. Y ello por diversas consideraciones filosófico-políticas. Ese ideal o summum del autogobierno colectivo, como proyecto político, se frustra definitivamente cuando un grupo importante está literalmente excluido del ágora, privado del goce de bienes básicos ligados a la dignidad humana, librando una batalla diaria por la sobrevivencia buscando alimentos en la basura.
Por consecuencia, defender la democracia es combatir muy en serio a la pobreza, y es exigir al poder público medidas eficaces tendentes a su reversión. Gargarella, al comentar un fallo de la CSJN que se desentendió de la fiscalización de una grave medida adoptada en la Provincia de La Rioja (que alteraba las reglas de juego democrático), apelando al argumento que —de hacerlo— se estaría ingresando en una indebida politización de la justicia, escribió: “Advertir que la Corte habla de la ‘judicialización de la política’, y de las ‘controversias’ que se generan en estos casos resulta escalofriante. Estamos frente a un conflicto político grave, por lo cual el presupuesto —nuestro punto de partida— es que estamos frente a una ‘controversia’ grave que ‘dejará conformes a unos y disconformes a otros’. Éste es el supuesto del caso, que da lugar a la intervención del tribunal, y no una razón para que se retire del juego! El uso de la idea de la ‘judicialización de la política’ resulta particularmente llamativa e inapropiada, en este nivel de la reflexión jurídica. Cómo vamos a plegarnos al uso de un concepto tan impreciso, cuando lo único que importa, en casos como este, no es si el tribunal es activo o no, si judicializa o politiza, sino si le corresponde intervenir o no? Y debiera ser obvio, por el mismo modo en que el tribunal lo ha reconocido muchas veces en fallos anteriores, que en estas cuestiones la intervención de la justicia es indispensable y urgente. Si hubiera una sola línea de casos en la que la intervención judicial debiera considerarse exigible, ella es la relacionada con la protección irrestricta de las reglas del juego democrático”.
No puede haber ideal político constitucional cuya defensa y promoción no incumba a la magistratura. Y la pobreza (como la intangibilidad de la dignidad humana, el cuidado del medio ambiente o la lucha contra la corrupción), en tanto escollo de la efectividad del modelo político que pone en manos de la gente la resolución de los asuntos públicos más encumbrados, exige una militancia y un compromiso en su contra.
Pensar que la Constitución inhibe semejante accionar es una abierta contradicción en los términos. La Constitución exige a los jueces militancia en favor de sus postulados ideológicos y cualquier renuncia (aun revestida de una neutralidad que pueda resultar atractiva) es un drama. El día que se generalice la idea conforme la cual el cuerpo de magistrados no debe militar activamente (en su faena diaria) en contra de la pobreza o cualquier otro ideal democrático esencial, se habrá perdido la más importante de las batallas.
Que ese emprendimiento (que es laico) se haya activado por el papa Francisco (que, además de ser líder religioso es un líder político) no puede comprometer el principio de neutralidad religiosa del artículo 5 de la Constitución.
El papa Bergoglio ha patrocinado, desde un sitial ecuménico, llamando a gentes de las más diversas extracciones políticas, filosóficas y religiosas, a militar causas comunes (es su tesis sobre la sociedad como un poliedro, con caras diversas que convergen). Y así ha auspiciado, por ejemplo, la cuestión medioambiental con su llamado al cuidado de la Casa Común, en que han intervenido personalidades que, notoriamente, no son religiosas (por caso, Luiggi Ferrajoli que, por cierto, no es creyente, empero aceptó “pensar” los problemas acuciantes del planeta junto a otros, entre ellos el papa Francisco, en su notable propuesta de Una Constitución de la Tierra). También el papa Francisco lidera actividades a favor de la humana recepción de los migrantes africanos en Europa, muchos de los cuales mueren en las aguas del mar Mediterráneo (y aquí de nuevo lo hace con gentes diversas, no conformando una agrupación católica).
Sin ignorar nuestras diferencias y desacuerdos, es hora de trabajar por la defensa de ideas comunes ínsitas en la Constitución. Y es irrelevante que, entre los promotores de esas ideas políticas, haya ateos, nihilistas, agnósticos, neocomunistas, católicos, judíos, protestantes o musulmanes.
Lo saluda atentamente.
Daniel Ochs Olazabal