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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáDurante años, Uruguay se contó a sí mismo una historia confortable: la del oasis del sur, la democracia más estable, el país distinto. Nos convencimos de que los males de la región —narcotráfico, corrupción, violencia— eran ajenos. Pero el relato se quebró. Hoy el crimen organizado no toca la puerta: vive adentro. Controla barrios, penetra instituciones, corrompe voluntades y desafía al Estado. Uruguay dejó de ser país de tránsito para convertirse en territorio de disputa. Y cuando el miedo ocupa el lugar de la ley, el Estado deja de gobernar: apenas sobrevive.
El atentado con granada contra la fiscal general interina, Mónica Ferrero, no fue un hecho policial más, sino una advertencia mafiosa. El crimen ya no teme a la Justicia: la desafía. Lo verdaderamente inquietante es la tibieza política ante semejante señal. El narcotráfico no avanza solo por su poder económico, sino por el silencio de quienes deberían enfrentarlo. La indiferencia es su mejor aliada.
Las cifras hablan: Uruguay tiene más de 600.000 armas registradas, el triple que hace una década. Los homicidios vinculados al crimen organizado aumentan, y el Puerto de Montevideo se ha vuelto un punto clave del tráfico internacional de cocaína. Esa realidad no surgió de golpe: fue el resultado de años de omisiones y discursos cómodos. Lo más peligroso no es la violencia, sino su normalización. Ese “ya nada me sorprende” que se repite en las charlas cotidianas es la verdadera derrota cultural. Cuando una sociedad se acostumbra al miedo, la democracia empieza a apagarse.
Los narcos no solo venden droga: gobiernan territorios, reparten ayuda, compran lealtades. Allí donde el Estado se ausenta, ellos ocupan su lugar. Y cada vez que un joven aprende que el dinero rápido vale más que el esfuerzo, la República pierde una generación. Esa es la derrota moral que nos carcome.
Mientras tanto, la política parece moverse entre la parálisis y la excusa. Algunos culpan al pasado, otros prefieren negar el presente. Pero el crimen no distingue partidos: se infiltra donde hay debilidad. Uruguay necesita una política de Estado en seguridad y, sobre todo, dirigentes con coraje. Porque la seguridad no es solo técnica: es una cuestión moral. Un país que no garantiza justicia ni orden deja de ser batllista. El batllismo fue la civilización frente al desamparo; hoy, la indiferencia es la nueva barbarie.
Lo que enfrentamos no es una guerra contra las drogas, sino una batalla por el alma del país. Y vencerla exigirá liderazgo y coraje: el coraje que siempre fue una virtud colorada. Si el Uruguay del orden y la justicia social quiere sobrevivir al país del miedo, deberá volver a abrazarlo. De lo contrario, el oasis será apenas un recuerdo, y la República —esa obra colectiva que heredamos de nuestros mayores— se habrá perdido, en silencio, entre la costumbre y el miedo.
Matías Guillama Vidal