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Tardé mucho en entender que Jimmy Carter era un pragmático, que sabía que la democracia no era perfecta, y que dedicaba tiempo y sus esfuerzos en el intento de mejorarla; tardé en entender el concepto del fracaso como “riesgo aceptable”
Murió Jimmy Carter, tenía 100 años y era una leyenda. Acá podría decir que lo conocí personalmente, que la primera vez que lo vi fue en el referéndum revocatorio contra Hugo Chávez en 2004. Pero no tengo pruebas porque la foto que pensaba sacarme con él en las oficinas del Centro Carter no pudo ser: éramos demasiados y yo tenía poco tiempo.
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Había ganado la presidencia de Estados Unidos en pleno desarrollo de la Guerra Fría, en un contexto de desaliento popular por la guerra de Vietnam y la crisis del petróleo de 1973, y, para colmo, se vivía una espiral inflacionista sin precedentes. Fue, sin dudas, uno de los mandatos más complejos de la historia de su país.
No se pareció a sus predecesores ni a los que vendrían después. Destacó en la búsqueda de la paz y en la promoción de los derechos humanos, fue el artífice de los tratados del canal de Panamá y de los acuerdos de paz de Camp David por los que Egipto e Israel pusieron fin a 31 años de guerra, del tratado de SALT II con la URSS (Limitación de Armas Estratégicas) y del establecimiento de relaciones diplomáticas con la República Popular China. También dio empuje a la política energética, a la educación y al sistema de seguridad social. Sin embargo, tuvo que lidiar con una economía en decadencia, con la inflación y el desempleo, y el trecho final de su mandato se ensombreció con la crisis de rehenes en Teherán. Con relación a Uruguay, condenó pública y privadamente los abusos a los derechos humanos, apoyó a los grupos de la oposición y logró que Washington recortara la ayuda al Ejército uruguayo.
Pero el suceso que voy a relatar tuvo lugar el viernes 20 de abril de 1979, mientras era presidente y pasaba unos días en su ciudad natal, Plains (estado de Georgia). Carter aprovechó el viaje para ir de pesca a un pantano y, según contó después a sus allegados, un conejo más grande de lo normal se acercó nadando hasta la canoa. El animal, según su propio testimonio, iba resoplando amenazantemente en dirección a la embarcación, mostraba sus dientes y los orificios nasales se veían totalmente dilatados. El presidente se puso a dar golpes al agua con un remo, y así logró que el animal se alejara. Su relato fue recibido con escepticismo, y uno de los miembros del staff de la Casa Blanca llegó a comentar que “todo el mundo sabe que los conejos no nadan”. Tal vez molesto por los comentarios, Carter recurrió a un fotógrafo de la Casa Blanca que había hecho algunas tomas que, una vez reveladas, efectivamente, lo muestran con el remo en alto y haciendo frente a algo que se mueve hacia al bote. Se ampliaron las imágenes y se vio que sí era un conejo. La anécdota podría haber quedado en eso, pero se filtró y se convirtió en un símbolo de una presidencia que, a pesar de los logros internacionales, se percibía cada vez más débil dentro del país.
Fue Jody Powell, el secretario de prensa del presidente, el que comentó el incidente con Brooks Jackson, periodista de la agencia de noticias Associated Press. Meses después, The Washington Post publicó la noticia, que tituló “Bunny Goes Bugs: Rabbit Attacks President”. El tono era jocoso, burlón, y la nota iba acompañada de una ilustración en la que aparecía Carter sobre una barca, remo en mano y, emergiendo desde las profundidades, un conejo de enormes dimensiones. El dibujo era un guiño al cartel de la película de Steven Spielberg, Tiburón. Desde entonces el hecho sería conocido como “el ataque del conejo asesino” o, simplemente, como el Rabbitgate. Y así, una historia destinada a no tener consecuencias, terminó siendo tema de programas nocturnos y revistas de chismes, pero, sobre todo, contribuyó a consolidar la percepción de que Carter era manso, débil y cobarde. “Fue una metáfora perfecta para un presidente que no era visto como fuerte ni enérgico en ese momento”, dijo Jackson.
Por supuesto, el equipo electoral del candidato republicano, Ronald Reagan, su oponente en las elecciones presidenciales de noviembre de 1980, utilizó el tema durante la campaña y convirtió el incidente en artillería pesada para burlarse de la desafortunada y débil gestión del presidente.
Carter tardó en hablar del tema, y uno puede entender su reticencia frente al recuerdo de un incidente menor que contribuyó a dejarlo sin la reelección. No fue sino hasta 2011 que pudo reírse públicamente del asunto. “A mí no me pareció divertido, pero a todos los demás sí. Se convirtió en la noticia número uno en todo el mundo: el presidente Carter, que ya está asediado, no puede conseguir lo que quiere y hasta le teme a los conejos”, dijo.
Más allá de la anécdota puntual, sus detractores acusaron al presidente de no haberse mostrado “suficientemente anticomunista” ante la opinión pública, y tal vez la eliminación de una parte del bloqueo económico a la Cuba de Fidel Castro y los Tratados Torrijos-Carter, por los que se establecía la soberanía panameña del canal oceánico, hayan colaborado a debilitar su popularidad interna. Mientras tanto, y como gran paradoja, su fama internacional no paraba de crecer.
Y así fue que, después de su fracaso en las elecciones frente a Ronald Reagan, dio forma y continuidad a su compromiso con los derechos humanos y la democracia. “Cuando dejé la Casa Blanca era un hombre bastante joven y me di cuenta de que quizá me quedaban 25 años más de vida activa —explicó en 2002— así que aprovechamos la influencia que tenía como expresidente de la nación más grande del mundo y decidimos llenar vacíos”. Lo hizo con su esposa a través de la fundación Centro Carter y pasó décadas viajando por el mundo para observar elecciones, promover los derechos humanos y dar asistencia sanitaria y alimentos en países que los requerían. Es interesante destacar que el Centro Carter apunta a atacar problemas complejos y reconoce la posibilidad del fracaso como un “riesgo aceptable”.
La segunda vez que vi a Carter fue en Nicaragua en 2006, en el curso de unas elecciones de las que saldría triunfador el hombre que hasta hoy no se ha movido de la presidencia. Y lo volví a ver, ya por última vez, al mes siguiente de ese año y en las polémicas votaciones que ganó Chávez. Pero a pesar de que el norteamericano era un hombre accesible, a pesar de que todos le pedían fotos, yo no volví a hacerlo porque me sentía defraudada con el trabajo de su organización. Tardé mucho en entender que Carter era un pragmático, que sabía que la democracia no era perfecta, y que dedicaba tiempo y sus esfuerzos en el intento de mejorarla. Tardé en entender el concepto del fracaso como “riesgo aceptable”.
Lo vi claro mucho después, cuando leí Una vida plena, su autobiografía. Allí dice que está en paz con sus logros y, sobre todo, que está en paz con las metas que no ha podido cumplir. Descubrí en sus palabras una honestidad que no veo en la mayoría de los políticos: reconocer los reveses, los fallos, y dejar así marcado el camino que queda por andar. Recordé entonces aquellas elecciones en Venezuela, en Nicaragua, pensé en la decencia de reconocer los objetivos que no se alcanzaron, de señalar los errores. Lo que queda por hacer.
Murió Jimmy Carter, tenía 100 años y fue un hombre capaz de asumir sus fracasos, un hombre que finalmente fue capaz de reírse del ataque de un conejo republicano.