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    Con todas las letras

    No tendría que ser un problema. Ni siquiera debería formar parte de la discusión política. En un país en serio, con una democracia consolidada luego de cuatro décadas ininterrumpidas y con un sistema político maduro y partidos con mucha historia, hay cuestiones que no se deberían poner en duda.

    Una de ellas, de las principales, es el valor de la democracia y de la rotación de partidos en el poder. Por más que se pueda aducir que cada realidad es distinta, que es preferible no inmiscuirse en las cuestiones de otros países y que todos los pueblos tienen el derecho a elegir cuál es la mejor forma en la que quieren ser gobernados, hay algunos asuntos que son intolerables para los que están en contra de las tiranías.

    Si un solo gobernante, sea de la orientación ideológica que sea, se mantiene en el poder durante décadas y, por más que convoca a elecciones, siempre las gana aplastando o inhabilitando a la oposición, lo que está haciendo es encabezando un régimen autoritario o, en palabras más directas, una dictadura.

    Si un país mantiene en la cárcel a personas solo por el hecho de pensar distinto, si sus autoridades persiguen a todos los dirigentes políticos que osan discrepar con el oficialismo, si el Estado instala un sistema de vigilancia para neutralizar cualquier tipo de disidencia, lo que hay en ese lugar es una dictadura.

    Si millones de ciudadanos de un país deciden emigrar ante la falta de oportunidades y ante la imposibilidad de que se desarrollen cambios que lleven a que la situación económica mejore y que eso les permita realmente desarrollarse, y encima son acusados de apátridas, es la realidad la que se está imponiendo.

    Si por encima de los derechos humanos y de la libertad individual se ponen lo valores de “la revolución”, o el “socialismo del siglo XXI”, o cualquier otro tipo de entelequia y además se le asigna la culpa de todos los males al “imperio”, al poder extranjero, a las multinacionales, a la “derecha continental”, o a cualquier otro tipo de supuesto gigante invencible, eso es una prueba más de lo difícil que resulta tapar que el régimen de ese país, además de ser una dictadura, se está cayendo a pedazos.

    Todo eso es Venezuela desde hace más de dos décadas. Primero, a través del liderazgo mesiánico de Hugo Chávez y luego con su heredero Nicolás Maduro —que ni se acercó a su maestro— y todos sus secuaces en el poder, que se dedican a intentar perpetuarse pase lo que pase, por más que el país esté a punto de estallar. Tanto tiró de la cuerda Maduro que hoy ya está rota. Fueron los venezolanos los que le dijeron "basta", aunque él y sus más fieles colaboradores hayan tenido que hacer un fraude para negarlo.

    Juega también a favor una presión internacional que se hace cada vez más fuerte. En especial, de la región y de países que antes habían funcionado como aliados del régimen venezolano, como Brasil, Chile y Colombia. Lástima que las opiniones no son tan unánimes en el Frente Amplio. No solo eso, sino que el Movimiento de Liberación Nacional (MLN-Tupamaros) hasta utilizó la palabra ejemplar para referirse a las elecciones del domingo en Venezuela.

    Es un hecho que el régimen de Chávez primero y de Maduro después ayudó económicamente a la izquierda uruguaya a llegar al poder y también lo hizo cuando estaba en el gobierno. Favores con favores se pagan, dicen, pero todo tiene un límite y la defensa de los derechos humanos no debería ser negociable por dinero. No hay derechos humanos de izquierda o de derecha ni dictaduras buenas.

    Tendría que hablar con mucha más claridad de estos asuntos el Frente Amplio en su conjunto. No es concebible que pretenda volver al gobierno sin animarse a condenar a las dictaduras del continente. No es un tema para nada menor, hace la diferencia. No más dictaduras, en ningún lado. Cuando lo digan con todas las letras y en referencia a todas ellas, no importa del color político que se pinten, dejarán de cargar con ese manto de duda que tanto daño les hace.