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Allá por 2017, cuando me enfrenté a la tarea de escribir la primera de estas columnas y, dado que jamás había escrito una, la cabeza se me llenó de dudas: ¿estaba capacitado para la tarea? ¿Era capaz de construir argumentos razonables y claros? ¿Era capaz de abarcar y ser comprensible? Con todo esto en mente decidí mostrarle la columna ya escrita, pero aún sin publicar, a la persona que, estaba seguro, iba a ser finamente crítica sin usarme de punching ball y sin tampoco pasarme la mano por el lomo. Alguien que, así lo necesitaba, tenía que ser ecuánime y honesto.
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Esa persona era Jorge Coco Barreiro. Y, efectivamente, fiel a su insobornable honestidad intelectual, después de decirme que en líneas generales estaba de acuerdo con lo que yo escribía, pasó a desgranar todos los problemas que veía en mis argumentos. Y hasta le dio tiempo para señalarme que no existe el status quo, sino el statu quo. El querido Coco falleció el pasado 2 de agosto, víctima de un cáncer que terminó con él en poco más de un año. Una pena inmensa para sus familiares y amigos, pero también para todos aquellos que, sin conocerlo en persona, ya no van a tener la posibilidad de leer todo el material profundo, inteligente y fresco que su brillante cabeza era capaz de producir.
Periodista de profesión, en su temprana juventud el Coco fue integrante del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T). Exiliado en París, muy pronto revisó los conceptos que lo habían llevado a integrar ese movimiento y los abandonó. Cuando lo conocí, hace poco más de 10 años, el Coco era un estudioso de la democracia y de la convivencia en su seno. Pero no era solo un estudioso que se ganaba la vida como periodista, era un intelectual en el sentido de que sus opiniones tenían como intención incidir sobre la realidad colectiva. Y sabiendo las implicaciones que esa incidencia podía llegar a tener, era exquisitamente ajustado en cada una de sus conclusiones. En ese sentido, el Coco era radicalmente autocrítico: jamás dejaba caer una afirmación que no tuviera un argumento razonado y razonable detrás.
Algo que caracterizaba el pensamiento de Barreiro era su capacidad de lanzar miradas de largo aliento en donde solemos ver fragmentos contradictorios de presente. Por ejemplo: ¿cómo se explica que algunos de los sectores más estruendosos del feminismo actual se autoperciban aliados del peor conservadurismo islámico y reivindiquen el uso del velo como una “diferencia cultural” y no como la imposición que es para las mujeres que no quieren usarlo mientras, al mismo tiempo, consideran la opción de usar bikini una imposición patriarcal intolerable? O: ¿cómo es posible que gente que se considera de izquierda antiimperialista aplauda a un autócrata homófobo, violento y de la derecha más rancia como Putin, cuando invade un país vecino?
Charlando de esto con el Coco recuerdo que fue el primero a quien le escuché aventurar una hipótesis razonable ante tanta falta de lógica: más allá de que sus objetivos políticos finales suelan ser, en muchos casos, excluyentes, lo que explica esas alianzas, que se van construyendo sobre la marcha y sin que nadie allí explique de manera cabal sus cabriolas retóricas, es el desprecio radical hacia el proyecto ilustrado de la modernidad. Algunos llegan allí desde posiciones abiertamente premodernas, como Putin o el islamismo radical. Otros desde la posmodernidad relativista más absurda, como ese feminismo y esa izquierda que parecen estar a punto de declarar que los derechos humanos son una imposición colonial del hombre blanco y que, por tanto, no son exigibles fuera de Occidente. No se me ocurre ninguna idea que pueda subestimar más a los no occidentales, pero, bueh, el relativismo cool es así. Tan así que los derechos humanos empiezan a parecer opcionales, incluso dentro de Occidente, cuando quien los viola es alguien a quien se percibe como “de los míos”.
Algo que solíamos discutir con el Coco era si el eje izquierda vs. derecha era el único o siquiera el más importante a la hora de intentar explicar las aristas conflictivas de la realidad. Porque en el fondo ese es el papel del intelectual honesto: intentar aportar algo de luz para pensar los conflictos en vez de sumarse a las modas ideológicas de turno y, desde ese cómodo altarcito, ponerse a lanzar anatemas. Creo que resumo bien lo que alguna vez charlamos cuando digo que el eje izquierda y derecha sirve para explicar algunas cosas de la realidad, porque siempre habrá quien crea que el Estado debe ser un ente que contribuya a la redistribución de la riqueza y quien crea que esto debe quedar librado en exclusiva a las dinámicas de mercado.
Sin embargo, ese eje no sirve para explicar cómo es que un presidente de izquierda como Boric ha asumido una postura claramente crítica con la dictadura de Maduro (¿ya la podemos llamar dictadura o tenemos que seguir esperando?), mientras que Lula, Petro y López Obrador, también de izquierda, se han dedicado a lanzar eufemismos legalistas que sirven para que el régimen venezolano compre tiempo e intente enjuagar su evidente fraude electoral. El eje ahí es claramente otro: demócratas que confían en los mecanismos de las democracias liberales que los han hecho presidentes vs. autoritarios que creen en un modelo social iliberal en el que el reparto de poderes existente en las democracias actuales es apenas un corsé molesto del que hay que desprenderse para ser, por fin, otra “democracia diferente”. Confirmando el argumento, esas dos vertientes también existen en la derecha.
Una idea iluminadora que me dejó el Coco: tu posición frente a un régimen político depende menos de los logros y/o desmanes de ese régimen que de cuánta biografía tenés invertida en su defensa. Esa era la razón por la cual (para el Coco y también para mí) resulta imposible para una parte no despreciable de la izquierda actual cuestionar el régimen cubano. Llegada cierta edad, se hace difícil reconocer que estuviste equivocado un montón de años, que quizá no es tan evidente que estás del lado correcto de la historia, que quienes estaban en la vereda ideológica de enfrente siempre tuvieron alguna cuota de razón. Que nunca el 100% de esa razón cabe dentro de una única opción ideológica.
Otra idea que apareció en varias de las buenas charlas que tuvimos (siempre bien regadas con cerveza) es la de que uno debe reconocer al rival ideológico la misma lealtad con sus ideas que uno cree tener con las propias. Que sin ese reconocimiento no existe intercambio democrático posible. Que si no se entra en la charla pública con la idea de que uno puede ser convencido por los argumentos del otro, eso no es una charla, sino un catecismo. Ese acto de reconocimiento del otro y la idea de que quizá uno puede estar equivocado son justamente las razones por las cuales el Coco Barreiro pasó del MLN-T en su juventud a la defensa irrestricta de las libertades democráticas en su madurez. Ese constante revisar el ideario propio en vez de dejarlo anclado, como si hacerlo tuviera algún mérito, en lo que uno pensaba a los 19 años y apenas se abría al mundo. La pucha, Coco, cómo nos vas a hacer falta para ayudar a pensarnos.