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La vida en el Olimpo se puede volver muy aburrida. Por eso, cada tanto, y solamente para divertirse, los dioses juegan a los dados con nuestro destino y construyen escenarios intrincados para poner a prueba nuestro ingenio. El 27 de octubre, en ese sentido, no lo podrían haber hecho mejor. Dejaron al Frente Amplio con mayoría en el Senado, distribuyeron las bancas de diputados de modo que ningún bloque tenga mayoría y, agregando una cuota de humor negro adicional, le permitieron acceder a Gustavo Salle a la Cámara de Representantes. El entretenimiento está asegurado.
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Dado este panorama, la política uruguaya ya no será la misma. Durante dos décadas, y salvando el brevísimo lapso en el que el Frente Amplio perdió la mayoría en Diputados por el alejamiento de Gonzalo Mujica, el presidente tuvo mayoría en ambas ramas del Parlamento. La gobernabilidad, en esencia, dependió de la capacidad de acordar dentro de cada bloque. La búsqueda de acuerdos más amplios (entre bloques) fue la excepción. Durante los próximos cinco años, con independencia de quién termine ganando el balotaje, deberá ser la regla.
Nadie la tendrá fácil. Pero es obvio que, llegado el caso, será más difícil construir mayorías en el Parlamento para Álvaro Delgado que para Yamandú Orsi. El Frente Amplio (FA) enfrentaría un desafío más sencillo: controla nada menos que el Senado. Que esto es una ventaja es tan evidente como que 48% es más que 44%, como dicen los líderes de la coalición republicana cuando se refieren a sus chances en el balotaje. De todos modos, la gobernabilidad no será simple para ninguno de los dos posibles presidentes. Tanto Delgado como Orsi son personas dispuestas a cruzar fronteras. Los dos tienen credenciales como negociadores. Orsi, como intendente. Delgado, más como senador que como secretario de la Presidencia. En cualquier caso, como le gusta decir a Andrés Danza, ambos son de la escuela de Alejandro Atchugarry. Pero, con independencia de buenas intenciones y talantes personales, no será sencillo para ninguno de los dos encontrar eco del otro lado. Dos décadas de guerra fría, de bloque contra bloque, no pasaron en vano.
Gane quien gane, durante los próximos cinco años penderá sobre la política uruguaya la amenaza del bloqueo. El riesgo está. Ya hemos tenido escenarios de ingobernabilidad, que fueron manejados de modos diferentes. El primer antecedente significativo es la crisis política de comienzos de la década de los treinta del siglo pasado. El presidente Gabriel Terra, en un tiempo de crisis económica, no toleró tener las manos atadas por el diseño institucional de la Constitución vigente (el recordado Ejecutivo bicéfalo). Disolvió las cámaras y convocó a una convención constituyente. El segundo escenario ocurrió 30 años más tarde, en el contexto de la siguiente crisis económica. La reacción de la elite dirigente a mediados de los sesenta fue, otra vez, reformar la Constitución eliminando, en este caso, el colegiado integral (nueve consejeros con coparticipación). De todos modos, la crisis se agravó y la democracia terminó de colapsar en 1973.
La experiencia de los últimos 40 años demuestra que la combinación de problemas económicos graves y presidentes sin mayoría parlamentaria no conduce necesariamente a crisis políticas. Entre 1985 y 2004, los presidentes enfrentaron situaciones difíciles. Ninguno de ellos tenía la mayoría asegurada. Pero se las ingeniaron para llevar adelante sus agendas de gobierno (con o sin coaliciones). Nuestra historia política enseña, por tanto, que cualquiera sea el diseño institucional, la clave de la gobernabilidad está en las prácticas políticas de los actores relevantes. En otros términos, y volviendo al escenario 2025-2030: gane quien gane, que haya o no gobernabilidad dependerá de las decisiones concretas que asuman los principales actores políticos de este país. El mapa político estará presidido por un gran signo de interrogación. Podría haber bloqueo. Podría haber “chantaje”. No podemos descartarlo.
Tampoco podemos descartar el desenlace opuesto, es decir, que el fantasma de la ingobernabilidad estimule la cooperación entre bloques. Veremos qué cálculos de costo-beneficio hacen los distintos actores. Pero, sin perjuicio de diferencias ideológicas de fondo, los dos bloques han mostrado tener una zona no desdeñable de convergencia programática en varios asuntos de primer orden. Dado lo que ha podido leerse en las distintas plataformas electorales, hay al menos cuatro temas en los que no debería ser tan difícil alcanzar acuerdos sustantivos: seguridad (cárceles), salud mental (y adicciones), pobreza infantil e innovación.
Una de las tecnologías políticas que suelen usar las democracias contemporáneas para construir acuerdos interpartidarios amplios es la de las comisiones presidenciales. En nuestro país, durante los últimos años, varios presidentes han acudido a este expediente. Durante la segunda presidencia de Julio María Sanguinetti se discutieron en este formato la reforma constitucional y la de la seguridad social. La Comisión para la Paz de Jorge Batlle, en cierto modo, tenía esa inspiración. Otro tanto podemos decir de las cuatro comisiones interpartidarias convocadas por José Mujica en 2010. Tabaré Vázquez intentó algo similar para acordar políticas de seguridad durante su segundo mandato. En el gobierno de Luis Lacalle Pou, se intentó recorrer este camino cuando se convocó a la Comisión de Expertos en Seguridad Social, y en el diálogo interpartidario sobre seguridad liderado por el Ministerio del Interior.
Tanto Orsi como Delgado podrían recorrer este camino. De hecho, ya lo vienen mencionando. El mapa parlamentario los estimula a intentarlo. Mirado desde este punto de vista, la amenaza de ingobernabilidad es una gran oportunidad. La política uruguaya podría escapar, al menos por un tiempo, de la fastidiosa dialéctica gobierno jacobino versus oposición sistemática. No quiero alentar, tampoco, falsas expectativas. Los acuerdos entre bloques vienen con fecha de vencimiento. La cooperación entre adversarios puede prosperar solamente al comienzo del mandato (es decir, durante los primeros dos años del nuevo gobierno), esto es, antes que la lógica electoral (la ley de la gravedad de la vida democrática) ejerza su inexorable imperio. Aun con esta restricción, no deja de ser una posibilidad estimulante.