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Quién sabe en qué pensó la madrugada del 2 de julio de 1961, cuando se levantó de la cama tratando de no despertar a su esposa. Quién sabe qué le pasó por la cabeza mientras se ponía la bata con la que lo encontraron o cuando bajó las escaleras de su casa Big Wood, en las afueras de Ketchum, Idaho. ¿En su añorado hogar de Cuba, Finca Vigía? ¿En los manuscritos inconclusos que había dejado atrás en su precipitado escape de la isla? ¿Pensó que sus mejores días como escritor habían quedado atrás? ¿O en su turbia relación con el FBI? El día anterior, sin ir más lejos, Ernest Hemingway salió de la Clínica Mayo, donde se había sometido a electrochoques después de su segundo intento de suicidio en menos de un año. Y más tarde, mientras cenaba en un restaurante con su esposa, le dijo que los camareros eran agentes del Bureau Federal encargados de seguirlo.
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Su salud, física y mental, estaba muy deteriorada. A lo largo de la vida padeció neumonía, disentería, hipertensión, rotura de riñón, hemocromatosis, fracturas varias, aterosclerosis, diabetes, dos accidentes de aviación en África. También bebió cantidades incalculables de alcohol con Ezra Pound, John Dos Passos, James Joyce, F. Scott Fitzgerald, Pio Baroja, Pablo Neruda, con otros escritores y otros amigos. Burló a la muerte en cinco continentes y sobrevivió a muchos accidentes. Y a este menú hay que agregar la paranoia, la depresión, un trasfondo conflictivo de personalidad, el combo de enfermedades mentales que en la Clínica Mayo trataron con terapia electroconvulsiva. Pero los electrochoques solo lograron agravar la situación: le produjeron pérdida de peso (pasó de 120 a 50 kilos) y, sobre todo, pérdida de memoria, un efecto devastador para cualquier escritor.
Lo cierto es que el 2 de julio bajó las escaleras, fue hasta el sótano donde guardaba las armas, muchas armas de fuego, más de 20 entre pistolas, rifles, escopetas, y eligió su favorita, la Boss calibre 12 de doble cañón. Ernest Hemingway sacó del armario la escopeta, regresó a la sala, se sentó, colocó el cañón en su cabeza y apretó el gatillo. Esta vez no falló: la tercera fue la vencida. El ruido del disparo despertó a su cuarta esposa, Mary Welsh, que se encontró a Papá sumergido en su propia sangre. En los últimos días él había llamado por teléfono y cancelado su reserva en el hotel La Perla, donde se alojaba cuando iba a la fiesta de San Fermín, y al lado de su cadáver encontraron las entradas para la fiesta de toros que tanto le gustaba, a la que nunca regresaría. Estaba por cumplir 62 años y había convocado a su familia para celebrarlo. Efectivamente logró reunir a la familia, pero fue para su funeral.
Al principio intentaron negar lo evidente, y las necrológicas recogieron el testimonio de Mary: Hemingway se había matado accidentalmente limpiando su arma. ¿Un hombre que participó en dos guerras mundiales, en la guerra civil española? ¿Un experto cazador? Difícil de tragar. Una de las personalidades más fascinantes del siglo XX, el mito más allá del mito literario, se había suicidado. Un hombre entreverado en violentas peleas de borrachos, superviviente de las balas del franquismo, atraído por tantas guerras, había terminado con su vida. Cinco años tardaron en reconocer el suicidio, a pesar de que era un final bastante habitual en la familia.
Lo mejor de su literatura fueron los cuentos. Como una metáfora: relatos breves, vida breve. Aunque es conocido y recordado por las novelas Adiós a las armas, Por quién doblan las campanas o El viejo y el mar, sus cuentos reflejaron lo mejor de un estilo que cambió la literatura occidental. La palabra medida, las frases cortas y austeras, la metáfora poética pero sin adornos. Así lo dice Gabriel García Márquez: “Toda la obra de Hemingway demuestra que su aliento era genial, pero de corta duración. Y es comprensible. Una tensión interna como la suya, sometida a un dominio técnico tan severo, es insostenible dentro del ámbito vasto y azaroso de una novela. Era una condición personal, y el error suyo fue haber intentado rebasar sus límites espléndidos. Es por eso que todo lo superfluo se nota más en él que en otros escritores. Sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas. En cambio, lo mejor que tienen sus cuentos es la impresión que causan de que algo les quedó faltando, y es eso precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza”.
Su aliento era genial pero de corta duración, y quizá fue lo que lo llevó a terminar con su vida.
¿Qué pensó aquella madrugada, cuántas cosas guardaba en su interior, cuáles se llevó a la tumba? ¿Qué indujo a apretar el gatillo por tercera vez al gran representante de la literatura americana, a la imagen mundial del éxito? ¿Fue su salud, su bloqueo como escritor, la nostalgia de Cuba, el miedo al FBI? Lo único seguro es que Papá Hemingway, que tuvo una vida extrema, que se codeó con la muerte en decenas de oportunidades (la primera a los 18 años, cuando era conductor de ambulancias de la Cruz Roja en Italia durante la Gran Guerra) se voló los sesos una mañana de julio como esta en la que escribo, lo leo y lo recuerdo; se fue como había vivido, lleno de gloria, de fama, y, tras su muerte, nos dejó su enorme arte narrativo, una cantidad de interrogantes y un enigma que tal vez nunca se devele.