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Pasaron las primarias. Pasó julio. Pasó agosto. Pasó casi medio mes de setiembre. Y la campaña sigue apenas tibia. Piano, pianissimo. Todo va despacio, aunque el tiempo vuela, y nos acercamos a la primera vuelta de la elección nacional. La campaña del Partido Nacional, más que lenta, está enredada. Desde la proclamación de la fórmula Álvaro Delgado–Valeria Ripoll se habla más de la sucesión de problemas desencadenados que de las propuestas programáticas del partido. La campaña del Frente Amplio es de una pobreza llamativa. Pocas propuestas concretas. Abundan los amagues, las guiñadas para un lado y para el otro, los anuncios de posibles anuncios… En ese escenario, en la campaña de la demora, hay una excepción llamativa, un candidato vertiginoso: Andrés Ojeda.
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Ojeda va rápido. Piensa rápido, se mueve rápido, habla rápido. No vacila en responder sobre temas que domina (como seguridad), pero también en los que recién está incursionando y se siente menos cómodo (economía). El Partido Colorado, que quedó grogui en 2004, que recobró vitalidad con Vamos Uruguay y Pedro Bordaberry entre 2009 y 2014, que pasó de la ilusión a la depresión con el fugaz liderazgo de Ernesto Talvi en 2019, parece haber sido alcanzado nuevamente por el soplo de la eterna juventud. En líneas generales, la campaña de Ojeda funciona bien. Los colorados combinan bien unidad y diversidad. No es lo mismo Andrés Ojeda que Pedro Bordaberry, ni Tabaré Viera que Carmen Sanguinetti… Pero vienen administrando sus diferencias, alentados por méritos propios y problemas ajenos. Ven la oportunidad. Saben que es muy difícil entrar al balotaje, pero aceleran a fondo porque no es imposible.
Hay muchos aciertos en el discurso de Ojeda. El primero, elemental: traza la frontera en el lugar correcto: coalición de partidos (el gobierno) versus partido de coalición (la oposición frenteamplista). La primera preferencia del electorado de la coalición es que no gane el Frente Amplio. El segundo: propone renovar el gobierno en lugar de reelegirlo. Los colorados toman nota de una regla de oro de la política uruguaya: el que quiera volver a ganar tiene que proponer algo distinto (cambiar, para continuar). El tercero: hace valer las credenciales de los colorados como partido de gobierno. Ojeda no vacila en mostrar su equipo en materia de seguridad o de política económica. El cuarto: tiende un puente amplio y confortable para que puedan circular electores desde el Partido Nacional hacia el Partido Colorado. Sus referencias a Luis Lacalle Pou (explícitas o tácitas, verbales o gestuales) facilitan la volatilidad electoral dentro de la coalición de gobierno.
Ojeda maneja rápido, pedal a fondo, y toma riesgos. Algunos ejes discursivos me parecen excesivos y muy probablemente equivocados. Quiero detenerme en algunos. El primero, el más llamativo, su insistencia en que la campaña es entre “lo nuevo y lo viejo” y no entre “izquierda y derecha”. Es cierto que siempre hay demanda de novedad. Lo nuevo es bienvenido. Genera simpatía, despierta ilusión. Pero insistir tanto en “lo nuevo” confunde más de lo que aclara. En verdad, lo que propone no es nuevo. Ojeda propone que siga gobernando la coalición, con un cambio de roles entre colorados y nacionalistas. Lo nuevo, en todo caso, sería que gane la oposición. Es problemático poner tanto énfasis en “lo nuevo” cuando sus referentes en seguridad son Gustavo Zubía (“viejo” fiscal) y Diego Sanjurjo (figura clave en el Ministerio del Interior durante este gobierno). No tiene sentido tanto énfasis en “lo nuevo” cuando su equipo económico es encabezado por Luis Mosca y Julio de Brun, dos pesos pesados de los gobiernos colorados presididos por Julio María Sanguinetti y Jorge Batlle.
En segundo lugar, también me parece equivocada la apuesta a la personalización de su discurso. “Se elige un candidato”, suele decir. Está de moda en América Latina convertir la política en una competencia entre personas. Por suerte, Uruguay no es así. En Uruguay, el todo está antes que las partes, se votan partidos y no personas. Una clave importantísima del éxito de la política uruguaya en términos comparados es, justamente, haber evitado todo lo posible la personalización de la política. La vieja ley de 1910, la verdadera “ley de lemas” inspirada en Borely, lo estableció con toda claridad y puso las cosas en el mejor lugar posible. El concepto fue sabio: votar primero por un partido, y, luego, dentro del partido preferido, por algún candidato. Así funcionó la política uruguaya entre 1910 y 1997, cuando se derogó el Doble Voto Simultáneo. Desde luego, el candidato importa. Pero importa menos, por suerte, bastante menos, que el partido. Porque en Uruguay no gobiernan las personas, sino los partidos. El presidente tiene cierto margen de maniobra. Pero comparte el poder con muchos actores, dentro de su partido, y fuera de él.
En tercer lugar, algunos énfasis programáticos me parecen, otra vez, forzados. Ojeda dice que no quiere hablar al “círculo rojo” de los superinformados. Siguiendo esa pista, pone el tema bienestar animal o la salud mental a la misma altura que la política económica… Suena raro. Ojeda dirá —y es cierto— que los analistas políticos formamos parte de ese “círculo rojo”, de esa minoría alejada del electorado estadísticamente “normal”. Un dirigente que aspira a ser presidente debería priorizar los temas de su agenda de otra manera. El bienestar animal no es de ningún modo tan importante como la seguridad ciudadana. El gravísimo problema de la salud mental no es tan importante como la cuestión de cómo hacer crecer la economía. Si la economía no crece, no hay modo de conseguir los recursos para atender de otra forma la salud mental de la población. Hablar de esa manera, con ese énfasis de salud mental y de bienestar animal le puede sumar algunos votos de jóvenes. Sospecho que le restan credibilidad a su campaña.
Ojeda es un candidato nuevo, competente y sorprendente. Le da adrenalina e interés a una campaña electoral que, en términos generales, es entre regular y mala. Le aporta vitalidad a un partido magullado. Transita su primera campaña presidencial derrochando energía, aprendiendo rápido y, en ocasiones, pisando la banquina.