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Este es un año de definiciones. Un nuevo presidente, un nuevo gobierno y un nuevo Parlamento elegidos a través del voto popular, como ocurre una vez cada cinco años. Es mucho lo que está en juego. Y lo está de la mejor manera: con una democracia sólida, que a lo largo de las últimas cuatro décadas fue testigo de la rotación de poder entre los principales partidos políticos de Uruguay.
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Sin sobresaltos, sin demasiadas estridencias, cada media década cambian las principales autoridades del país y se inicia una nueva etapa. Los que se van entregan el poder orgullosos y tratan de colaborar en todo lo posible con los que vienen, que llegan con muchas ansias de empezar a concretar todos sus proyectos. Así ha sido desde la restauración democrática de 1985 y seguirá siendo ahora. Por suerte. Es una excelente ventaja comparativa que tiene Uruguay con respecto a muchos otros países, que hay que cuidar con recelo.
Por eso es comprensible que en círculos de negocios y en la plaza financiera uruguaya no haya preocupación sobre quién va a ganar el próximo gobierno. Ya han vivido experiencias anteriores con los tres partidos mayoritarios y saben que no va a haber ningún cataclismo. Lo que realmente les inquieta, según una muy interesante y extensa nota publicada en la última edición de Búsqueda, es qué va a ocurrir con el plebiscito de reforma constitucional acerca de la seguridad social promovido por el PIT-CNT y por algunos sectores del Frente Amplio. Eso sí que les quita el sueño.
Tienen razón los actores del mercado financiero y bursátil, del sector empresarial y analistas del exterior consultados por el semanario para la nota en cuestión. La aprobación del plebiscito sobre la seguridad social es un terremoto desde el punto de vista político y también desde el económico. Significaría un derrumbe de muchos de los valores y ventajas comparativas que viene mostrando Uruguay durante las últimas décadas y sería un durísimo golpe para los principales líderes políticos de todos los partidos.
El problema es que puede ocurrir. Porque la propuesta es atractiva para los incautos y porque las encuestas le dan un piso de intención de voto alto, de cerca del 40%. La mayoría de los uruguayos no conoce el contenido de la reforma propuesta ni cuáles serían sus verdaderos costos. Los titulares hablan de bajar la edad de retiro de 65 a 60 años, de aumentar las jubilaciones más sumergidas y de eliminar las AFAP en beneficio de lo colectivo. A simple vista, no parece peligroso. Al contrario, hasta puede parecer muy atractivo.
Pero el costo de tomar esas medidas sería gigantesco. No solo con respecto a los recursos económicos, sino también para la imagen del país, porque sería un cambio brusco en las reglas de juego, incluido nada más ni nada menos que en la Constitución de la República. Además, todos los candidatos presidenciales con posibilidades reales de ganar están en contra. Así que, si se aprobara, significaría un gran desconocimiento a los liderazgos políticos actuales y al futuro presidente.
De todas formas, como muy bien escribió en julio en el diario El País Agustín Iturralde, coordinador del programa de gobierno de Álvaro Delgado, hay “olor a Brexit”. Lo manejó sobre la base de que para él es “una actitud temeraria” sostener que no va a ganar el plebiscito y recordando el hecho de que en 2016 la elite política y económica británica estaban en contra de abandonar la Unión Europea, pero la mayoría de los votantes se manifestó a favor.
Para que no ocurra, es fundamental la actitud que asuman los principales dirigentes políticos que están compitiendo en la actual campaña electoral, en especial los integrantes de la fórmula presidencial del Frente Amplio. Ya han manifestado que están en contra de la reforma, pero la colectividad política que representan dejó a sus votantes en libertad de acción y algunos de sus grupos promueven el plebiscito. Por eso, el silencio no vale en esta oportunidad para nadie, ni mucho menos para los que pretendan hacerse cargo del próximo gobierno. Es mucho, demasiado, lo que está en juego. Más que las elecciones.
