En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, por los próximos tres meses tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
¿Quién decide que ideas ofenden y que ideas sí se pueden expresar? Desde el momento en que el debate se vuelve algo indeseable por su potencial ofensivo, la herramienta se vuelve autónoma. El martillo se puede usar para levantar paredes o para romperle la crisma a alguien
Allá por 2016, cuando Donald Trump ganó su primera elección, el comediante británico Tom Walker realizó un sketch de su personaje Jonathan Pie que se volvió viral. Pie es un periodista de izquierda muy malhumorado que suele soltar unas parrafadas furiosas sobre asuntos políticos, en los momentos en que se supone no es filmado y, por lo tanto, no tiene que cuidar su imagen de profesional moderado. El personaje, que es muy gracioso, suele despotricar contra los disparates que dice y hace la derecha sin olvidar nunca la responsabilidad que la izquierda tiene con sus propios disparates y acciones. Actualmente ese video tiene más de cuatro millones y medio de visitas y se puede ver en YouTube.
¡Registrate gratis o inicia sesión!
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En ese video el periodista intenta explicarse (y explicarle a Tim, su camarógrafo que nunca aparece) cómo y por qué Trump ganó. Entre las muchas cosas que Pie menciona en su larga retahíla de argumentos trufados con puteadas de todos los colores, está el de la mala calidad de los candidatos demócratas. Ahí se detiene especialmente en Hillary Clinton, de quien recuerda que se ha pasado su carrera coqueteando con las grandes corporaciones y que buscó el apoyo de celebridades de Hollywood mientras llamaba a parte de los votantes de Trump “una cesta llena de deplorables”. Y luego enfatiza: “Esto es culpa de la izquierda, es mi culpa, de gente como yo”, porque “la izquierda ha dejado de ofrecer argumentos en el debate”. Después señala que “no todos los votantes de Trump son racistas o sexistas. Algunos sí y otros no” y se pregunta “¿cuántas elecciones se tienen que perder para entender que no se ganan tirando etiquetas e insultos sobre quienes piensan distinto?”. Aparentemente, más de una.
Lo que el personaje de Walker satiriza es la extensión de la ofensa como herramienta de cancelación del intercambio de ideas. Si algo me ofende, no puede ser discutido porque nadie puede cuestionar mis sentimientos. El siguiente paso fue reclamar que quien ofendía no tenía derecho a expresarse y por lo tanto su voz y sus opiniones no debían ser parte de la charla pública. Todo eso con la convicción de que las ideas propias sí eran buenas porque no ofendían a nadie y por ello sí tenían derecho a ser expresadas. Una especie de feliz arcadia posmoderna en donde en apariencia nada malo podía ocurrir porque, si era censurado a tiempo, eso que “atrasa” tiende a desaparecer. Y entonces en algún momento todos íbamos a estar de manera unánime de acuerdo en todo. Una auténtica revolución por la vía de la censura, con una sonrisa en la cara como meta final.
El problema es que eso se constituyó en una herramienta. O mejor dicho, esa pasó a ser la única herramienta admitida para el (no) intercambio de ideas. De manera radical, hasta hace unos años el asunto se podía resumir así: como mis ideas son mejores, son las únicas que pueden ser expresadas. Las demás no existen o no deberían de existir. Entonces, lo que me gusta para mí y para los demás, debe ser convertido en un derecho fundamental. Y lo que no me gusta hay que prohibirlo. El problema es que esa herramienta queda así a disposición de cualquiera que desee usarla. Comenzaron así las censuras a determinados libros en los estados más conservadores de los EEUU. ¿Quién decide qué ideas ofenden y qué ideas sí se pueden expresar? Desde el momento en que el debate se vuelve algo indeseable por su potencial ofensivo, la herramienta se vuelve autónoma. El martillo se puede usar para levantar paredes o para romperle la crisma a alguien. En este caso, siempre se usó para romperle la crisma a alguien.
Ahora, una herramienta tan burda, basada en la censura y la ofensa, no es una que arrime a la gente más brillante al asunto. Al revés, cuando tu herramienta tiene un tufo iliberal que tira para atrás, se puede sospechar que va a ser usada por todos aquellos que son de manera más explicita iliberales. De ahí la acusación de Walker/Pie a la izquierda: cuando dejaste de debatir, dejaste de ser opción de ideas y con la herramienta que potenciaste, levantase la veda para el uso del martillo woke para cualquier cosa. Cuando se trata del poder, este nunca queda vacío, siempre es ocupado por alguien. En este caso, por Trump una segunda vez. Pero no es solo Trump, es una oleada global de líderes simplificadores que creen que pueden administrar la geopolítica internacional como si se tratara de un negocio inmobiliario. O como si estuviéramos a comienzos del siglo XX y lo nuevo fuera la política del martillo woke usado como “Big Stick”.
Hace unos meses el filósofo español Manuel Arias Maldonado (voy a tener que pagarle royalties) señalaba algo que era evidente para cualquiera que no llevara un balde ideológico en la cabeza: solo se detecta el peligro antidemocrático cuando se lo ve en la vereda ideológica de enfrente. “Por eso sorprende que nuestros antitrumpistas se muestren tan elocuentes cuando denuncian a ese Trump que desdeña el imperio de la ley, acusa a los jueces de practicar lawfare en su contra, ataca a la prensa crítica, califica como fake news cualquier información que sea contraria a sus intereses, demoniza al adversario y recurre constantemente a la mentira. Su clarividencia es selectiva, ya que ninguno de ellos registra la conducta análoga de Sánchez”, señalaba el analista. Ese es el problema de quedarse con un martillo por única herramienta: en la medida en que las opciones partidarias “tradicionales” (es decir, aquellas ordenadas según los cortes ideológicos convencionales) no acepten discutir sus ideas, se le hace el campo orégano a los demagogos de todo signo. Cuanta menos fineza tenga la charla, más sencillo será medrar para quienes ofrecen soluciones simples a problemas complejos. Y, que no haya duda, los problemas que enfrentan nuestras sociedades no son simples.
Se dirá que estos asuntos no tienen nada que ver con Uruguay, en donde acaba de ganar nuevamente el Frente Amplio y en donde estamos lejos de toda esa pirotécnica woke y antiwoke. Y algo de verdad tiene esa aseveración: las ideas tardan años en instalarse en la penillanura. Basta recordar que mientras el martillo woke ya estaba convertido en ley en, por ejemplo, España, las olas de esa ideología (que a la luz de sus usos quizá deberíamos llamar metodología) tardaron años en tocar nuestra costa del Río de la Plata. Pero, conviene recordarlo, al final llegaron. Nadie tiene la vacuna contra el iliberalismo, por mucha amortiguación realdeazuista que se tenga en las alforjas.
De alguna forma, parece un poco trasnochado llamar a discutir ideas cuando el “líder del mundo libre” llama a ocupar militarmente los territorios de países aliados. Y es probable que sea tarde para detener algunos procesos que ya comenzaron a nivel global y que se han potenciado en el menjunje ideológico actual. Pero en todo caso siempre es bueno tener presente que sin una mirada fina, que tenga clara la importancia del reparto de poder y los balance and check de nuestras democracias liberales, cada vez serán más frecuentes los pintores de brocha gorda que ofrezcan crecepelo mágico a los votantes. Y que estos, a falta de alternativas, terminen por comprarles el invento.