El trabajo de su padre, que era diplomático, lo llevó a emigrar a Nigeria, Irán y más tarde a Francia, donde, ya adulto, decidió establecerse. “La vida de un hijo de diplomático es difícil. Te obliga a dejar atrás lugares, familia y amigos, aprender idiomas”. En París, comenzó su carrera como artista y activista, ayudando a inmigrantes africanos que llegaban a Francia sin documentos, a la vez que organizaba talleres de música y ballet.
Pero su vida cambió cuando recibió una llamada de los artistas uruguayos Carlos Silva y Sergio Ortuño, que, de gira por París, lo descubrieron una noche al prender la televisión. Atraídos por su talento y su carisma, lo invitaron a participar en el carnaval de 2007 con la escuela de percusión de la comparsa Mundo Afro. “Solo conocía alguna cosa del fútbol uruguayo y, cuando llegué, lo primero que hice fue visitar el Estadio Centenario”, cuenta entre risas.
“El carnaval fue increíble. Fueron dos meses de preparación, fiesta y desfiles. A los dos años, me invitaron nuevamente y decidí quedarme más tiempo para conocer cómo es la vida en Uruguay. Me involucré con la comunidad afrodescendiente y me di cuenta de que se necesitaba un puente entre África y América del Sur. Pensaba quedarme unos meses y ya van 15 años”, agrega.
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Valentina Weikert
Con el objetivo de acercar a los uruguayos a África, fundó el Ballet Africano de Montevideo, que ensaya en Ánima Espacio Cultural y a través de sus espectáculos transmite los valores de la cultura bantú (etnia de África subsahariana).
“Acá, cuando hablamos de ballet, lo resumimos al ballet clásico. En París hay todas formas de ballet: de África, el Tibet, con jazz. Cuando empecé este proyecto de danza en Montevideo nadie lo entendía porque aquí no hay tradición africana. África queda lejos y esa ignorancia no puede existir en los tiempos de hoy. Quiero hacer televisión y radio para explicar cómo es y qué pasa en África”, afirma.
Además, Efuka estableció la Fundación Triangulación Cultural, que busca vincular a Sudamérica y Europa con África, trabaja junto con la Embajada de Francia en un proyecto que tiene como objetivo transmitir la francofonía en escuelas y colabora con la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para capacitar a los soldados que viajan al Congo en misiones de paz.
Muchos lo recuerdan por su inesperada participación en el entierro de Carlos Páez Vilaró, hace más de 10 años. A pedido de su hija Agó, por el vínculo del artista con África y la amistad que Efuka mantuvo con Páez, el congoleño cantó al momento de la despedida. Hasta el día de hoy, lo extraña y lo recuerda con alegría.
Desde que pisó Uruguay, no volvió al Congo porque el país “está en conflicto hace más de 20 años por la extracción de materias primas, como diamantes, oro y coltán, que se usa para fabricar celulares”. Esos celulares, que empobrecen año a año a su Congo (y lo hacen embroncarse y emocionarse hasta las lágrimas), son, junto con el arte, lo que lo mantienen cerca de casa.
Angelina Vunge
46 años, Angola
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Valentina Weikert
Resumir la vida de Angelina Vunge es misión imposible. Tanto es así que ella escribió un libro autobiográfico, aunque su gran sueño es ver su historia transformada en una telenovela de TV Globo, protagonizada por Taís Araújo.
Creció escapando, pues nació en Angola durante la guerra civil (1975-2002), una de las épocas más oscuras del país y el conflicto armado más duradero de África. “Cuando uno nace en esa situación pierde la infancia, el derecho de ser niña y de crecer con salud. Cada día era de incertidumbre porque no teníamos agua potable y no podíamos vivir todos juntos dentro de nuestras chozas”, expresa.
Por el riesgo que significaban los ataques a civiles, junto con su padre, su madre, sus hermanos y sus “madrastras” (segundas esposas de su padre), llevaban una vida de nómades, en la que se trasladaban de pueblo en pueblo e incluso pasaban noches en la selva.
Esa coyuntura le impedía avanzar en sus estudios, aunque destinaba horas para ir y venir a pie hasta las escuelas. Y al llegar de vuelta a casa, por ser hija mujer, debía cumplir tareas domésticas, lo que en ocasiones le traía problemas. “Mi padre era un hombre muy violento y vivimos muchas situaciones de violencia doméstica. Mi madre recibía palizas constantes por errores de los hijos y también me tocaba a mí. Tenía que ir a la escuela, ir a buscar agua al río, moler mandioca, preparar la cena, lavar los platos. Era mucha responsabilidad para una niña”. De todas formas, Angelina guarda algunos buenos recuerdos de su infancia, como “cantar con amigos, hacer equilibrio con un balde de agua en la cabeza, jugar entre las montañas”.
A los 10 años, pese a los riesgos que eso implicaba, se trasladó a Luanda, la capital del país, donde finalizó la primaria y la secundaria y comenzó sus estudios de dibujante, que combinó con largas jornadas de trabajo. “Pensamos que a la capital no iba a llegar la guerra, pero cuando llegó fue una masacre, porque no había dónde esconderse. Los edificios se derrumbaban, había bombardeos, tiroteos. Además sufrí hambre; en la selva tenés frutos para sobrevivir, pero en Luanda no era fácil acceder a la comida, era peligroso salir a comprar pan”, cuenta.
Su vida dio un revés cuando consiguió trabajo de moza en una sede de la ONU, donde, pese a no tener pasaporte, empezó a conocer el mundo. Se vinculó con soldados extranjeros en misiones de paz y entendió que existía una realidad más allá de la guerra.
“Allí conocí a la soldado uruguaya Cristina Benítez y le conté que quería irme de Angola. Me recomendó ir a Portugal o Brasil, por el idioma, pero Portugal no me llamaba la atención y me terminó convenciendo de venir a Uruguay. No sabía nada del país, solo conocía el Estadio Centenario y la plaza de los Bomberos, por haber visto esos lugares en postales que las familias les mandaban a los soldados uruguayos. Lo único que le pregunté a Cristina era si en Uruguay había guerra, porque yo solo quería escapar del conflicto”, cuenta.
Pero, ni bien aterrizó en Montevideo, quiso volver a su país. La recibió un frío que nunca antes había sentido, y eso que llegó un 22 de noviembre de 1999. “Pensé que me moría de frío. Me tuvieron que explicar que en Uruguay hay cuatro estaciones”.
Acostumbrada a correr, enseguida le sorprendió la tranquilidad del uruguayo y su paz al caminar (una paz que hoy también le pertenece). Durante sus primeros años, trabajó como empleada doméstica para diferentes familias, fue moza, tuvo un Uber y fue administrativa para una mutualista. “Primero estuve en reserva telefónica y luego recepcionando llamados de urgencia, pero ahí no duré mucho tiempo. ¡Fue horrible! No conocía el país y mandaba médicos a cualquier lado”, relata a carcajadas.
Además de abrirse camino laboralmente, se casó y tuvo hijos, dos uruguayos ya adultos que no reniegan de sus orígenes y despiertan orgullo en su mamá: Ellery, de 23 años, e Ian, de 19. Son sobrinos nietos de Tabaré Vázquez, dado que su actual exmarido era hijo del hermano mayor del expresidente de la República, de quien Angelina conserva gratos recuerdos.
Pese al entorno frenteamplista, en uno de sus trabajos conoció al dirigente del Partido Nacional Alem García, que, sorprendido por su historia de vida, la animó a incursionar en la política. Nunca antes había militado y le generaba dudas, pero la insistencia de García sumada a su sensibilidad social la llevaron a participar de las elecciones de 2014 y 2019, donde fue electa diputada suplente por el sector de Juan Sartori.
Solo ingresó en dos oportunidades al Parlamento para votar la creación del Fondo Solidario Covid-19, convirtiéndose así en la primera legisladora africana de Uruguay. “Doné el sueldo de esos días al fondo, ya que ingresé al Parlamento por ese fin. No tiro manteca al techo, pero quise aportar mi granito de arena en un momento difícil del país”, subraya.
“Años antes y estando en otro trabajo, una tarde salí del Centro y pasé frente al Palacio Legislativo con mis hijos. Les expliqué que era el lugar donde se discutían las leyes del país y les dije que algún día iba a trabajar ahí adentro, aunque sea lavando pisos o sirviendo café. Cuando me llamaron para la suplencia, mis hijos me recordaron aquella charla”, agrega.
Hoy Angelina está algo alejada del foco político, aunque se mantiene atenta y a disposición de su partido. Está al frente de Rainha, un local de ropa en la Expo Paso, mientras dirige una fundación que lleva su nombre y que ayuda a personas en situación de vulnerabilidad socioeconómica. Pero, además, está cumpliendo uno de sus sueños, el de tener su propia plantación de alfalfa en un terreno que adquirió recientemente en Melilla y que ya le está dando las primeras cosechas.
Blanche Kambou
40 años, Burkina Faso
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Mauricio Rodríguez
Con un 30% de la población que subsiste con menos de un dólar diario, Burkina Faso es uno de los países más pobres de África. La infancia de Blanche Kambou no estuvo alejada de esa realidad. Vivía en una pequeña casa en la ciudad de Uagadugú que compartía con sus padres y sus ocho hermanos. “Si bien pasé muchas carencias porque no tenía agua corriente ni luz eléctrica, disfrutaba de compartir momentos con mis hermanos, con la inocencia propia de la infancia”, recuerda.
Su madre y su padre, que fallecieron cuando ella tenía 13 y 19 años, respectivamente, le inculcaron la importancia de la educación y Blanche siguió sus consejos al pie de la letra. Tal es así que cuando empezó a estudiar para convertirse en economista ganó una beca para seguir sus estudios en Cuba.
Nunca antes había viajado y, pese a las diferencias culturales, se encontró con un país que la recibió de brazos abiertos y que, además, tenía ciertas similitudes gastronómicas y climáticas con Burkina Faso.
“Vivía en una residencia estudiantil y nos daban las comidas, además de una ayuda monetaria de 100 pesos cubanos, unos cuatro dólares. Siendo mujer, era dificilísimo vestirse, asearse y peinarse por ese dinero”, comenta.
Allí conoció a un uruguayo, con quien se casaría y tendría dos hijas. Una vez graduados, se mudaron juntos a Rivera y, pese a sus expectativas, Blanche chocó de frente con la realidad. “La adaptación fue complicada. Los primeros años se me congelaban los dedos por el frío y extrañé mucho la comida africana, que es muy condimentada. Tuve que cortar con mis costumbres porque no encajaban con mi rutina acá y sufrí una crisis de identidad, en la búsqueda de formarme en otro personaje para encajar en la sociedad. En esa búsqueda me perdí y salí de mi autenticidad”, explica. En ese tiempo, cambió sus coloridos boubous por ropa occidental e intentó modificar su acento para pasar lo más desapercibida posible.
“Más allá de que hay gente que todavía tiene prejuicios, Uruguay tiene gente muy solidaria. Pude salir de ese pozo de tristeza y recuperar mi identidad gracias a los uruguayos. Me acerqué a comunidades afro en la búsqueda de encontrar cosas en común con ellos. A raíz de eso y con el tiempo, fundé la Asociación Civil Identidad Afro de Rivera”, agrega.
Pero no fue la única dificultad que debió afrontar en sus primeros años en el país. Estando embarazada de su segunda hija tomó la decisión de divorciarse de su marido. “Sufrí perder el hombre por el que crucé mares y sentí que se me borraban los caminos. Estaba perdida, pero segura de que no podía vivir ni un solo día sin mis hijas”.
Evaluó la posibilidad de volver a su país o de mudarse a Estados Unidos, donde vive su hermana, pero eso implicaba ir sola, ya que no podía llevarse a las niñas sin el consentimiento del padre. Por eso, eligió Montevideo.
Fue con el objetivo de inscribirse en la universidad para revalidar su título en Economía, pero las obligaciones propias de la maternidad se lo imposibilitaron: “Tener una bebé en maternal, una niña en primaria, estudiar y trabajar me resultaba imposible. Lo intenté, pero a los meses estaba como un zombi”.
Las dificultades que le causaban conciliar el trabajo con el cuidado de sus hijas le hizo detectar una necesidad del mercado y fundó en 2019 Manos Mágicas, una empresa que ofrece servicios de limpieza y acompañantes, que se pueden contratar por día u hora.
“Cuando llegué a Montevideo descubrí que había una importante ola de inmigrantes y me identifiqué con muchos de ellos, con los problemas que afrontan. Así que prioricé la contratación de esta población para la empresa, en especial a las mujeres afro, que son mis reinas”, detalla.
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Mauricio Rodríguez
Por otro lado, Blanche fue una de las principales promotoras del Día de África, que se organizó por primera vez en 2022 con el objetivo de favorecer la integración de la comunidad africana en el país. En esta línea, trabaja también en la elaboración de material educativo para escolares que brinda información fidedigna sobre África, para así hacerles frente al racismo y la xenofobia.
A su vez, a través de Sabores de África, proyecto que comparte con mujeres de Angola, Benín y Nigeria, promueve la gastronomía africana con recorridos gastronómicos, cenas y talleres. ¿El plato estrella? El fufú, que consiste en una masa hecha a partir de tubérculos y que comúnmente se acompaña con salsas.
Pero Blanche no solo tiene la misión de provocar un cambio local, sino también de mejorar la realidad del país que la vio crecer. “Promuevo un proyecto que se llama Padrinos Internacionales, que busca facilitar el acceso a la educación para niños y niñas de Burkina Faso. A mí me han echado de clase porque mis padres no habían pagado la matrícula escolar y no quiero que les pase eso a más niños, porque la educación es libertad”, afirma. De esta forma, más de 60 personas colaboran con el pago de matrículas y con útiles escolares.
Luego de más de una década sin visitar Burkina Faso, Blanche viajó a su país acompañada de sus hijas. Además de presentarles a la familia y un sinfín de tradiciones, fue con el objetivo de fundar una asociación sin fines de lucro para empoderar a las mujeres burkinesas. “Quiero motivar a las madres porque las mujeres están en situaciones complicadas, con altas tasas de analfabetismo y un promedio de seis niños por mujer. Quiero establecer un centro de formación para mujeres, una especie de UTU. No queremos solo enviar dinero, queremos tener un proyecto sostenible. Si ellas emprenden, van a poder costear la educación de sus hijos y tener cierta independencia económica”, explica.