“Yo toco en un boliche por mil pesos y estoy feliz de la vida. Yo toco para divertirme, no por la plata. Por más que esté con los mejores músicos del mundo, si no me divierto, no voy, ¿para qué? La música es un pasatiempo y una terapia. Un día estaba velando a una tía y tuve que salir a tocar. Si no lo disfrutara, ya estaría a pico y pala. No me asusta hacerlo, ya lo hice. Si no tuviera el taller, los ‘piques’, qué se yo, hubiera hecho otra cosa. Laburé en Antel, en talleres, fui marino mercante. En cierta manera, el mundo lo empecé a conocer desde el agua”.
El Lobo, al inicio, puede parecer seco y distante. Aunque está vestido de invierno, al inicio parece un boxeador que le mide el aceite a su oponente en los primeros minutos (y él sabe de eso, porque supo tirar guantes en el club L’Avenir). De a poco, a medida que transcurre la charla, se va soltando. Y resulta un interlocutor rico y apasionado: cualquier pregunta le suelta una reflexión, una anécdota, una sentencia, casi un monólogo. Es, además, un enorme defensor y erudito de lo suyo: “La percusión está presente en todo. El tambor es el medio de comunicación más antiguo de la humanidad. En África, una aldea le avisaba con los tambores a otra que había un león comiéndose el ganado. Eso también pasó, al mismo tiempo, en otras partes del mundo. Está la clave Morse. Los ejércitos se movían con el redoblante, que también era el que les transmitía la táctica a los batallones. Y en la música, ¡todos los instrumentos son de percusión! El piano, con el teclado, el rasgueo de la guitarra, la trompeta, aunque no lo parezca, con los pistones”.
“La percusión está presente en todo. El tambor es el medio de comunicación más antiguo de la humanidad. En África, una aldea le avisaba con los tambores a otra que había un león comiéndose el ganado. “La percusión está presente en todo. El tambor es el medio de comunicación más antiguo de la humanidad. En África, una aldea le avisaba con los tambores a otra que había un león comiéndose el ganado.
El Barrio Sur que el Lobo recuerda era sumamente cosmopolita, con judíos, alemanes, franceses e ingleses, afincados estos por la Montevideo Gas Company. “Acá vivían muchos ingleses, por eso vas a encontrar mucho Warren, Washington, Walter, Wilson y apellidos como Montgomery”. Esa Babilonia incluía la Escuela Chile, a la que él asistía, y el cuadro de fútbol de su padre, El Power, con una camiseta parecida a la de River Plate de Argentina, que disputaba la aguerrida Liga Palermo.
El Power también es el nombre del taller de tambores que el Lobo abrió en 1984. Al lado de su estudio, a la vuelta de su casa, la misma que ha visto a todos sus antecesores desde 1837. Ahí crio también a sus tres hijos y recibió a sus cinco nietos, muchos de los cuales (Noé, Fernando, Camilo) tocan con él. “Aparte crie otros cinco que son como hijos míos, y sus hijos también son mis nietos, ¡si no, no tiene gracia! Yo a todos les digo que estudien, que trabajen, que sean personas de bien. También les digo que conmigo tienen el ejemplo que cuando realmente se quiere hacer algo, se puede hacer. Ojo, no es fácil”.
Vivencias negras
Ese barrio tan cosmopolita le permitió tener amigos de diferentes orígenes. Pero por más que sea uno de los barrios más vinculados a la cultura afrouruguaya, o quizá por eso, no lo salvó de la discriminación, en una sociedad que se precia de ser más abierta de lo que realmente es. De eso, no se salvan ni los referentes.
“Acá cerca vive un amigo que es judío y yo siempre lo llamo por su nombre. ‘¿Cómo andás, Daniel?’. ‘Bien, ¿y vos, Negro?’. Y yo lo dejo porque lo dice cariñosamente, según él… No me molesta. Pero si me lo dicen despectivamente, voy a los bifes. ¿Sabés cuándo sentís la discriminación? Salí a caminar conmigo y contá a cuántos taxis les tengo que hacer señas para que me pare uno. De noche es peor. Una vez di unos talleres en la Universidad de la República. Cuando fui a cobrar, la muchacha que atendía no me encontraba en los ficheros. Me buscaba y buscaba y nada. Hasta que en un momento me pregunta: ‘¿usted es docente?’. Le digo que sí, va al fichero correspondiente y me encuentra. ‘Me estaba buscando con un lampazo en la mano, ¿no?’, le digo. Pensó que era auxiliar de servicio… Otra: voy a un supermercado y el guardia me vigila. ¡Voy a cumplir 70 años, mirá que me sé cuidar solo! Vas por la calle, una mujer te ve venir caminando de frente y tranca la cartera. A veces en el ómnibus me siento en la ventanilla a propósito. Aunque haya gente parada, el asiento de al lado queda vacío…”.
Por suerte, no es lo único que le devuelven las calles que tanto camina. Quienes lo reconocen, niños que han ido a su taller, viejos que saben de su trayectoria, hombres y mujeres, se acercan y lo saludan, le dan un abrazo, un beso, un mimo al alma. “Eso sí reconforta, equilibra un poco”, sonríe.
“Ha pasado que la discriminación tambien es entre negros. Yo tenía una novia del Buceo, de una familia de comerciantes, otro estatus, que no me quería. ‘¡¿Dónde vivís?’, me pregunta la madre. ‘En el Barrio Sur’. ‘Ay, nena, qué nos trajiste (sonríe)… ¿A qué te dedicás?’. ‘Soy músico’. ‘Ay, por favor (se ríe)... ¿Qué tocás?’. ‘El piano’. ¡Eso le gustó! . ¡Y comió del tupper hasta que me vio en las Llamadas tocando el tambor piano (carcajada)! Pero con los tambores yo toqué con cinco orquestas sinfónicas. No sé cuántos pianistas de acá recorrieron el mundo como yo”.
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Mauricio Rodríguez
La suya con las Llamadas no es una relación idílica. Para él, esta fiesta se ha transformado en un negocio en detrimento de la tradición. Fue integrante de las comparsas Morenada y Esclavos de Nyanza, así como fundador de su propio conjunto, La Calenda. Sin embargo, no participa como tamborilero en los desfiles desde 1982. “Me gustaba cuando era una fiesta para el barrio, sin tanto comercio ni cámara ni publicidad. Y yo no veo tanto beneficio económico para los artistas. Yo he visto mamas viejas después de un desfile esperando un ómnibus a las cuatro de la mañana para volver a sus casas. Si hubiera ese beneficio, los dueños de las sociedades se deberían de ocupar de eso, pagar una camioneta, no sé”.
No le gusta el concurso ni el puntaje. De hecho, “siempre las mismas son las que están en los primeros lugares”. Y definitivamente no le gusta que el acento no esté puesto en lo que más ama. “En 2000 saqué La Calenda, con todos integrantes afro y todos del barrio. Era la única comparsa así. Me dieron mención especial a la mejor cuerda de tambores. Lo lógico sería que si gano en eso, tengo que ganar el desfile. Bueno, salí en el lugar 12… Y sobre el jurado, una vez le pregunté a la que puntuaba la vestimenta, cuyo mérito era ser vestuarista de la Comedia Nacional, si sabía lo que era el dominó. ‘El juego de fichas’, me contestó. ¿Me están tomando el pelo?”.
El candombe hizo que terminara de conocer el mundo. Curiosamente, el continente que menos pisó fue África. Apenas estuvo unas horas, en una escala en Senegal. “Me dio apenas para salir del avión y darle un beso al suelo. Eso es algo que mi mamá me había pedido que hiciera”, dice, emocionado. “Eso es algo que tengo en el debe”.
Defensor del patrimonio
A los 69 años, el Lobo Núñez, por más histórico, referente, emblemático y ciudadano ilustre que sea, vive al día y tiene que seguir trabajando. Además de los tambores que fabrica y los “piques” para tocar, tiene un “arreglo” con una agencia de viajes que le manda turistas para que se empapen de candombe. “Eso es algo que saqué de la manga. A las agencias les sirve porque si no, tendrían que tener a los tipos paseando por toda la ciudad. Ellos están un rato conmigo, charlando, les muestro este cachivacherío y se van locos de la vida. Y yo rescato unas rupias”. La única vez que tuvo un sueldo, recuerda, fue en los breves tres años que trabajó “rompiendo teléfonos” en Antel. “¿Mi partido? El Rebuscate como Puedas. Pasan todas las administraciones y yo sigo en la misma; en esta, tengo la esperanza de que por lo menos se acuerden del candombe”.
Es que a nivel institucional, subraya, el candombe sigue estando en el debe. “Ningún gobierno le ha dado la pelota que se merece”. Él, que de niño bailó el pericón y la cueca en la Escuela Chile, tuvo la iniciativa de mandar cuerdas de tambores a las instituciones públicas. Donó tres cuerdas a tres escuelas. Su proyecto era más universal y que el costo corriera por el Ministerio de Educación y Cultura “o por quien sea”. No le entra en la cabeza que en estos lugares haya un piano de cola y no un chico, repique o tambor piano.
Lo dice con el énfasis de quien defendió al candombe como patrimonio uruguayo, y también al tango como patrimonio rioplatense, en la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco). Fue en 2009, en una reunión en Cusco, Perú, en la que él integró la delegación uruguaya y en la que la argentina proponía esa distinción para el tango como expresión propia y al candombe como rioplatense. En términos futbolísticos, fue un triunfo clásico soñado.
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El Power es el nombre del taller de tambores que el Lobo abrió en 1984, donde recibe turistas y visitas destacadas
“Por una cuestión alfabética, ellos hablaban primero y me tuve que fumar toda su declaración de que el candombe es del Río de la Plata y el tango solo argentino. Cuando llegó mi turno, con mucha educación, empecé a hablar de mi trayectoria, de mi vínculo con Argentina, de las luchas de mi abuelo, de las generaciones de fabricantes de tambores, de que el toque pasa de generación en generación, de que acá hay comparsas de niños y de mujeres que allá no hay, que si allá hay luthiers es porque aprendieron el oficio de nosotros, de que yo mismo había dado talleres en La Plata, Neuquén o Santa Fe. Y luego dije que el tango era compartido: su himno, La cumparsita, fue compuesto por un uruguayo, un mulato, (Gerardo) Matos Rodríguez, que (Carlos) Gardel nació en Tacuarembó y que le dedicaba sus canciones a su amigo también uruguayo, (el jockey Irineo) Leguisamo, y que también uruguayo fue el mejor cantante de tangos de los últimos 60 años, Julio Sosa. Y si fuera poco, los primeros intérpretes de tango en Buenos Aires fueron dos negros de Montevideo, uno de ellos de apellido Machado. Además, la palabra tango es de origen africano, tangó, y los negros en Buenos Aires habían sido exterminados”.
El 30 de setiembre de 2009, la Unesco declaró al tango y al candombe patrimonios intangibles de la humanidad. Al candombe lo definió como una “manifestación de la cultura afro-uruguaya que se transmite de generación en generación entre las familias de ascendencia africana, pero que pertenece a todos los uruguayos”; al tango, como una tradición que nació “entre las clases populares de Buenos Aires y Montevideo”. La satisfacción le pinta el rostro al recordarlo.
Porque para el Lobo, el candombe y el tambor son sagrados, pese a que a los casi 70 años tenga que seguir trabajando, pese a que reniegue de la falta de apoyo institucional, pese a que para él las Llamadas olvidaron la tradición. Tanto como para que le resulte imposible digerir el verso final de una canción emblemática de otro artista emblemático: A mi gente, de José Carbajal, el Sabalero. No, por más miseria que haya, el tamboril jamás se olvida.
“Yo se lo llegué a decir (a Carbajal). No puedo estar de acuerdo con ‘El tamboril se olvida y la miseria no’. Me dijo que cuando la escribió (N. de R.: se publicó por primera vez en 1969) era un canario de Juan Lacaze y no tenía idea de nada. ¡¡Nunca se olvida el tamboril!! ¿Vos qué te pensás? ¿Que por tocar el tambor dejé de militar? Yo tocaba el tambor todo los 1 de mayo en homenaje al obrero, ¡porque yo también soy un obrero! El tambor es una forma de lucha y de resistencia. Yo le dije que con esa canción había ofendido a mucha gente, que Juan Ángel (Silva, el fundador de Morenada, fallecido en 2003) se murió y hasta el final de su vida escuchaba esa letra y le dolía. ¿Por qué los negros tenemos que olvidar el tambor? ¿Vos olvidaste algo de tu gente? El tamboril no se olvida ni la miseria tampoco. Y la culpa de la miseria no la tengo yo ni el tambor”.
Fernando Lobo Núñez, ciudadano ilustre de Montevideo y nombre mayor del candombe, termina su último monólogo, casi como un desahogo, con los ojos prendidos fuego. Suspira, sonríe y toma un horno de microondas sin carcaza. Con sus manos logra que aflore la magia. ¡Borocotó, chas-chas!
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Mi amigo Mick
Mick Jagger, uno de los mayores rockstar del mundo y de la historia, le pareció al Lobo Núñez “un capo, un tipo humilde y sencillo”. La historia de cómo apareció en su casa en la madrugada como el más inesperado invitado posible a su cumpleaños 60, el 16 de febrero de 2016, horas antes de que The Rolling Stones tocaran por primera y única vez en Montevideo, ya es muy sabida. “Bernard Fowler, el corista de la banda, le contó que iba a ir al Barrio Sur a escuchar candombe, ‘el folclore de los negros’”. Jagger, líder de una banda que se nutrió muchísimo del blues negro de Estados Unidos, se anotó para ir con él. Y ahí marchó al Barrio Sur.
“Estaba en casa, retranqui, con (Ruben) Rada, los hijos, unos amigos, la familia. Y cayó el tipo. Yo siempre tengo whisky, cosas que capeo de los caterings en los eventos. Le pregunto: ‘What do you drink?’ (sic). ‘Water’. Y le di agua de la canilla. Yo no compro agua envasada, uso la de OSE para todo. Mi madre siempre tomó agua de la canilla y murió de vieja, a los 84 años”.
La foto con Jagger fue el salvoconducto que al año siguiente le permitió sortear la oficina de Migraciones en el Aeropuerto de Londres. Fue en un viaje acompañando a Natalia Oreiro para actuar en una fiesta privada organizada por un magnate ruso. A la encargada de Migraciones no la terminaba de convencer el pasaporte, el contrato y la reserva del hotel que presentó. “Sudaca, black (se señala la cara), tenía todas las contras. Tenía 2.000 euros conmigo, una invitación a un bruto hotel. En un momento le sale a la muchacha la pregunta del millón: ¿conoce a alguien acá? Y en medio de los nervios, saco el teléfono, donde tengo la foto con Miguelito. ‘Oh, my God, sorry’. Puso todos los sellos y pasé”.
El Lobo asegura que muchos le criticaron que le convidara agua de la canilla a semejante luminaria. “Y esa vez en Londres, durante un ensayo, entré a uno de los baños en el castillo donde se hacía la fiesta. Ahí había un cartel que advertía que no se podía tomar agua de la canilla, que no era potable. Le tuve que tomar una foto. ¡Un castillo en Inglaterra que valía una fortuna! ¡No se podía tomar agua! ¿Y me vienen a romper los huevos a mí?
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Aprendizajes de todo tipo
Cuando fue nombrado Ciudadano Ilustre, entre los agradecimientos incluyó a su maestra de tercero en la Escuela Chile, la de Maldonado y Florida, Liz. El músico y luthier valora la educación recibida en su casa: de su padre, la de “saber andar la calle”, y de su madre, “todo lo que no tiene que ver con la calle, como los modales en la mesa y saber tratar a la gente”. Liz, añade, le enseñó “a dar la cara”. Una anécdota los involucra a los tres y también al director de esa escuela, un hombre muy estricto y excesivamente apegado a un reglamento casi militar al que no recuerda con demasiado cariño.
“Ese hombre nos daba sermones desde su oficina, con un micrófono. Siempre usaba la palabra reitero. Nosotros estábamos todos en el patio, esperando que terminara. Cuando nos tocaba subir a la clase, vi que la puerta de la dirección estaba abierta y me metí”. El Lobo empieza a tentarse solo con el recuerdo. “No había nadie, pensé que el micrófono estaba apagado y le hice burla: ‘Les reitero que si todos se portan bien, yo también me porto bien’, así, con la voz finita que tenía”. Risas de sus compañeros y escándalo generalizado. El director, furioso, quería encontrar al culpable. El Lobo estaba en silencio. “Liz, con mucha carpeta, se me acercó y me dijo al oído: ‘Yo a vos te aguanto todo, pero esta no. Hay que hacerse cargo’”. El pequeño Fernando dio un paso al frente y asumió la culpa. El director lo llamó aparte, lo miró, escribió en un papel y le pasó su veredicto: expulsado. El recuerdo destapa un nuevo monólogo del ciudadano ilustre:
“Me cagué todo. Pero cuando me fue a buscar mi madre. ‘Ah, no, Fernando, yo no sé, hablá con tu padre, ¿qué querés que haga? Bastante tengo yo con mis líos con tu padre’. Al otro día fui con mi viejo, sindicalista de UTE, un tipo que si se enojaba, era mejor que te agarrara un tren. Mi viejo y el director hablaban. Cada rato se daba vuelta y me miraba, y cada mirada era un cascarazo. El director le hablaba todo así, autoritario. En un momento me hacen pasar. ‘Así que estás echado de la escuela… ¿y yo a qué te mando acá? Me rompo el culo laburando, me voy a las seis y vuelvo a las 10 de la noche y vos…’. Pero me daba cuenta que la cara de mi padre no era de enojo, lo estaba ‘carpeteando’ al director”.
“En un momento se da vuelta hacia él. ‘¿Usted piensa realmente que yo voy a dejar de mandar a mi hijo acá a la escuela? ¿Que lo mando a que aprenda que sea un hombre de bien, y porque él hizo una travesura, a usted se le antojó echarlo? Te voy a hablar de otra manera porque vos sos un hombre y yo también. Mañana mi hijo va a venir para acá, porque si él no viene, vos tampoco porque yo te voy a mandar al hospital. Mi hijo será travieso y todo eso, pero acá viene a aprender. De corregir sus travesuras me encargo yo’. Y me miró. ‘Vos dale, subí a tu clase que me tengo que ir a trabajar’. Al otro día no había pasado nada. Cuando se enteraron, las maestras se reían: ‘¡Por fin alguien le pone los puntos a este sorete!’”.