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    Educación, educación…

    Fortunato estaba agobiado con la temática del informativo de cierre de la televisión. Homicidios, hurtos, rapiñas, ajustes de cuentas, cajeros automáticos desfondados, copamientos  y demás bellezas cotidianas.

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    El sueño lo iba venciendo antes de tiempo, sus párpados iban perdiendo fuerza y no podía sacarse de la cabeza la retahíla de horrores que habían pasado ante sus ojos en tan poco tiempo. Pensaba para sus adentros: “Esto no se arregla con la renuncia de Bonomi, con los milicos en la calle, con miles de policías más, con más cámaras y más patrulleros, esto se arregla con educación, educación… estos tipos serían diferentes si de gurises no hubieran estado tirados en la calle, en vez de ir a la escuela…”, y al final se quedó dormido.

    Tan fuerte había sido la impresión causada por las escenas que había visto, que empezó a soñar. Se vio él mismo en su sueño, deambulando por la ciudad, más exactamente por su propio barrio, estaba parado en una esquina, revisando su celular. Miraba y miraba la pantalla, apretaba esta y otra tecla, desconcertado. Se le acercó un muchacho que venía por la misma vereda. Se ofreció a ayudarlo, muy gentilmente.

    —El otro día bajé la app esa de los cajeros automáticos, la que dice cuáles son los que tienen plata, y no logro hacerla funcionar —le dijo Fortunato al muchacho. Tengo que ir a sacar plata, y no quiero clavarme como otras veces.

    Este, solícito, le dijo:

    —No se preocupe, señor, yo también la tengo en mi celular. Espere que ya le digo —agregó, mientras dejaba sobre el piso una garrafa que venía cargando en el hombro. Buscó su smartphone y le informó:

    —Ahí en el súper de la esquina hay uno, y está cargado. Yo también iba para ahí, vamos juntos —dijo el educado joven.

    —¿Va a sacar mucha plata? —le preguntó el muchacho a Fortunato, sin que a este le causara ninguna sospecha la inusual pregunta.

    —No, unas cinco lucas para los gastos de la semana —replicó el Fortu, mientras los dos llegaban al cajero.

    —Entonces saque usted primero, yo espero acá.

    Fortunato extrajo los cinco mil pesos, recuperó su tarjeta y se sorprendió cuando el joven le dijo:

    —Ahora, señor, váyase de acá, porque no quiero que se lastime.

    Fortunato se sorprendió del consejo recibido, y se fue cantando bajito. No había caminado cincuenta metros cuando escuchó una tremenda explosión. Se dio vuelta y vio humo y destrozos en el cajero, mientras su ocasional interlocutor recogía a manos llenas miles de billetes de pesos y de dólares que estaban esparcidos por el piso.

    Su sueño pegó un salto y se volvió a encontrar a sí mismo caminando por Aparicio Saravia, en pleno Casavalle. Unos niños jugaban un picadito en un baldío, entre los asentamientos. En eso ve a un sujeto de sospechosa apariencia, que blandía una pistola 9 mm en su mano derecha.

    —¿Me podría decir adónde va y qué piensa hacer con esa pistola? —le preguntó Fortunato al hombre.

    —Claro que sí —replicó el interpelado. Voy a la casa del Gordo Peraltada a reventarlo a balazos por buchón, ahí atrás de la canchita de fóbal.

    —Pero señor —le dijo Fortunato—, están todos esos niños jugando a la pelota ahí, puede haber un tiroteo y lastimar a alguno.

    —Tiene razón —dijo el hombre—, esto es un ajuste de cuentas entre el Gordo y yo, y no hay por qué arriesgar a que pague un inocente.

    Juntos se dirigieron a la canchita y persuadieron a los muchachitos que se fueran por un rato a sus casas. Acto seguido, Fortunato se despidió del hombre, quien entró en el jardín de una modesta casita atrás justo del baldío, no sin antes darse vuelta y saludarlo con el brazo en alto. Fortunato siguió su caminata, y, desde una cuadra, escuchó siete detonaciones de arma de fuego.

    —Chau, Gordo —pensó.

    Su sueño lo volvió a trasladar de escenario. Estaba ahora en un barrio residencial, parecía Carrasco. Fortunato caminaba entre frondosos árboles cuando vio a cuatro hombres encapuchados que se bajaban de un auto. Llevaban revólveres al cinto y varios bolsos de tela.

    —¿Podrían informarme a dónde se dirigen, señores? —inquirió Fortunato con muy buenos modales. De la misma manera los encapuchados le contestaron que iban a llevar a cabo un copamiento en una elegante mansión que estaba allí a la vista.

    —Me imagino que tendrán cuidado, procurando que no se lastime a nadie mientras trabajan —dijo Fortunato, a lo que los asaltantes copadores le aseguraron que así sería.

    —Quédese acá en la puerta y verá que somos gente educada —agregó el que parecía ser el cabecilla del grupo.

    Acto seguido, tocaron timbre, y abrió la puerta un muchacho como de unos treinta años, al que encañonaron con una Magnum 357, procediendo a entrar en la vivienda, dejando la puerta abierta, lo que le permitía a Fortunato presenciar todos los acontecimientos.

    —Miren que hay niños, están en el jardín del fondo, por favor no los vayan a lastimar —suplicó el dueño de casa.

    Dos de los cacos fueron a buscar a los niños al fondo, diciéndoles que empezaba un programa de Peppa Pig en la tele. Los tres pequeños si vinieron raudos al sillón del estar, y uno de los copadores les puso ese programa en la tele, y les alcanzó un bollón de galletitas que había en la cocina. Les recomendó que se quedaran allí, a lo que los niños a coro dijeron que sí. Fortunato estaba asombrado. Los otros dos habían llevado al dueño de casa hasta la caja fuerte, procediendo a desvalijarla, tras lo cual le preguntaron dónde estaban las alhajas de la esposa, averiguando además si ella estaba en la casa.

    —No está, pero llega en media hora. Las joyas están en el dormitorio —dijo el hombre.

    Fueron a buscarlas con él, las embolsaron y metieron en los bolsos relojes, celulares, dos laptops y dos tablets. Preguntaron si las tablets eran de los chicos, y cuando les dijo el padre de los niños que sí, las sacaron y las dejaron allí.

    —Ahora usted quédese quieto y nosotros nos vamos. Los chicos están viendo la tele, no vaya a asustarlos con algún grito.

    Y se marcharon, diciéndole a Fortunato que habían cumplido con su compromiso.

    Y ahí se despertó Fortunato, dudando si realmente la educación sería el remedio para tanta inseguridad…