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    El Marconi como ejemplo

    Columnista de Búsqueda

    N° 1968 - 10 al 16 de Mayo de 2018

    , regenerado3

    De la misma forma en que creo que los derechos individuales deben siempre prevalecer por sobre los colectivos, creo también que las responsabilidades son también y antes que nada un asunto personal. Al tiempo, creo que un colectivo de ciudadanos no puede considerarse tal si no existe entre sus miembros la voluntad de serlo, la voluntad de asumir que, sin llegar a ciertos mínimos comunes, es muy difícil seguir hablando de ciudadanos. O de colectivo.

    No es admisible que un barrio a 20 minutos del centro de la ciudad no tenga los servicios que tienen los barrios vecinos. O los barrios no tan cercanos, pero parte de la misma ciudad. La ciudadanía en su versión esencial consiste precisamente en esos servicios. Cualquier otra idea sobre ella debería partir, sí o sí, desde esa base: en su forma más básica la ciudadanía es una canilla, una alcantarilla y un enchufe.

    Pienso en esto cuando camino por la rambla sur y veo unos carteles luminosos que indican a los conductores los tiempos de demora, yendo por una vía u otra, en su escape hacia el este de la cuidad. Es decir, una inversión de X cantidad de dinero público, destinada a agilizar la velocidad del tránsito o, en caso de que este siempre sea lento, destinada a tranquilizar a los conductores encajonados: vayas por donde vayas vas a tardar un montón.

    Pienso en esto también mientras veo el documental Los olvidados, que muestra sin adornos de ninguna clase la vida de dos pibes del barrio Marconi, los raperos Don Cony y Kitty, dos hermanos que, con todas las fichas en contra, intentan y a veces logran sublimar a través de la música las carencias materiales y simbólicas que les escupe el entorno.

    Y pienso en cómo cualquier Estado que pretenda ser social y de derecho no tiene más remedio que priorizar de manera casi exclusiva la eliminación de esas carencias. Unas carencias tan básicas que nos escandaliza pensar en algo así para nosotros, los que tenemos los servicios del Estado como algo incuestionable, algo que simplemente está ahí y que es parte de la naturaleza de nuestra ciudad, de nuestra vida diaria. El problema entonces, es que tenemos un montón de vecinos que no pueden decir lo mismo. Un montón de vecinos que están a la intemperie, fuera del universo material y simbólico de los integrados, construyendo su propia escala de valores en las peores condiciones posibles para hacerlo.

    Esa distancia puede ayudar a explicar también por qué, como cantaban Los Estomagos, “la ley es otra en el cinturón”. Es otra porque no se puede construir ciudadanía desde la cáscara. Cuando desde el Estado se abandona el centro gravitatorio, la base material para decirlo en términos marxistas, se está renunciando a la que, entiendo, es la única revolución posible en lo inmediato y urgente: dar los mismos servicios esenciales a todos los ciudadanos. No importa qué razones existan detrás de los años de reclamos de los vecinos del Marconi a la OSE, sin que ese servicio básico llegue. Importa que aunque finalmente algunos vecinos terminen recibiendo el servicio, la omisión duró años. Y el agravio comparativo también.

    Mientras los nerviosos o aburridos conductores de la rambla sur tienen carteles que les entibian la espera, esos otros vecinos, que no son gente de otro planeta sino gente que vive a un tiro de piedra de nuestra casa, gente que trabaja entre nosotros (cuando logra conseguir un trabajo), deben batallar con la dejadez de los organismos que deben asegurarles unos servicios mínimos. Y con la desidia de las personas concretas que deben cumplir con esa tarea. ¿Cómo hacés para convencer al pibe del Marconi que es inevitable que el mismo Estado que tiene dinero para firulos de sociedad opulenta como los carteles antiestrés en la rambla, le de vueltas durante años para darles agua potable? ¿Cómo les explicás la pereza de ese funcionario con el que lidia su concejal desde hace años? Porque más allá de las responsabilidades políticas, siempre hay un individuo que hace o no su tarea.

    Es terrible pero no raro que existan dos sets de reglas morales en una comunidad. Cuando esa partición existe, aparecen fricciones muy duras entre esos dos universos que conviven en un mismo espacio. Pobreza, abandono escolar, muerte, tiros y delincuencia. En el documental, Kitty, el menor de los hermanos, señala que más allá de lo que vaya a ocurrir en el futuro con su barrio, ya se ha instalado allí cierto resentimiento hacia el resto de la comunidad. Y cuando lo dice no resulta para nada extraño: el nivel de precariedad que se ve en el Marconi es inadmisible en un país con el grado de desarrollo que tiene Uruguay. Más aún teniendo un gobierno con sensibilidad social y que gobierna desde hace tres lustros.

    Entiendo que gobernar es cubrir mil frentes con recursos limitados. Por eso valoro enormemente cuando un país logra darle a su ciudadanía unos mínimos que la confirman como tal. Sé que ese es un mínimo muy cortito y casi sin épica, pero los datos avalan la idea: cuando un país logra asegurar esos mínimos a sus ciudadanos, desaparecen los incentivos sociales para hacer cagadas. Un montón de problemas siguen, por supuesto, pero la criminalidad económica se desploma a cierta altura del PBI per cápita. Y económica es la mayor parte de la violencia criminal en Uruguay.

    En ese sentido, el documental Los olvidados es interesante porque de manera sutil, artística casi, logra capturar la esencia del dilema ciudadano actual: ¿queremos que se profundice el doble set de reglas dentro de la comunidad o intentamos que el set vuelva a ser uno solo? Es claro que sin la implicación de los ciudadanos, es imposible definir si se quiere o no ser un Estado social y de derecho. Es decir, no es solo un problema de políticas públicas, es de políticas públicas, de los ciudadanos en general y, mucho, de los ciudadanos que las deben aplicar. De los ciudadanos que son el aceite de la máquina que hace cosas por los otros ciudadanos. Sin ese aceite, sin esa voluntad difusa, los engranajes se llenan de arena y entonces en el Marconi pasan cuatro o cinco años atrás de OSE. Y siguen sin noticias de UTE.

    Creo que es justo en esta clase de decisiones últimas, la de simplemente no admitir uruguayos sin los servicios públicos que tienen los demás, donde se decide qué clase de país se quiere tener. Obviamente no todas las responsabilidades son iguales. Para eso delegamos como colectivo la gestión en el Estado y la orientación ideológica en los partidos. Pero, que no haya duda, allá en el fondo ser una sociedad justa o no es algo que depende de cada ciudadano de esa sociedad. Intuyo que ese es el camino para que el Marconi pueda ser un ejemplo de resiliencia ciudadana, la de sus vecinos que piden ser tratados en pie de igualdad, y no un grito desde el abismo que, cada vez más brutal, se abre entre nosotros.

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