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El teatro de Rafael Spregelburd divide las aguas: lo amás o no lo soportás. Para muchos es un genio, capaz de construir sofisticados mecanismos narrativos y escénicos que se entrecruzan con la contradictoria condición humana y dan forma a un castillo robusto y admirable. Para otros tantos, es un autor demasiado complejo, impenetrable e incluso inaguantable. El castillo, en vez de roca, es de naipes, y se desploma de un soplido cuando ese espectador fastidiado se retira de la sala. El crítico e investigador argentino Jorge Dubatti, uno de los principales analistas de la obra de Spregelburd, explica la que a su entender es la clave de este autor, director y actor con una pata en el teatro y otra en el cine (El hombre de al lado, El crítico, Zama), nacido en Buenos Aires en 1970: “Toda su producción dramática es una investigación, cada vez más profunda y aguda, sobre el lenguaje como principio de realidad del hombre. En contigüidad con la teoría del ‘giro lingüístico’, Spregelburd sostiene a través de su poética que nuestro universo es el lenguaje y, de acuerdo con Wittgenstein y los filósofos de la Era de los Poetas, que los límites de la experiencia de lo real son los límites de la invención lingüística”. Quienes deseen conocer o reencontrarse con este gran exponente del teatro porteño traducido a más de 15 idiomas, estrenado en gran parte de Europa, dueño de una obra que combina el naturalismo, la fantasía, el melodrama, el arte filosófico, el existencialismo y la ciencia ficción, de gran poder reflexivo, inspirador e influyente, y capaz de transformarse en un espejo soez y chabacano de las miserias más frecuentes en las grandes ciudades, tienen en la cartelera montevideana dos opciones recomendables: Lúcido y La extravagancia, ambas, buenos ejemplos de teatro psicológico y ambas en clave de tragicomedia que actualiza el viejo grotesco rioplatense con canilla libre de melodrama y humor negro.
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Marcel Sawchik, un director anfibio, tan amigo del realismo más transparente como de la fantasía más improbable, armó un nuevo grupo, lo bautizó Real Visceralismo Teatro y estrenó a fines de 2017 Lúcido, escrita por Spregelburd en 2006 y vista en el Solís hace un par de años a cargo de un elenco español. Lucas (Joaquín Mauad) es un muchacho complejo que debe su vida a su hermana mayor, Lucrecia (Natalia Sogbe), de quien recibió un riñón. Ahora vive solo con su madre, Teté (Adriana Ardoguein), la clásica madre enfermizamente apegada a su hijo, que parece más su esposa que su progenitora. El archifamoso esquema de la familia disfuncional que, bien hecho, siempre rinde. Nuestro joven disminuido —física y psíquicamente— practica la técnica del sueño lúcido para luego trabajar esos sueños en terapia y soportar ese Edipo galopante que impone su mamá. La cosa se le complica cuando vuelve su hermana para reclamarle la devolución del riñón, porque ahora la que lo precisa es ella.
Por momentos la comedia transita por terrenos oníricos, fronterizos con el surrealismo y el absurdo. Sawchik y su oficioso elenco —en el que brilla Ardoguein, un personaje que se agiganta a medida que transcurre la historia— sobrevuelan esta anécdota por demás ridícula y logran entregar 90 minutos de buena comedia, con el componente dramático preciso y necesario para ensanchar el espectro de emociones hacia los problemas universales de los vínculos familiares y las más inverosímiles válvulas de escape que una persona desesperada se puede inventar.
Por fuera de todo está el mozo-mayordomo-asistente, descacharrante papel comodín a cargo de Pablo Isasmendi, un comediante que formó una recordada dupla con Horacio Camandule y que hace más de una década derrocha talento histriónico. Lúcido va en el Teatro Victoria (Río Negro 1479), los viernes y sábado a las 21, con entradas a $ 300.
En Espacio Teatro, la sala y escuela que Franklin Rodríguez y María Filippi mantienen abierta desde hace 11 años en la calle Mercedes, a media cuadra del Auditorio del Sodre, se estrenó La extravagancia. Se trata de la segunda obra de su ambiciosa Heptalogía de Hieronymus Bosch, que Spregelburd comenzó en 1996 con La inapetencia, prosiguió con La extravagancia (1997), La modestia (1999), La estupidez (2001), El pánico (2002), La paranoia (2007) y La terquedad, escrita en 2008 y recién estrenada el año pasado en Buenos Aires. Inspirada en Los siete pecados capitales, la obra maestra del Bosco que exhibe el Museo del Prado, Spregelburd trazó en estos títulos y sus temáticas, los que a su entender son los principales vicios de la modernidad. Claro, una posible interpretación de cada uno sería materia de otra nota.
En La extravagancia, dirigida en esta versión montevideana por Daniel Romano, hay una sola actriz en escena (Alicia Garateguy) pero hay dos personajes más, por lo que no sería del todo correcto aplicar la categoría de unipersonal. De tres hermanas trillizas, una murió en el parto, pero sus padres decidieron adoptar otra niña y sustituirla por la muerta, sin decirles nunca a las niñas cuál es la adoptada. Ellas han pasado toda su vida deseando ser una de las dos legítimas hasta que se enteran de que la madre padece una enfermedad terminal y hereditaria. Ahora las tres quieren ser la adoptada, es decir, la que se salva. Además de nuestro personaje en escena, una de las hermanas aparece en la gran pantalla, porque es la rocambolesca conductora de un programa de televisión, una especie de consejera sentimental de lo más bizarra y extravagante, por supuesto. Nada que ya no hayamos visto mil veces en la tevé rioplatense. La tercera hermana y la madre terca que no suelta prenda sobre la identidad de sus hijas, hablan por teléfono con el personaje encarnado en escena. Por cierto, gran trabajo de Garateguy, desdoblada en esta comedia negrísima que se despliega con ritmo firme alternando efectivamente el formato escénico tradicional con el audiovisual.
La obra de Spregelburd es un rascacielos de más de 100 pisos como autor, traductor, adaptador, director, actor e iluminador, incluyendo una treintena de piezas escritas. Además, en cine y televisión alcanza casi 50 trabajos. Y aún no cumplió 50 años. En Uruguay, Mariana Percovich hizo Destino de dos cosas o tres, en la estación de trenes de Colón. Teatro de la Gaviota hizo una historia de espías de guerra llamada Raspando la cruz. Espacio Palermo recreó el grupo de maestras que cometen un secuestro para financiar su escuela de Acassuso, manijeadas por el famoso “Robo del siglo”, y el propio Spregelburd deslumbró al Solís con La paranoia, con su compañía El Patrón Vázquez, en 2010.
Además, una joyita de su pluma volvió a la cartelera estival, los jueves en el teatro Circular: la traducción en verso de Decadencia, del inglés Steven Berkoff (dirigida por Gerardo Begérez, con tremendas actuaciones de Jorge Bolani y Mariana Lobo). Merece ser vista —y oída— por todo aquel que tenga un mínimo interés por la belleza del idioma español cuando las palabras están bien combinadas.
Entre las obras de Spregelburd que aún no conoce el público montevideano, hay dos que fueron vistas varias veces por este cronista: Todo, un drama coral ambientado en pequeños apartamentos porteños en la Argentina de la crisis de 2001, y Apátrida, doscientos años y unos meses, una alucinante reconstrucción del encarnizado debate que protagonizaron a fines del siglo XIX el pintor argentino Roberto Schiaffino y el crítico de arte español Eugenio Auzón, quien señalando la extrema obediencia de las escuelas pictóricas americanas a los cánones europeos que imperaban antes que las vanguardias, pronunció: “Habrá arte argentino dentro de doscientos años y algunos meses”. Lo que al principio es “una ofensa de las que se lavan con buena pintura”, termina lavándose con sangre, en un duelo a punta de sable, con el resultado más increíble: el crítico le corta un tendón de la mano al artista, quien nunca más puede volver a sostener un pincel.