A los 24 años, Karen Grimson viajó a Nueva York para una pasantía de pocos meses en el Museo de Arte Moderno (MoMA). Lo que comenzó como una experiencia temporal se transformó en una carrera de 11 años como investigadora y curadora en la prestigiosa institución. Allí se encargó de la investigación que precedió a la exhibición monográfica de Joaquín Torres García en 2015 y formó parte de la gran exposición de la brasileña Tarsila do Amaral, entre otros proyectos. Nacida en Buenos Aires y formada en historia del arte en la universidad de esa ciudad, es hoy directora de la programación cultural del Miami Design District y curadora de la colección privada de su desarrollador, Craig Robins. Desde ambos espacios, impulsa distintas exposiciones a lo largo del año, con artistas de todo el mundo.
A principios de enero se inauguró la exhibición John Baldessari: el fin de la línea en el Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry (MACA), curada por ella. La obra del artista estadounidense se caracteriza por explorar los formatos de la pintura, el texto, la fotografía, el video, la instalación, y varios más en su práctica artística. Es a fines de los años 60 y principios de los 70 que Grimson se enfoca para construir la exposición consistente en más de 40 obras. Con una investigación liderada por la curadora, la muestra destaca una exposición que le dedicó el Centro de Arte y Comunicación en Buenos Aires, en 1974.
Hace tres años, cuando empecé a trabajar con Craig Robins y llegué al espacio donde está exhibida su colección, estaba expuesta una retrospectiva de Baldessari. Era un homenaje a él, que murió en enero del 2020. A partir de ahí, me empecé a familiarizar con su obra y especialmente con las que conforman la colección de Craig Robins. Recién a partir de la presentación de exposición que le hicimos al Malba, empecé a pensarlo como un objeto de estudio.
¿Qué recuerda de la creación de la exposición Joaquín Torres García: The Arcadian Modern, del MoMa, en 2015?
Fue por esa exposición que transicioné de un rol administrativo a un rol más curatorial y de investigación. En el 2014 o 2015 empezamos la investigación. Fui a los archivos del Getty,que tiene una gran donación de papeles de Torres. Fui a la biblioteca Blanton en Austin, Texas. Hicimos visitas de colección en Montevideo, en Buenos Aires y en Nueva York. Fue un gran ejercicio de investigación y de relevamiento de obra. En aquel momento el museo permitía organizar exposiciones con préstamos internacionales, con grandes presupuestos. Fue un momento mágico porque las posibilidades eran casi ilimitadas. Si no me equivoco, teníamos 300 obras, entre pinturas, esculturas y documentos de 50 colecciones diferentes, desde Suiza a Montevideo. Fue una tarea inmensa y en el medio de ese proyecto pasé de ser investigadora a ser asistente de curaduría. Este es un rol menos de biblioteca y más de trabajo con el objeto. Y todo esto con el curador de arte latinoamericano, que en ese momento era Luis Pérez Oramas. El proyecto de Torres se presentó al comité de exhibiciones 10 años antes de la fecha en la que se inauguró. Yo creo que se esperó hasta el momento en el que la mejor sala estuviera disponible. Así pudimos hacerla en el sexto piso, donde se encuentran las salas más grandes con techo de doble altura y con luz natural.
En Cataluña lo reclaman mucho a Torres, como un artista no nativo pero nacionalizado. De hecho, pudimos traer un gran préstamo de la Diputación de Barcelona. Era un fresco enorme, de la década del 1910, que hizo Torres al comienzo de su trayectoria. Esa obra da cuenta de la producción temprana de él, que no es lo que se conoce como el universalismo constructivo más identificable. La exposición generó mucho interés en España y por eso viajó después a Madrid y a Málaga. Entonces, desde que empezamos hasta que terminó la última presentación fue un proyecto que nos llevó cinco años entre la investigación, la instalación, las diferentes inauguraciones. Fue muy significativo.
Su trabajo en el MoMA comenzó luego de sus estudios universitarios. ¿Recuerda qué sintió al pasar de la universidad a un museo tan reconocido mundialmente? ¿Qué recuerdos tiene de esos 10 años trabajando allí?
Empecé una pasantía que duraba cuatro meses, pero la hice en tres porque al cuarto mes ya apliqué a una posición de trabajo fijo y quedé. Ahí tendría 24 o 25 años y se sintió como una expansión inconmensurable de lo que para mí, hasta ese momento, era el funcionamiento de un museo. Además, tuve la suerte de trabajar en una vertiente latinoamericana, hispanohablante, dentro del Museo de Arte Moderno. Había muchas cuestiones de sensibilidad intercultural que eran muy respetadas entre todos los que trabajábamos ahí. Me tocó trabajar con un curador venezolano, una asistente de curaduría peruana y siempre trabajé en la traducción de textos sobre obras de artistas hispanoparlantes o portugueses. Trabajábamos con artistas latinoamericanos para un universo norteamericano y anglosajón. El museo tiene una colección increíble de Latinoamérica y siguió fortaleciendo esa vertiente durante los 10 años que estuve ahí. Fue una década de mucho crecimiento para la colección.
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¿Qué impacto tiene en el arte latinoamericano que un museo como el MoMA exponga obras de esa región?
La colección de arte latinoamericano del MoMA ya era importantísima cuando llegué a trabajar. El museo les dedica exposiciones a artistas latinoamericanos desde la década del 30. La segunda gran exposición monográfica que hizo el museo después de abrir en el 29 fue sobre Diego Rivera. Creo que, a partir de los 90, lo que se intentó fue coleccionar de una manera más contemporánea. Desde el 2006, más o menos, hay en el MoMa un curador dedicado al arte latinoamericano. Es uno de los primeros museos que tuvo un curador dedicado exclusivamente al arte y a las ideas de esta región del mundo. Actualmente hay dos curadores de arte latinoamericano en el MoMA, y con ellos hay dos equipos curatoriales pensando en adquisiciones y exhibiciones. En mi experiencia, uno de los grandes ejercicios en esta visibilización de arte latinoamericano fue la retrospectiva que organizamos de Torres García, la primera exposición de Torres en Nueva York, desde el 1970, que se celebró una en el Guggenheim.
Habían pasado muchos años desde esa exposición, para ser un artista que es fundamental para el cánon del sur. En ese sentido, exhibir en un museo norteamericano es una gran puesta en valor, es la posibilidad de conquistar nuevos públicos que quizás no conocen el arte del sur. Pero no me parece un paso fundamental. Hay artistas de grandes carreras que las construyen más allá de las instituciones norteamericanas. Sí creo que la inserción de profesionales especializados en arte latinoamericano en las instituciones y la visibilización de esas obras —porque una cosa es que un museo coleccione y otra cosa es que el museo muestre esas colecciones, que las saque del depósito— hacen un relato global más justo.
En 2020 y 2021 se especializó en la vida y obra de la artista argentina Sarah Grilo. ¿Cómo surgió el interés por su obra?
Fue una tesis que realicé en un máster que estudié en Londres a partir de un interés que se generó por una adquisición de su obra en el MoMA. Creo que fue en 2017 que compramos una obra de ella para el museo, y a partir de ahí empecé a estar en contacto con la familia. También visité el taller donde ella y su marido trabajaban en Madrid y decidí hacer una maestría dedicada a su legado, a pensar el porqué de la omisión absoluta de su obra en los museos. Ningún museo, con la excepción del Museo Reina Sofía en los años 80, le ha dedicado una exposición monográfica. Esa omisión tiene mucho que ver con los legados de las artistas mujeres. Unos años después de realizar mi tesis, la galería Lelong, en Londres, empezó a trabajar su obra y decidieron hacer una exposición sobre ella. Me invitaron a formar parte y a que esa exposición estuviera enfocada en el tema de mi investigación, que se centró en la década en que ella vivió en Nueva York, desde 1962 a 1970. En esos años, su obra tiene un giro absoluto hacia el lenguaje y hacia el trazo y, en ese sentido, veo una conexión entre su obra y la de John Baldessari de los años 60.
¿Cómo diferenciaría las escenas artísticas de Nueva York, Miami y Londres?
Son casi incomparables. Creo que Nueva York es el centro de esta cuestión, del pensamiento de qué es lo latino, qué es lo foráneo, qué es el otro. Eso es algo que en el Imperio británico no se piensa. No hay un sentimiento de responsabilidad intelectual hacia la cuestión de lo latinoamericano. Fue interesante desarrollar la tesis de Sarah Grilo estando en Londres, porque realmente me di cuenta de esa falta bibliográfica, esa ausencia de marco teórico hacia lo latinoamericano. Es muy evidente. En Miami es lo contrario. La inmigración cubana, la confluencia de gente de Sudamérica, del Caribe, hacen que las cosas se den de otra manera. Hay un éxodo venezolano, uno argentino. Hasta le dicen la Cuba del norte. Hay tanta gente hispanoparlante en Miami que se siente como Latinoamérica. Miami está tan inmerso en esa identidad que no se habla necesariamente de lo latino, de lo latinoamericano, es parte del día a día. Las colecciones de museos de Miami no encuentro que se piensen tanto en términos geográficos o de escala regional, como sí sucede en Nueva York, donde la forma de pensar se categoriza: lo latino, lo foráneo, lo de Europa del Este.
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¿Cómo funciona la programación cultural del Miami Design District? ¿Se exponen obras exclusivamente de la colección de Robins?
Por un lado, está en el espacio público. Allí se exponen murales, esculturas, pinturas, entre otros, y es una especie de museo al aire libre en el que la gente que visita el distrito puede disfrutar al caminar. Por otro lado, están las que llamamos activaciones, que son propuestas más tradicionales e indoors. Estas son exhibiciones que realizamos en las propiedades del Design District, cuando todavía se encuentran vacías. Se activan con exhibiciones de artistas locales o internacionales. Se exponen obras de la colección privada pero también otras que no lo son.
¿Cree que crece el interés por el arte latinoamericano en Estados Unidos y Europa?
Sin duda creció en los últimos años. Creo que desde la década del 90 que se empezaron a formar especialistas en este tema y se empezaron a crear roles de trabajo en museos y universidades dedicados a la cuestión latinoamericana. Eso, sin duda, fomenta la visibilización del pensamiento latinoamericano en artes visuales en el hemisferio norte, algo que estaba muy en deuda antes.