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Treinta años del Peyote Asesino: el ingreso del ‘hip hop’ al rock uruguayo

“Echen al rapero”, fue el consejo que le dio su profesor de guitarra a Juan Campodónico; en tres años llegaron a la cima e implosionaron; ahora volvieron

Fernando Santullo había vuelto de un periplo de dos años por México y Estados Unidos a fines de 1992. Volvió con la idea de formar una banda, algo que antes no le había llamado la atención. No lo sabía todavía, pero en su valija venía con él el Peyote Asesino.

Es que en su valija traía las músicas que más le habían conmovido: Vivid, de Living Colour; The Real Thing, de Faith No More; una copia del Mother's Milk, el último disco de los Red Hot Chili Peppers antes de la masividad, en un casete de cromo.

“Yo llegué a Nueva York en noviembre de 1991 y el grunge todavía no era hegemónico. Había más cosas en la vuelta, como Public Enemy”, un nombre pesado dentro de la escena del rap y el hip hop en esa ciudad, pionera en eso de meter temas políticos en sus canciones, recuerda a Galería Santullo. Antes que a Estados Unidos había volado a México, algo así como su segunda patria, ya que ahí había emigrado con su familia, que huía de la dictadura, a los ocho años, en 1976. Allá incluso llego a atajar en las “fuerzas básicas” del América, tratando de emular al argentino Héctor Zelada. El exilio en esas tierras lo hermanó enseguida con Juan Campodónico y Carlos Casacuberta, quienes también vivieron ahí su infancia y adolescencia por idénticos motivos, quienes en un futuro serían los guitarristas de ese proyecto. “Toda esa música se acabó filtrando en el Peyote Asesino, que tenía cosas muy guitarreras y otras muy rítmicas, funkies. Eso facilitó que tuviera esa parte rapeada”.

Una cosa desembocó en la otra. “No teníamos claro que queríamos tener a un rapero en la banda. En un principio queríamos hacer algo de rock alternativo. El Peyote es el resultado de la combinación de las habilidades de Juan Campodónico (en la guitarra) y de mis limitaciones. Yo había intentado tocar instrumentos, bajo y batería concretamente, pero era un perro. Sin embargo, adopté el ritmo. Y esta música que apareció, el hip hop, a un tipo que no sabía nada como yo le daba herramientas para cantar. Ahí pude pescar la cosa”, afirma.

¿Cómo hacías para ser profesional de la música cuando volvías a Uruguay y te dabas cuenta de que este era un ambiente que no te permitía ser profesional? Llegamos muy alto y resulta que acá no teníamos manager ni cómo hacer difusión. ¿Cómo hacías para ser profesional de la música cuando volvías a Uruguay y te dabas cuenta de que este era un ambiente que no te permitía ser profesional? Llegamos muy alto y resulta que acá no teníamos manager ni cómo hacer difusión.

El Peyote resultó una mezcla de heavy metal, rap, funk y hip hop, con modismos mexicanos y spanglish producto de la experiencia vital de sus miembros. Semejante mixtura en el Montevideo de mediados de los años 90 —el debut del grupo fue en el pub El Perro Azul, el 28 de agosto de 1994— era poco y nada entendida. “Juan estudiaba armonía con (el reconocido guitarrista y compositor) Esteban Klísich. Un día le mostró las canciones. 'La banda está muy bien, pero echen al rapero y consigan a un cantante en serio', fue su veredicto. Desde entonces, 'echen al rapero' pasó a ser una broma interna”, ríe Santullo, que por entonces se hacía conocer como L. Mental. El camino no fue fácil; era llevar un demo a una radio para que los pasaran o a un boliche para que los contrataran y la maldita pregunta de siempre surgía sola: “¿Por qué tienen a un tipo que habla?”.

“Hasta que no entramos a tocar y tocar, no encajábamos”, cuenta Santullo, hoy también columnista en Búsqueda.

Empezaron a tocar y encajaron. Muy rápido. Quizá demasiado.

La historia es archiconocida. Con su formación ya clásica, que incluía a Daniel Benia en el bajo y a José Pepe Canedo en la batería (que reemplazó a Roberto Rodino, quien se había sentado tras los parches en ese debut en El Perro Azul), editaron su disco debut, El Peyote Asesino, en 1995. Temas como Todos Muertos, L. Mental, La Concha, El Peyote Asesino y H. K. se volvieron clásicos inmediatos. El quinteto captó la atención de Gustavo Santaolalla, amado y odiado gurú del rock latino, quien los fichó para la multinacional Universal. En 1998 salió a la venta Terraja, grabado y producido en Los Ángeles, al que muchos todavía hoy consideran una de las mejores placas de la historia del rock nacional, como Mal de la cabeza, Criminal, Guacho, Cable pelado o UR Gay como caballitos de batalla. Era un ingreso del rock nacional al primerísimo primer mundo. Y cuando Santaolalla, Universal y MTV Latina mediante estaban por comerse medio mundo, implosionaron. Para 1999 se habían separado ruidosamente.

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“Yo creo que en un momento nos pasaron por arriba las circunstancias. ¿Cómo hacías para ser profesional de la música cuando volvías a Uruguay y te dabas cuenta de que este era un ambiente no profesionalizado, que no te permitía ser profesional? Llegamos muy alto y resulta que acá no teníamos manager ni cómo hacer difusión. Había una pequeña oficina de (el sello) Universal, que no tenía encargado de prensa. Nos separamos un poco por eso y porque al Peyote todo le pasó muy rápido”, cuenta hoy, diplomático, Santullo.

En 2020, cuando se habían limado las asperezas y la banda se preparaba para lanzar el que sería su tercer disco, Serial (2021, 23 años después que el anterior), el frontman se explayó en Galería sobre ese regreso: “Pasa que nos pasó todo muy rápido: de ser una banda de amigos a, en tres años, estar envueltos en un proyecto muy profesional donde debías estar a la altura de la expectativa y la inversión del sello y el productor (Universal y Gustavo Santaolalla). Eso era en Los Ángeles, pero llegabas acá y no había un contexto que te permitiera laburar a ese nivel: no había managers, jefes de escenario, ¡en el 98 ninguna banda de rock había hecho un Teatro de Verano sola! Hoy se alinearon las ideas artísticas. (En aquel entonces) afectivamente retomamos el contacto rápido, pero todos empezamos a hacer cosas distintas en lo artístico: Juan (Campodónico) con Bajofondo, Carlos (Casacuberta) se dedicó a producir, (Daniel) Benia se fue a Chile, Pepe (Canedo) se fue con La Vela Puerca. Recién en 2009, cuando nos llamaron para cerrar el Pilsen Rock, empecé a calibrar lo que pasaba acá. Luego hicimos un par de Teatro de Verano más para juntarnos. Capaz que nos peleamos tan rápido luego de Terraja (1998) que casi no lo tocamos en vivo. En 2015 empezamos a hablar de tener material nuevo. Y volví a vivir en Uruguay”.

El quinteto ya no es quinteto: Benia se fue y en su lugar entró Ignacio Correa, Bruno Tortorella está a cargo de los teclados y se sumó un nuevo guitarrista, Matías Rada. Luego de tocar con una sana periodicidad, el 29 de agosto festejaron sus treinta años llenando la Sala del Museo. La magia sigue intacta. Ahora tienen previsto otro recital el 11 de octubre, en la Semana de Lavalleja, y otro aún a definir antes de fin de año.

Una de las bandas icónicas del rock uruguayo, la que debía echar al rapero, la que nadie entendía y ha pasado más de la mitad de su vida separada, no sabe si tendrá material nuevo para mostrar en breve. “Esa es una gran pregunta. Pasa que Juan está produciendo por su lado y sacando sus cosas. Es un tema de tiempo”, cuenta Santullo. El tiempo, esa entelequia que los llevó al estrellato muy pronto, que los separó y que curó las heridas. Todo tuvo su lugar.

“Cambiar el pasado es inútil”, contestó a Galería en 2020 cuando se le preguntó si cambiaría algo de la historia del Peyote. “Sí tengo claro que no haría lo mismo porque no soy la misma persona. Este disco lo hacemos porque aprendimos a negociar. También ayuda haber pasado por otras experiencias musicales. ¡El Peyote fue nuestra primera experiencia seria!”. Esa experiencia acaba de cumplir 30 años.