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    Decir no

    N° 1962 - 22 al 28 de Marzo de 2018

    Ayer recibí un mensaje en mi teléfono. Era del hijo de alguien a quien mucho aprecio. Lejos de los habituales prejuicios que atribuyen a los jóvenes casi todos los males del mundo, el mensaje venía escrito en términos de lo más amables, con suma educación y máxima delicadeza al explicar los motivos que alentaban su pedido. El pedido no era otro que dinero. Pero no de una forma directa, sino a través de la compra de una rifa que ayudaría a financiar un viaje. 

    Este chico —a quien solo vi una o dos veces— jamás sabrá cuánto lamenté decirle no. Fue un no sin atajos ni falsas excusas. Un no, por así calificarlo, valiente, en el sentido de que, sabiendo cuán antipática le resultaría mi respuesta y la decepción que le causaría, preferí ser sincera y evitarle pérdidas de tiempo. Preferí, también, la rotundidad de esa negativa sin dilaciones antes que una demora que al final iba a terminar en lo mismo o, muchísimo peor, la grosería de una falta de respuesta con la que algunos hacen como que no ven, no saben, no se enteran. Esto último sí que me molesta. 

    Suelo comprar estas rifas y sé cuánto importan para quien las vende. De hecho, más de una vez mis hijas las ofrecieron y yo agradecí a cada uno que había colaborado con ellas. Detesté un poco a quienes no lo hicieron  —para qué negarlo—, aunque no tanto como para que el fastidio se mantuviera y pronto se diluyó en el olvido. Quiero decir con esto que sé lo que se siente del otro lado, cuando uno pide y el otro acepta o niega. Por eso me esmeré al explicar mis razones con toda la claridad de la que fui capaz y, al cabo de unos minutos, recibí otro mensaje del mismo tenor que el primero. El chico —que también pudo haber optado por el silencio enojado o indiferente— se tomó el trabajo de responder. Dijo que entendía los motivos de mi negativa y, a su modo, me absolvía del malestar del momento. 

    Así, la cuestión quedó zanjada, pero siguió repicando en mí una incomodidad ligera. En casos como el de este chico, un resulta siempre cordial, generoso, agradable. Lamenté no haber estado a la altura y espero compensarlo algún día. Sin embargo, en otros casos, el no es la mejor respuesta. Cuando el es inconveniente, decirlo se transforma en un acto demagógico, una forma de sacarse un problema de arriba aunque eso suponga transferir el problema a otro, una flojera de carácter, la desesperada necesidad de ser querido, el miedo a que el otro piense lo peor de uno o la transferencia de poder ante alguien que sentimos más fuerte o a quien tememos. 

    Hay personas que viven esclavas de un que alguna vez dieron en circunstancias de fragilidad, culpa, confusión o miedo. Junto con ese transfirieron un poder inmenso. Y el otro —convertido en victimario no tanto por su astucia, sino por la debilidad ajena— comprendió de inmediato que manipulando esa vulnerabilidad obtendría beneficios y que, si actuaba con algo de habilidad perversa, podría extender esos beneficios a lo largo del tiempo. No es raro que estos vínculos enfermos nacidos de un arrancado por la fuerza deriven de relaciones que alguna vez estuvieron cargadas de afecto. Ni es raro que ese  con el que algunos ceden sea una forma bienintencionada, aunque errónea, de evitar sufrimiento a seres queridos. 

    Todos conocemos casos como estos. Suelen ser chantajes emocionales en los que una parte es débil y la otra se aprovecha. Vistos desde afuera resultan indignantes y uno quisiera sacudir al flojo, hacerle entender que alcanza con plantarse con seguridad ante el chantajista y que se sorprendería al ver los efectos inmediatos que produce un no dicho con serena firmeza. 

    Cuando la extorsión es prolongada produce acostumbramiento y es posible que la víctima no sea consciente de sus perniciosos efectos. Pero cuando encuentra la fuerza para romper el ciclo y se sueltan las cadenas, la sensación de alivio es inmensa. La víctima del quizá se pregunte cómo pudo vivir bajo ese yugo durante tanto y qué trastornada estaría como para convertir en natural y aceptable lo que a todas luces era una aberrante anomalía. No es fácil decir no, algunas veces, pero puede resultar lo más justo, sano y conveniente.

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