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    El país de Fede

    Nobleza obliga

    Huelga contar la historia de Fede Álvarez. En estos días ha aparecido en los medios a causa del estreno de su nueva película, No respires, en la que también participan otros uruguayos. Desde Ataque de pánico, aquel corto que en 2009 recibió innumerables visitas en YouTube, no ha parado de crecer. Ahora llega con esta propuesta de la que es director, coguionista y productor, y ha venido a Uruguay para presentarla. Dura una hora y media, “lo que tiene que durar”, dice con una sencillez exenta de cualquier pose, como si se diera cuenta y no de lo que significa haber escalado hasta Hollywood, la cumbre del cine.

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    Habla con una media sonrisa —o con una sonrisa despejada cuando es obvio que recordar lo divierte— y deja que se cuelen palabras como milico, afanan, guita y otras que lo devuelven a su naturaleza uruguaya de la que, por otra parte, no solo no reniega, sino que se encarga de enfatizar en su discurso. Se lo ve feliz y sereno, relajado y responsable, un niño que ha accedido al mejor de los juguetes y es consciente de que no debe romperlo.

    Me lo crucé por casualidad en varias entrevistas y luego busqué algunas otras que me dieran más datos para esta columna. En todas me sorprendió la lucidez de sus declaraciones, lo nítido de los conceptos, la afabilidad con la que quitaba importancia a lo superfluo y se detenía en cuestiones sustanciales. Pensé que allí estaba la clave de su éxito. Alguien que conoce las prioridades y es capaz de distinguir lo esencial en un mundo donde la frivolidad campea y el alma se llena con facilidad de papelitos, tiene gran parte de los conflictos resueltos. Disfruta de su momento, pero no está mareado. Es decir, entiende pero no se la cree. Por ahora, mascarilla de oxígeno, cero.

    Me gustó escucharlo reivindicar sus raíces, decir que lo sorprendente no era aparecer en los medios estadounidenses, sino en los uruguayos. Que ver su cara en las páginas de un diario que constituía parte de su vida, era lo que de verdad lo conmovía. No me pareció extraño el comentario. Los uruguayos somos mezquinos para reconocernos entre nosotros y eso nos hace crecer con la idea de que jamás obtendremos aplausos en nuestro país. Lo que, en efecto, es frecuente. Recibimos con laureles y palmas a quienes han triunfado afuera, como si esa legitimación externa fuera la condición imprescindible para aceptar que el chiquilín rubiecito que vive a la vuelta de casa, o la señora que cada tanto me cruzo en la feria pueden, además, ser auténticos talentos. Si en el exterior lo dicen, entonces los vemos. Si no, les pasamos por el costado como si no existieran.

    En una entrevista para El Observador TV, cuando se le preguntó si pensaba filmar en Uruguay, Fede Álvarez no vaciló en decir que sí: “Desde que soy chico estoy filmando en las calles de Montevideo. (…) El sueño no fue hacer una película en Hollywood. El sueño fue hacer una película acá”. Y agregó que no tendría ningún inconveniente en volver al país mientras durara la producción y el rodaje. Le creo.Estoy orgullosa de ser uruguaya. Me gusta serlo. Al viajar lo anuncio cuantas veces puedo. Y en las colas de los aeropuertos llevo mi pasaporte azul con el escudo dorado bien a la vista. A veces, diviso a un compatriota a la distancia y surge una sonrisa de entendimiento. En esa sonrisa va nuestra equivocada idea de ser un país pequeño y nuestra correcta certeza de que, aun siendo poquitos, siempre hay un uruguayo en la vuelta.

    Con paciencia he explicado decenas de veces que Paraguay está más al norte y me he resistido a la pereza geográfica de indicar nuestra ubicación mencionando a los dos vecinos grandotes. No, señor. Uruguay es mucho más que un país chiquito con forma de corazón, situado entre Brasil y Argentina. Todo eso y más he contado con la mayor simpatía y me he reído ante algunos comentarios de lo más torpes, pero no he podido ocultar mi desazón cuando la única referencia que viene a la mente de mis interlocutores es el nombre de algún jugador de fútbol o de algún político del que suelen saber menos de lo que creen.

    Entonces vienen a mi mente nombres de uruguayos ilustres que a lo largo de dos siglos brillaron en las artes o en las ciencias. Ni siquiera ensayo una lista porque no sabría cómo establecer un orden de preeminencia. Pienso en médicos, abogados, pintores, músicos, actores, literatos, hombres y mujeres de orígenes dispares, la mayoría hijos o nietos de inmigrantes, forjados en la honrosa fragua de la Escuela Pública. Sobre esas espaldas se construyó lo mejor de nuestra identidad, esa inexplicable sensación que aflora apasionada cuando juega la Celeste —y no está mal que así sea—, pero que se deshilacha en una percepción aguada cuando intentamos definirnos, contar quiénes somos, cómo nos vemos, qué deseamos para el futuro. Nos hace falta recuperar el orgullo por los que nos antecedieron y también tener nuevos referentes.

    Me encantará que pronto, en un lugar cualquiera —una feria del libro en México, un cafecito parisino o un museo madrileño— alguien, al saber mi origen, me diga que conoce Uruguay, el país de Fede.Necesitamos estimular a los Fedes que vienen. Permitirles tener proyectos que trasciendan las opciones clásicas, fomentar las vocaciones artísticas, apostar a la cultura —no como un pasatiempo, sino como una profesión, un trabajo, un oficio—, decirles a nuestros jóvenes que se puede. Claro que se puede. Con esfuerzo, con horizontes definidos hacia los cuales dirigir la mira de los sueños.