N° 1945 - 23 al 29 de Noviembre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn pocos días, Judi Dench cumplirá ochenta y tres años. Debutó en el teatro hace seis décadas y sigue deleitándonos con sus magníficas interpretaciones. Su versatilidad le ha permitido encarnar personajes de Shakespeare, Austen y Wilde, ser la misteriosa M que acompaña a James Bond y también Sally Bowles en Cabaret. Transitó el drama y la comedia. Se animó a cantar en musicales. Recorrió teatros, sets de televisión y de innumerables películas. Compartió elencos con Jeremy Irons, Cate Blanchett, Maggie Smith —quien también merecería esta columna—, Lily Tomlin, Pierce Brosnan, Juliette Binoche, Colin Firth, Kate Winslet, Johnny Depp y tantos otros geniales actores.
Igual de rutilantes son los nombres de quienes la dirigieron. E igual de impactantes los reconocimientos con los que se premió su talento, incluido el Oscar como Mejor actriz de reparto por su estupenda interpretación como Isabel I en Shakespeare apasionado. En 1988 recibió el título honorífico de Dama Comendadora del Imperio Británico. Desde entonces es Dame Judi Dench.
Nació en la encantadora ciudad de York y, por motivos relacionados con la actividad de sus padres, estuvo vinculada al teatro desde niña. Estudió actuación en Londres y en 1957 vivió su primera experiencia profesional al encarnar a la Ofelia de Hamlet en el teatro Old Vic. Un año más tarde cruzó el océano con Enrique V y fue la joven Catalina. Desde entonces no ha parado de actuar en su país y en el extranjero. Lejos de extinguir la pasión, los años parecen avivar la llama de su capacidad actoral cada vez más refinada. Judi Dench mejora con el tiempo.
Disfruto viéndola actuar. Voy a ver cualquier película si ella está en el elenco. La disfruto por esa ductilidad que le permite hacer casi cualquier papel con la misma serena convicción de estar dando lo mejor de sí. Esa presencia honesta, audaz, comprometida, con la que afronta los desafíos, me conmueve. Se muestra segura y, a la vez, deja traslucir el esfuerzo y la preparación que conlleva un desempeño aspirante a la excelencia. Una profesional seria, de las que no se duermen en ningún falso olivo y continúan aprendiendo.
La disfruto por su talento y también por su belleza. Nadie como Judi Dench soporta un primer plano con ese coraje propio de los espíritus fuertes, seguros de que la belleza les viene de adentro. Adoro sus ojitos azules de infinita picardía e inteligencia. Adoro su voz modulada entre dulzuras y asperezas según la exigencia del momento. Adoro su pequeña boca de niña eterna. Adoro su cabello blanco, cortito. Y, por encima de todo, adoro sus arrugas. Las arrugas más hermosas del mundo. Judi Dench envejece con dignidad y alcanza en cada etapa del proceso su punto de caramelo.
En los últimos días la he visto en dos películas: Asesinato en el Expreso de Oriente —una nueva versión del clásico de Agatha Christie, dirigida y protagonizada por Kenneth Branagh— y, encarnando una vez más a una soberana inglesa, en Victoria y Abdul —el relato cinematográfico de la afectuosa relación entre la reina y su sirviente indio. Ninguna de las dos películas me pareció excepcional, aunque es innegable su buena factura y el grato momento de esparcimiento que ofrecen. En ambas, la actuación de Judi Dench resalta. Vale la pena ir al cine solo por ver esas gloriosas arrugas en pleno despliegue de genio. Me pregunto si a ella le ofendería mi comentario acerca de su belleza.
Sé que no es políticamente correcto ensalzar la belleza de una mujer cuando el destaque proviene de su talento. He presenciado reivindicaciones vehementes de mujeres que se han molestado porque alguien las saludaba con una alusión a su agradable apariencia o porque han sido mencionadas por la elegancia de su atuendo cuando, en realidad, se distinguían por el rol preponderante que estaban cumpliendo.
Entiendo —soy mujer, ¿cómo no habría de entenderlo?— lo que subyace a esos reclamos. Es comprensible ante siglos de consideración patriarcal que relegaba a la mujer a un sitial poco más que decorativo y le negaba toda otra posibilidad de desarrollo. Una mujer del siglo XXI exige igualdad de oportunidades y una consideración justa de acuerdo con los logros alcanzados a partir de su capacidad y esfuerzo. Una escritora no quiere que se la incluya en una antología por su cara. Quiere que se la incluya por la calidad de sus textos.
La reivindicación es correcta y bienintencionada. Pero lo virtuoso puede transformarse en defecto cuando se da con exceso. Más de un hombre me ha comentado que, incluso desde una caballerosidad respetuosa, no sabe cómo actuar frente a una mujer que es, a la vez, inteligente y linda. ¿Devalúa la consideración de lo primero si se hace mención a la belleza? ¿Tiene que reprimir cualquier comentario estético por miedo a ofenderla? En el mejor de los casos, estos hombres perplejos se repliegan. Pero no faltan los que, atemorizados, ya alzan sus voces reaccionarias y se defienden con renovada virulencia.
Estamos en un momento de cambios en lo que respecta a la relación entre hombres y mujeres. Imposible es, a esta altura, determinar con precisión cuándo y cómo se estabilizará. Es deseable que el giro se consolide hacia un espacio de justicia que reconozca la igualdad en la diversidad y dé a todos los correspondientes derechos. Sin vencidos ni vencedores. Porque el humanismo al que aspiramos debe ser el resultado de una lucha, pero no de una guerra.