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Estoy en Gisenyi, una ciudad de Ruanda en la frontera con la República Democrática del Congo. Junto a otros trece uruguayos —la mayoría de ellos, periodistas— hace una semana que espero la autorización para ingresar y llegar a Goma, donde nuestros Cascos Azules tienen una de sus bases. Cada cual ha venido con un propósito distinto. Algunos, enviados por sus medios. Otros, de forma independiente. Todos, con la intención de ver cómo se trabaja en las misiones de paz y convertir la experiencia en material periodístico o literario de provecho. Motivos ajenos a nuestra responsabilidad —cuyos detalles no corresponden al tenor de esta columna, aunque sí ameritan una investigación— nos tienen aquí encallados.
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Atrapada en este limbo ruandés, con una frustración creciente, intento rescatar lo positivo. El viaje ha sido largo; la preparación —que incluyó análisis, medicamentos, vacunas y jornadas de instrucción— fue cuidadosa. Las expectativas siguen siendo inmensas. No me resigno a volver a Uruguay con la sensación de haber perdido el tiempo y busco la forma de transformar la peripecia en algo que valga la pena ser contado. De todos modos, no me engaño. Vine a otra cosa. No a hacer turismo, aunque al leer esta columna pueda parecerlo. Y, a pesar de que nada tengo que ver con las razones de esta demora, siento una incomodidad cercana a la vergüenza mientras escribo esto.
Si algo bueno tuvo el contratiempo, fue esta posibilidad de estar en Ruanda durante unos días. Veintidós años atrás, cuando seguí con horror a través de las noticias los pormenores del genocidio, jamás imaginé que algún día visitaría este país. Llena de prejuicios nacidos de la ignorancia, esperaba encontrar un lugar en ruinas. El moderno aeropuerto internacional de Kigali fue la primera sorpresa y el trayecto por tierra hacia la frontera, una sucesión de contrastes que solo las sombras de la noche lograron atenuar. Entre autos de alta gama y gente que se desplazaba a pie a lo largo de avenidas limpias, el paisaje urbano fue cediendo terreno a una ruta montañosa recortada en la negrura del cielo. Al fondo, un resplandor rojizo anunciaba la presencia inquietante del Nyragongo, el volcán que no descansa y que en 2002 tuvo su última gran erupción.
Las lecturas previas fueron útiles para colocarme en contexto, pero aun así, todo lo leído no pasa de un marco básico que permite una primera aproximación a esta realidad muy diferente a la nuestra. Es tan poco lo que conozco de África, que cada instante trae su novedad y los sentidos se saturan de estímulos. En la madrugada, bajo el tul que protege mi cama, me adormezco con una sinfonía de sonidos que progresan a medida que las luces del alba van insinuándose.
Me conmueve la cordialidad de la gente y me pregunto si han superado el trauma de la barbarie que apenas ayer lanzó a hermano contra hermano. La casualidad quiso que llegáramos en el mes de conmemoración de los hechos de 1994 y por todas partes hay carteles que lo recuerdan. Un niño me dice que en la escuela les cuentan lo que sucedió y me explica que no hay que hablar de tutsis y hutus, sino de ruandeses. Un veinteañero cuenta que de su familia solo queda un hermano. Le pregunto por sus sentimientos y me dice que quiere ser feliz y que no guarda rencores. Claro que estar unos pocos días en un lugar no permite extraer conclusiones y me cuido de ser demasiado asertiva en lo que escribo, pero creo que han encontrado la forma de ir sanando las heridas en una convivencia pacífica que no implica negar la memoria.
La pobreza es grande, aunque no la notemos en toda su imponencia desde esta ciudad donde hemos quedado varados. Días atrás, determinados a no desperdiciar las horas mientras las visas llegaban, salimos a dar un paseo por el lago Kivu, una extensión azul verdosa, testigo de algunos episodios terribles de aquella masacre. Bordeado por grandes casas y hoteles, se ha convertido en un centro de atracción turística, aunque a pocas cuadras de esas instalaciones las calles se vuelvan caminos polvorientos y la arquitectura vire hacia construcciones más modestas, en algunos casos, precarias.En un pequeño asentamiento, a orillas del lago, unas familias sobreviven. Un turista comete la imprudencia de mostrar un billete y de inmediato se forma a su alrededor una nube de niños que le reclaman más. El hombre sigue sacando dinero, divertidísimo. La nube crece y hay gritos y golpes. El hombre se asusta y se aleja. Con la pobreza no se juega.
No lejos de la costa una estructura metálica interrumpe la belleza natural. Pregunto de qué se trata y un lugareño me explica que es una plataforma para extraer el metano que esconden las aguas, una de las innumerables riquezas africanas. Este continente es pródigo en recursos naturales y en esa bendición está también su castigo.
En medio de la desazón por la infructuosa espera, nos llegan las terribles noticias del desastre climático que afecta al Uruguay. La lejanía aumenta la impotencia y pone en perspectiva nuestro trance. Estamos fastidiados, pero entendemos la distancia que hay entre un drama y un contratiempo. Más que nunca quisiéramos estar en casa.Retengo esta columna todo cuanto puedo, con la esperanza de que logremos atravesar la frontera antes de que sea hora de enviarla para ser publicada. Las visas llegan, pero surgen otros obstáculos administrativos. Un alto oficial uruguayo nos comunica que lo intentarán hasta el final. En dos días parte el último vuelo de regreso y nosotros debemos ir en él.
Vine preparada para trabajar en el Centro Tulizeni, donde una monja colombiana devuelve la dignidad a un grupo de mujeres que han sido violadas y viven allí con sus niños. Estoy a pocos kilómetros de ese anhelado abrazo. Espero.