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En los últimos días, el Ministerio de Educación y Cultura dio a conocer la lista de títulos que recibirán apoyo financiero para ser traducidos al portugués o al italiano. Los elegidos son ¡Alemania, Alemania! de Felipe Polleri, Más allá de Horacio Quiroga, El discurso vacío de Mario Levrero y La borra del café de Mario Benedetti. Según se explica en la página del Ministerio, la intención es “impulsar la difusión a nivel internacional de los escritores de nuestro país”. Es la primera vez que se implementa una iniciativa de este tipo y la convocatoria permanecerá abierta hasta el 30 de setiembre.
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La noticia, que celebro, y mi particular relación con la traducción, me invitan a compartir con los lectores alguna experiencia y a invitarlos a reflexionar acerca de la importancia que la traducción tiene en la creación y divulgación de las ideas, del conocimiento y, en algunos casos, de la belleza.
Los traductores son —somos— magos invisibles. Hacemos nuestro truco e intentamos que solo se vea el efecto, pero no los mecanismos que lo sostienen. A veces nos sale tan bien que nuestro nombre ni siquiera es incluido en los créditos y nuestro trabajo pasa inadvertido. La cuestión de la visibilidad del traductor no admite una única respuesta, sino que requiere una consideración especial en cada caso. Esto no significa, claro está, que debamos renunciar a nuestros derechos como creadores y trabajadores del oficio de escribir.
Desde un punto de vista puramente estético, la mayoría de las veces producimos en el lector la ilusión de que el texto no ha pasado por nuestro tamiz, es decir, tratamos de que no se percate de nuestra existencia o, si lo hace, que nos olvide pronto y se deje envolver por las palabras. Con mayor o menor pericia nos lanzamos a la aventura de conectar mucho más que dos códigos lingüísticos. Nuestra verdadera ambición es enlazar distintas formas de ver el mundo, aquella Weltanschauung de la que los alemanes del siglo XVIII ya hablaban y que supone la figuración que se hace de la realidad en una época determinada. Esto incluye no solo la interpretación de los hechos, sino la valoración de los objetos, los sistemas de creencias y el establecimiento de un marco simbólico dentro del cual el ser humano desarrolla su vida.
Las traducciones son puentes construidos con palabras, bajo los cuales corre el río caudaloso de una o más cosmovisiones que el traductor debe armonizar de manera tal de transparentar los conceptos para que sean comprendidos en la cultura meta, sin soslayar del todo la cultura de la que provienen. A pesar de sus esfuerzos y de su eventual excelencia, el traductor sabe que siempre ha de sacrificar algo. Esa es su lucha. En cualquier caso, la buena traducción será aquella que tenga un valor artístico en sí y que pueda ser apreciada incluso con independencia del original.
En este sentido, traducir poesía se presenta como la máxima utopía. Además de las ya numerosas decisiones que un traductor toma —algunas vinculadas a la época y al lugar de creación, sin olvidar jamás al receptor—, deberá optar entre privilegiar los conceptos o la música interna. No hay una solución única para este dilema. Cada texto trae su desafío y el traductor sabe de antemano que apenas puede aspirar a ganar una batalla y no la guerra completa. Si privilegia lo conceptual, quizá no pueda respetar la métrica y la rima. Si decide proteger la sonoridad, es muy factible que deba violentar algún concepto. El autor trabaja en la forma y en el contenido con las herramientas que le proporciona su lengua. El traductor se topa con dificultades a veces insalvables cuando intenta lo mismo. Ambos son creadores de un texto.
Otro punto que ofrece resistencia es el vinculado a los llamados culturemas, unidades lingüísticas que se decodifican de una manera específica dentro de una comunidad parlante. Puede decirse, por tanto, que además de palabras, los culturemas constituyen verdaderos fenómenos sociales no siempre existentes en todas las comunidades. Significan una dificultad extra para el traductor.
Una lujosa edición de Martín Fierro, publicada en 1970, con encuadernación en madera e ilustraciones soberbias, trae al final el texto completo traducido a tres idiomas: inglés, francés e italiano. El intento es bueno y, para algún lector extranjero siempre será mejor algo que nada, pero las complejidades intrínsecas del verso, con métrica y rima acotadas, más la densidad cultural que encierra, hacen que estas versiones solo puedan aspirar a ser una pálida aproximación del original. Solo a modo de ejemplo, vale la pena recordar la primera estrofa de ese texto tan querido para los rioplatenses, y que muchos podrían citar de memoria (“Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela / que el hombre que lo desvela / una pena estrordinaria / como la ave estrafalaria / con el cantar se consuela”). Dejo aquí, para que los lectores disfruten y se diviertan un poco, las distintas versiones de las que surge algo raro, aunque loable en su intención: “I sit me here to sing my song / to the beat of my old guitar / for the man whose life is a bitter cup / with a song may yet his heart lift up / as the lonely bird on the leafless tree / that sings ´neath the gloaming star”. - “Ici je me mets a chanter / aux accords de ma guitare / L’homme que tient éveillé / une peine extrardinaire / comme l´oiseau solitaire / en chantant peut se consoler”. - “Incomincio qui a cantare / pizzicando la mandola / l’uomo se anche di una sola / pena in cuor sente il rovello / come solitario augello / con il canto se consola”.
Bienvenida la iniciativa de poner el foco en los autores nacionales y proyectarlos al mundo a partir de la traducción de sus textos, que ingresan ahora en un fascinante proceso de transformación para llegar a los lectores de otras tierras siendo lo mismo y, a la vez, convertidos en algo nuevo.