Ya es casi un lugar común decir que los verdaderos ricos de hoy son quienes pueden disponer de su tiempo y que, no importa la plata que tengas, si no gobernás tus días, aquella, al pasar raya, de poco te va a servir.
, regenerado3Ya es casi un lugar común decir que los verdaderos ricos de hoy son quienes pueden disponer de su tiempo y que, no importa la plata que tengas, si no gobernás tus días, aquella, al pasar raya, de poco te va a servir.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEs evidente que lo dicho acá arriba debe relativizarse cuando nos referimos a los habitantes del primer mundo o de países más periféricos y, aun dentro de ellos, como el nuestro, tendremos que preguntaros hasta dónde quienes pertenecen a las clases menos o medianamente acomodadas tienen la capacidad de hacer esa opción.Estoy convencida de que elegir siempre se puede; la diferencia está en el coraje y el dramatismo que implica hacerlo en unos y otros casos.
El primer amigo que me presentó mi marido cuando nos conocimos, hace casi dos décadas, era un señor ya con setenta años pasados, unos increíbles ojos azules y una tupida cabellera gris a los que acompañaban unos modales exquisitos y una charla llena de humor y de cultura. A pesar de su aspecto británico —relativizado por una vestimenta modestísima— era un alcohólico anónimo con casi 30 años de recuperación que vivía en una pensión de la Ciudad Vieja que pagaba con su pensión a la vejez, hacía sus comidas en el INDA, se manejaba a pie y utilizaba puntualmente cada semana su pase de Cinemateca que un amigo le regalaba. Ese pase y los sobres de té que solían llevar quienes lo visitaban en la pensión eran los únicos aportes que aceptaba a su vida ascética, porque decía que es la que él había elegido y debía hacerse cargo de ella.
El caso es extremo, pero demuestra que la posibilidad de elegir siempre está allí.
Quizás un poco, solo un poco más extremo es el caso de tantos artistas (sobre todo gente de teatro) que elige vivir como tal en este, pero también en cualquier país —incluidos los del primer mundo— y jamás los escuché quejarse de esa opción, con la que, por otra parte, se los ve de lo más felices.
Por el otro lado, basta con mirar alrededor de cada uno para encontrarse preguntando qué necesidad tienen determinadas personas de vivir obsesionadas y angustiadas por sostener unos edificios presupuestales propios o familiares que notoriamente les van diezmando ya no la alegría sino también la salud.
Es verdad, y lo pongo por autobiográfico, que uno se pone mil excusas para llenarse de obligaciones que no quiere cumplir, y que las razones que se da a uno mismo y a los prójimos resultan en casi todos los casos un tanto falaces. Hay mucho de cobardía, de miedo al abismo de enfrentarse al tiempo de disfrute, de perder el lugar que uno supuestamente ganó en determinados ámbitos, de no poder darles a los hijos todo lo que uno podría (sin preguntarles a ellos qué prefieren, si nuestra presencia o nuestras cuotas), entre tantas otras razones, tan válidas como cualquiera.
Y después están los que pueden hacerlo y eso no les implica cambio alguno en el presupuesto mensual: algunos deciden por el tiempo y otros, más que por el dinero, quizás por darle un sentido a su vida o buscando una realización. Porque no se trata, tampoco, de decir que te vas a vivir bajo una palmera en el Caribe, sino de ver a qué le das más valor en tu vida.
Un par de especialistas norteamericanos hicieron una encuesta para investigar esto último entre ciudadanos de su país de todas las razas, edades, profesiones y nivel de ingresos. Preguntaron: “si te dieran a elegir entre más tiempo o más dinero, ¿cuál opción escogerías?”
Les hicimos esta pregunta a más de 4.000 estadounidenses —explican Hal Hershfield y Cassie Mogilner Holmes en una nota de “The New York Times”— y publicamos un artículo en la revista especializada “Social Psychological and Personality Science” en el que explicamos que la mayoría de las personas le dan más valor al dinero que al tiempo. El 64 por ciento de las 4.415 personas a las que les hicimos la pregunta en cinco encuestas optó por el dinero.
Pero, agregan: “descubrimos que la gente que optó por el tiempo era estadísticamente más feliz y estaba más satisfecha con la vida que la gente que eligió el dinero”.Pensaron, dicen, que quizás el resultado mostrara que las finanzas de las personas que eligen el dinero son más limitadas y por lo tanto son menos felices. Para comprobar lo anterior, también les pidieron a los encuestados que les hicieran saber su ingreso familiar anual y la cantidad de horas que trabajan por semana (para medir qué tanto tiempo tienen).
“Descubrimos que incluso cuando considerábamos de manera uniforme la cantidad de tiempo libre y dinero (así como la edad, el género, el estado civil, la paternidad y el valor dado a las posesiones materiales), la gente que eligió el tiempo y no el dinero seguía siendo más feliz. Así que si tuviéramos a dos personas que fueran por lo demás iguales, aquella que asentara que el tiempo es más importante que el dinero sería más feliz que la que solo optara por el dinero”, concluyeron.
Hace ya un par de años al menos, en Estados Unidos se estableció que para cubrir las necesidades razonablemente buenas de una familia tipo en ese país se necesitaban unos 75.000 dólares al año y que por encima de esa cifra, el tiempo o el dinero no incidían de verdad en los niveles de satisfacción con la propia vida. (Es de aclarar que esa cifra, de unos seis mil y algo de dólares al menos, extrapolada a Uruguay seguramente se reduciría a menos de la tercera parte, si nos atenemos a la canasta familiar de Búsqueda, por ejemplo).
“Sin embargo —dicen los investigadores recordando ese popular estudio— nuestra investigación demuestra que el valor que les dan las personas a estos recursos sí predice la felicidad” y concluyen que quienes le dan más importancia al tiempo en una fuerte mayoría son más felices que quienes le dan más valor al dinero, aun consiguiéndolo.Hagamos la cuenta de cuánta gente rica conocemos. Quizás la estamos valorando mal o al menos de una sola manera.