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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáAl abrir la alta puerta de vidrio de D.O.M., en una pequeña calle del residencial barrio Jadins en San Pablo, se entra a un salón sobrio, blanco y negro, vestido únicamente por obras de arte. Allí, en un menú degustación de ocho pasos, el chef Alex Atala expone desde hace 17 años una combinación de sabores que resultan de sus viajes por las comunidades indígenas de Brasil. Su forma de trabajar los ingredientes es, en principio, a través de técnicas de cocina tradicionales que aprendió cuando estudió gastronomía en Bélgica, y que aplicó en restaurantes en Francia e Italia. Con este bagaje, el cocinero y su equipo miran la sala desde su cocina vidriada mientras desafían a sus comensales con hormigas amazónicas crocantes que saben a limón, palmitos pupunha (producto de palmeras tropicales) que se disfrazan de fettuccine o una tapioca que se funde en un budín. Para Atala, el sabor es tan importante como su mensaje de revalorización de los alimentos brasileños genuinos, y detrás de ellos dar orgullo y trabajo a las comunidades indígenas que aún lo producen en su país.
Con esa visión, el cocinero, investigador, comunicador y activista, llegó a Montevideo el jueves 19 invitado por el restaurante Café Misterio para celebrar su 23er aniversario con un menú en coautoría con su chef y propietario Juan Pablo Clerici. Atala describió este encuentro como la conexión de dos universos de manera armónica. Para lograrlo ejecutó platos del menú degustación actual en D.O.M. y jugó con ingredientes uruguayos como hongos recién cosechados y una silla de cordero —corte poco conocido y apreciado pero muy tierno—, entre otros.
“Me vine a divertir”, dijo Atala, y con esas palabras comenzó una maratónica cena a las 21 horas en Café Misterio. El desafío era, por lo menos, inquietante: cómo podría hacer D.O.M. —máxima sofisticación de la gastronomía latinoamericana— para instalarse en Café Misterio, con mesas sin manteles, música fuerte, y hasta un televisor prendido para los hinchas de Nacional (que jugaba ante Boca Jr. en cuartos de final de la Copa Libertadores). El fútbol puede más en cualquier circunstancia. Además, cómo no iba a entender un brasileño la importancia de convivir con esta expresión visceral uruguaya.
La cena —que costaba 150 dólares por persona— transcurrió lentamente. El estilo de apariencia relajada habitual de Café Misterio se notó más tenso. El menú de pasos, que en este caso eran nueve, requiere precisión en el servicio de los vinos, ligereza en la entrega de los platos y para mantener al comensal expectante y con hambre. Ese fue el ritmo que el equipo del restaurante no supo mantener, no por falta de entusiasmo sino de experiencia. En D.O.M., para que el menú fluya rápidamente, a Atala lo secunda un ejército de cocineros, mozos y sommeliers que esperan cada plato en la puerta de la cocina. Sin embargo, el vínculo de Café Misterio con sus clientes, casi de hermandad, y la alegría por esta celebración logró sortear un detalle que en otro escenario hubiera molestado.
Pero Atala no dejó de sonreír en toda la noche, conversó con todo el que quiso acercarse, se tomó fotos, e incluso sirvió mesa por mesa su venerado aligot. Esta receta no es más que un puré de papas mezclado con queso fundido —en este caso gruyère y danbo nacionales— trabajado hasta generar una masa elástica de textura cremosa en la boca, que se ofreció como bálsamo antes del postre. Sin embargo, de los platos ofrecido esa noche, los más comentados fueron aquellos que desafiaron tabúes culturales y propusieron nuevos sabores y texturas.
Este fue el caso de los fettuccine, que en realidad eran unas finas tiras de palmito firme combinado con una salsa de hongos intensa y memorable. Otro fue el caso del ananá con hormiga, un bocado, un cubo de ananá con una hormiga amazónica crocante encima, que después de traspasar la barrera de introducirla en la boca, explotaba en un sabor ácido refrescante.
Paso por paso. Atala inició el menú con un sorbete de pimienta de cheiro (olor) —condimentado con escamas de sal marina que despertaban la lengua— y brotes vegetales. Este pequeño bocado que venía en un shot, se acompañó de un vino blanco perfumado servido en un pimiento verde, que llegó a la mesa sostenido por un bol lleno de agua y hielo. Enseguida, Clerici continuó la cena con sabores también delicados. En homenaje a la pesca artesanal nacional, presentó daditos de lisa ahumada sobre una cama de crema de maíz y ajos negros. Este plato pudo acompañarse por Preludio Blanco de Familia Deicas, Atlántico Sur Sauvignon Blanc (la mejor combinación) o espumante Baron B extra brut o rosé.
Después fue el turno de los fettuccine de palmito pupunha con hongos lactarius deliciosus y polvo de pop de Atala, para seguir con una corvina grillada, endivias y tallos de espinacas. Entonces apareció la carne: la silla de cordero que Clerici buscó para su colega especialmente en un frigorífico local, servida junto a un tannat Massimo o Preludio tinto. Él fue también quien enrolló el corte para que Atala sellara en la plancha y sirviera junto a un taffe (caramelo) salado, que cubría el cordero resaltando su sabor.
La cena siguió por el aligot, para comenzar a caminar por el universo dulce. Primero el ananá con hormiga, que volvía a traer acidez a la boca y refrescaba la sensación de apetito. El vino corrió, y con él apareció para quien quisiera nuevamente el espumante u opciones de vinos de postre: botrytis noble y licor de tannat. El botrytis fue finalmente la opción que mejor acompañó a unos membrillos asados, queso parmesano con helado de verjus y miel, y el licor de tannat a la fina tarta de chocolate, tapioca de dulce de leche y helado de leche reducida.
El encuentro fue exitoso, en un ambiente relajado, festivo, en el que solo faltó bailar. Atala lo dijo a su modo: “muchas veces la rutina, el estrés de hacer cocina perfecta cada día en D.O.M. te saca el placer de estar en la cocina, y de eso se trató hoy”.