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La Rue Vian de Marsella es angosta, larga y curvilínea. Tiene bares pegados uno al lado de otro. Se nota que es de esas calles que durante la noche se encienden y se convierten en el place to be. Ahora, pleno día, está tranquila y todos los sus lugares están cerrados al público. De fachada naranja eléctrico y con su nombre escrito a mano, en cursiva y color turquesa sobre la puerta, La Ola atrae las miradas de los paseantes desde que abrió a mediados de julio. Está en pleno Cours Julien, un barrio de grafitis, cafés, librerías y alguna que otra jabonería, características de esta urbe al sur de Francia.
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Decir que la ciudad portuaria y París son opuestas sería una gran generalidad y quizá hasta un error. Sin embargo, es fácil que ese pensamiento ronde la cabeza de quien camina sus calles.
Ubicada en la Côte d’Azur, Marsella tiene el puerto más importante del Mediterráneo y la segunda población más grande de Francia, después de París. Atrae cada vez a más jóvenes que buscan vivir con precios más económicos que en la capital y un estilo de vida más cercano a la naturaleza. Por sus calles se escucha árabe, italiano y otros idiomas además del francés, claro; hay ruido constante y los grafitis abundan. No en vano algunos la llaman la Nápoles de Francia.
“Es por eso que me mudé a Marsella”, dice Andréa (28), que antes vivía en París, al conversar con Galería con cierto acento francés. Está sentada en una mesa pequeña, sobre la calle, lugar donde se ubican todas las mesas exteriores de La Ola. Mientras cuenta sobre su amor por Uruguay y la gastronomía, fuma y recibe a distintos proveedores que llegan a dejar cajas. Su equipo ordena el interior del restaurante y cada tanto le hace alguna consulta. “Marsella tiene algo muy latinoamericano y, además, está sobre la costa. Me encanta. Tiene algo que me hace acordar a Uruguay”.
¿Vas seguido a Uruguay? Desde chiquita que voy casi todos los veranos, porque mi padre es uruguayo. Mi madre francesa. Me acuerdo cuanto tenía 10 años y José Ignacio era todavía un pueblito con calles de pedregullo. Vamos siempre para ahí porque es donde está mi familia uruguaya. Recuerdo de esos momentos un José Ignacio muy paisible (pacífico en francés). Mi tío es uno de los dueños de La Huella y el ambiente relajado que tiene el lugar siempre me gustó. Ahí siempre me sentí en casa. Tengo cinco hermanos, dos de ellos son medio hermanos que viven en Colombia. Lo primero que hacemos cuando la familia entera va a Uruguay y nos reencontramos con los que viven ahí es hacer un almuerzo en La Huella. Luego hacemos lo mismo en la casa de mi abuela, Elenota, en La Juanita. Mi padre (Sergio Pittaluga) se murió hace cinco años entonces, a partir de eso, ir a Uruguay significa todavía más para mí.
¿Qué es lo que te enamora de Uruguay? La onda y la gente. Las personas allá no solo son simpáticas, sino algo más. Encuentro un poco de eso acá en Marsella, es una de las razones por las que me mudé para acá. En Uruguay es fácil de hablar entre todos, no hay tanta distancia entre la gente. Parece que todos fuesen amigos. En José Ignacio lo son y yo siempre me siento parte, a pesar de no conocer a nadie más que a mi familia. Me siento parte de todo, todo el tiempo. Lo que más me gusta de Uruguay es estar en la casa de mi abuela.
¿De qué manera está eso presente en La Ola? La Ola le hace homenaje a Uruguay a través del ambiente, la amabilidad y los platos, que están inspirados en mis recuerdos. Desde chica que veo cómo funciona La Huella por adentro. Es como una coreografía gastronómica. Son más de 100 personas trabajando ahí en temporada alta y siempre me pareció como una puesta en escena. Los mozos parecen bailarines, por cómo se mueven todos al mismo tiempo, van para acá y para allá. No paran. Es muy lindo de ver. Y ni que hablar de lo rica que es la comida. La Huella fomentó mi amor por la gastronomía. En La Ola suena música latina. No solo uruguaya sino también de otras partes de Latinoamérica, me encanta la cumbia y la salsa. El nombre es, primero que nada, en español, y segundo, representa la gran similitud que veo entre Uruguay y Marsella. Tengo colgadas dos obras de mi padre, que era artista visual. También hay uno de sus cuadros colgado en Mostrador Santa Teresita, en José Ignacio.
¿En la comida se refleja algo de Uruguay? Los chefs cambian cada tanto, porque me gusta ofrecer un menú que varía y refleja la cultura de distintos países. Una consigna es que siempre haya empanadas. Me encanta eso porque cada chef va a hacer su propia empanada, entonces siempre van a ser distintas. Así también se respeta la identidad del chef. Las empanadas —y todo restaurante argentino (porque uruguayo casi no hay)— en Francia son muy caras. Yo quiero ofrecerlas a un precio más accesible. Los platos son todos para compartir, están entre un plato principal y unas tapas. Tengo una mesa superlarga en la que entran varios comensales. Eso me encanta porque la gente así charla con el de al lado, que hace un rato no se conocían. Todo eso para mí es muy uruguayo.
¿Qué relación tenés con la gastronomía? A mis padres siempre les gustó cocinar y el momento de la cena en casa era importante. Un momento de estar juntos y de compartir. Ese ritual alrededor de la comida me enseñó el placer de compartir algo rico y me marcó. Desde chica siempre me gustó organizar la comida de los cumpleaños de mi familia y las comidas en las vacaciones. Siempre estuvo en mi cabeza abrir un restaurante, pero nunca me imaginé que lo iba a hacer sola y tan joven. El año pasado estaba en un momento de pausa, no sabía mucho para dónde agarrar. Empecé a hacer una formación en masaje hindú, de una práctica muy específica, pero una amiga me impulsó a emprender mi propio proyecto. La idea empezó a crecer cada vez más. Dejé de lado los masajes (ríe) y dije: “Ok, lo voy a hacer y lo puedo hacer sola, siendo mujer y joven”.
¿Cocinás? En mi casa sí, siempre estoy cocinando. Me encanta recibir amigos y cocinarles. Pero cuando es un tema laboral, nunca. En eso me encuentro mejor en la gestión o la producción. No me gustaría que cocinar sea mi trabajo. Me gusta mucho armar equipos, el contacto con la gente, ser anfitriona.
París, en donde naciste, y Marsella son muy distintas. ¿Por qué te mudaste al sur? Nací en París, pero al poco tiempo de nacer me fui con mi familia a Cuges-les-Pins, un pueblo cerca de acá. Me crie en el sur. Los fines de semana veníamos a Marsella. Cuando tenía siete años nos mudamos a la costa vasca francesa, entonces mi infancia fue siempre cerca del mar. De los 12 a los 25 viví en París, pero el cambio fue muy fuerte. Quería irme de ahí todo el tiempo. No me gusta la presión social que hay. Trabajé mucho en la noche, organizando conciertos, fiestas, eventos. En un momento fue demasiada la intensidad en la que estaba sumergida y mucha falsedad la que me rodeaba. Para no perderme, porque yo no soy así, preferí irme a Marsella, donde estoy desde 2020. Me gusta tener pocos amigos, pero cercanos. No me gusta estar rodeada de 50 personas todo el tiempo. Es mucho trabajo social. Necesito tiempo para mí sola.
En Marsella hay mucha diversidad cultural, algo que se traduce en su oferta gastronómica. ¿Eso te interesa? Sí, me encanta. En esta calle (Rue Vian) hay un restorán tunecino, uno libanés, un bar de hard rock y bueno, ahora La Ola, que es una mezcla de culturas en sí mismo. Somos todos distintos, pero se respiran aires de vecindad. Si te falta algo, podés cruzar la calle y pedirle al de enfrente. Este barrio es como un pueblito y es el barrio de los artistas. Hay mucho arte callejero. Yo quería estar en estas calles. Normalmente las hacen peatonales, pero eso va a demorar porque en Marsella no hay reglas (ríe). Puede llegar la ley dentro de poco, pero va a demorar en respetarse. Si bien eso puede ser horrible en algunos casos, es también lo que me gusta de Marsella. Tengo cierta libertad que, por ejemplo, en París no tendría. Si tengo mucha gente a medianoche y hacen ruido, igualmente puedo hacerlo. Si algún vecino se queja, puedo ir y hablar con él, pedirle disculpas, decirle que ya dentro de unos minutos cerramos. Creo que eso es algo bastante uruguayo también.
Hay mucho movimiento en el restorán. ¿Qué estás preparando? Sí, son días de mucho movimiento. Es por el festival Nouvelle Vague, que organizo con mis amigas de Reusette, una empresa de gestión de eventos gastronómicos. Nouvelle Vague reúne a una docena de cocineros durante siete semanas. Diadié Diombana, que es franco-maliense, la francesa Zoé Guillemot, la afro-vietnamita Melissandre Tran Thi, Khouloude Ben Thayer, que es franco-tunecina, los uruguayos Florencia Arismendi y Santiago Martínez Sclavo, el dúo australiano Los Passagios, el colombiano Juan Pablo Rojas Pineda. Ellos se van a encargar de la cocina, cada uno en distintas fechas. Son todos chefs jóvenes, algunos están empezando y otros ya tienen gran reconocimiento. Empezó el 18 de julio y será hasta el 3 de setiembre. Cuando termine el festival, la idea es que La Ola tenga un formato de residencia de uno o dos meses. Este concepto de residencias de chefs permite aprender continuamente unos de otros, estar en constante intercambio y descubrimiento. Eso es lo que me gusta, no me gusta la monotonía.