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    “Confesión de un periodista avergonzado II”

    Sr. Director:

    El periodista Gabriel Pereyra tuvo razón… la primera vez. En la edición próxima pasada del semanario de su digna dirección, Pereyra se declara arrepentido y avergonzado por no haber facilitado la palabra escrita a aquellos que se oponen a la actual campaña de vacunación contra el Covid-19, tal como sí lo hizo con aquellos que la favorecieron. Para ello cita el ejemplo de tres talentosísimos compatriotas —es evidente que ninguno de ellos se expresa desde la ignorancia— que se oponen a la ejecución de la campaña antes mencionada. Pero estas tres personalidades, de reconocida y justificada trascendencia mediática en aquellas áreas en las que se destacan, comparten la siguiente condición: ninguno de ellos ha recibido entrenamiento profesional, practica o ha practicado las ciencias naturales. No quiero decir con esto que sean ajenos al conocimiento de cómo opera el método científico en cuestiones biológico-médicas, sino que no lo ejercen en su actividad cotidiana.  Declaro de antemano que descarto en cualquiera de ellos mala intención alguna y no tengo ningún problema en expresar que estoy seguro que emiten sus opiniones desde el más genuino convencimiento sobre lo que piensan y dicen.

    Por otro lado, apoyando la idea de la conveniencia de llevar adelante dicha campaña de vacunación, tenemos una sólida unanimidad por parte de la comunidad que utiliza cotidianamente el método científico en aquellas cuestiones biológicas que tienen incidencia en la salud humana. La idea de que puedan ser parte de una conspiración internacional que, aparte de concitar una imposible coincidencia, revelara una catadura moral miserable en cualquiera de ellos es, simplemente, disparatada. Se trata de un ejemplar grupo de mujeres y hombres que, de no ser por las muy especiales condiciones sanitarias en las que nos ha sumido la actual pandemia, hubieran permanecido —con gusto— lejos de la iluminación mediática a que hoy se exponen a efectos de ayudarnos, a todos, a superar de la mejor manera este trance. Son ellos valiosísimos integrantes de nuestra sociedad que, aunque hubieran preferido mantenerse desconocidos para la mayor parte de ella, no han dudado en dar un paso adelante cuando su participación fue requerida. Son personas que, un día sí y otro también, concurren a sus laboratorios y consultorios, en los que los conocimientos allí obtenidos se reflejan en artículos científicos que publican y leen en revistas arbitradas referentes a sus áreas de experticia. Suelen ser conocidos  —casi que exclusivamente— por sus pares y no reclaman otro reconocimiento que el que esos mismos les dispensen por su labor.

    La historia de las vacunas, iniciada de manera sistemática a fines del siglo XVIII a partir de la observación del científico y médico británico Edward Jenner de que las ordeñadoras de vacas (de esto se origina la palabra vacuna) casi nunca contraían viruela, es sin duda la historia de la contribución más exitosa del ingenio humano para salvar vidas mediante un recurso de carácter médico. Más cerca en el tiempo el ejemplo del también científico y médico estadounidense Jonas Salk, quien en su desarrollo de la vacuna contra la poliomielitis inoculó precozmente a sus propios hijos, brilla justificadamente por su tremenda contribución al bienestar humano. ¿Qué hubiera ocurrido si, como se reclama por parte de quienes no son científicos, se hubiera esperado buscando acumular suficiente experiencia que permitiera descartar efectos a largo plazo? Bueno… los millones de muertes evitadas debieran ser argumento suficiente. ¿Es esto una invitación a lanzarse alegremente a prácticas experimentales descontroladas utilizando a la población de conejillos de Indias? Claramente no. Y no hay grupo humano que lo tenga más claro que el de los científicos. Todo lo que pueda y admita ser anticipado deberá ser y será analizado a fondo. Pero, si para dar el primer paso debemos tener absolutamente claro a dónde nos llevará el último, nunca se recorrerá camino alguno.

    Es llamativo cómo quienes entienden que es aún temprano para recurrir a la vacunación parecen ignorar la contundencia de la diferencia porcentual —más que significativa en lo estadístico— de aquellos gravemente afectados o muertos, al comparar el grupo de los vacunados con el de los no vacunados. Afortunadamente el gobierno nacional no se vio asaltado por las dudas que hoy invaden a Pereyra y procedió de la manera que,  desde el más común de los sentidos hasta el conocimiento más sofisticado parecen dictar: dejémonos guiar por el consejo de los que saben. La ciencia, siendo el modo más adecuado que la humanidad ha encontrado para interactuar comprensivamente con la realidad, no es una práctica democrática en la que todas las opiniones cuentan por igual. Lo que es llamado evidencia toma precedencia, más allá de convicciones ideológicas, sesgos culturales o creencias religiosas. Es por esto por lo que la ciencia, como invención relativamente reciente de nuestra especie, aporta una muy esperada y refrescante doble novedad en el acontecer humano: es antidogmática —por lo tanto es autocorrectiva— y es supracultural.   Como suele decirse, los hechos son tercos y no cambian por más que prefiramos unos sobre otros. Esto no es un llamamiento para acallar las voces disonantes. Todos tienen derecho a expresar dudas. Pero, una vez consideradas estas y aclaradas adecuadamente, es tiempo de actuar. No lo olvidemos. En ello está en juego la vida de personas.

    Si después de todo lo expresado hay quien, justificadamente, ante tanto reclamo de mi parte para que se preste más oído a aquellos que son científicos, se preguntara qué credenciales personales dan soporte a estas palabras mías, brevemente puedo decir que, aparte de ser médico,  durante 17 años llevé a cabo investigación básica en Biología Celular y dicté clases de esta disciplina a nivel universitario. Luego de 16 años de actividad en EE.UU. he vuelto al país, donde continúo una práctica médica basada estrechamente en conocimientos científicos básicos y que en 1990 mereciera el Gran Premio de Medicina que otorga la Academia Nacional de Medicina de Uruguay.

    Dr. Roberto B. García

    CI 1.053.261-3