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Como los muñecos diabólicos o las tablas ouija, las monjas son un elemento recurrente en el cine de terror desde tiempos inmemoriales. O al menos desde que existe el cine de terror como género recurrente. No son tan populares como los exorcismos, que genuinamente ya son una plaga fílmica, y a diferencia de estos nunca tuvieron una obra maestra como El exorcista( The Exorcist, William Friedkin, 1973), pero sí comparten una particularidad: para sumergirse en el relato hay que aceptar que el dogma católico es real. No es que sea tan grave, es como aceptar que la magia es real para sumergirse en alguna película de la saga de Harry Potter o que la gente puede volar para disfrutar una de superhéroes.
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Tampoco es que las películas de monjas o exorcistas tengan una intención evangélica como trasfondo. En realidad, salvo contadísimas excepciones, el dogma católico tiene tanto que ver con lo que pasa en pantalla como la ciencia con los artilugios de cualquier entrega de Star Wars. Basta con recordar que, cerrando la década de los 90, hasta Schwarzenegger tuvo su película basada en el mito cristiano, El día final (End of Days, Peter Hyams, 1999), donde terminaba a los tiros con Satanás en una iglesia.
Esa libertad de hacer lo que se les antoje a los cineastas con el imaginario católico también se aplica a las monjas, diabólicas o santas, y dos películas recientes son ejemplo perfecto de esta diversidad inesperada.
Monjas gritando
La monja II (The Nun II, Michael Chaves, 2023) es tal como indica su título una secuela, pero también es parte de un universo cinematográfico propio que a esta altura amenaza al propio universo Marvel. Se compone (de momento) de tres series distintas y conectadas, se inicia con El conjuro (The Conjuring, James Wang, 2013), que tuvo dos secuelas (de momento, para 2024 se anuncia The Conjuring: Last Rites), en la segunda de las cuales ya aparece una monja diabólica y un exorcismo. De la primera película de esta (de momento) trilogía sale Annabelle (John R. Leonetti, 2014), sobre una muñeca diabólica, que tuvo (de momento) dos secuelas también. Y finalmente llegó La monja (The Nun, Corin Hardy, 2018) con su (de momento) única secuela. Por ahí suelta queda La maldición de La Llorona (The Curse of La Llorona, Michael Chaves, 2019), a la que le fue tan mal que probablemente no tenga secuelas. Queda abierta la posibilidad de otra línea narrativa basada en una tabla ouija diabólica.
Grace (Jena Malone) entre monjas siniestras de Consecration. Foto: IFC Films
A una sorpresiva cantidad de público cinematográfico le gusta que le griten al oído. Tal es básicamente el recurso principal de la mayoría de las películas de terror, sobresaltar al espectador a golpe de banda de sonido, ya sea inesperado o preparado en los minutos previos. El choque adrenalínico provocado por la aparición súbita de un bicho feo, de un derrame de sangre masivo o de un gato que salta atrás de un mueble ha sido usado y abusado desde los tiempos de Hitchcock hasta devaluarse y convertirse en la versión fast food de la emoción cinéfila. Norman Bates arrancando la cortina de la ducha cuchilla en mano fue un evento cinematográfico, hoy se filman cientos de escenas de intenciones similares en decenas de películas por lo general intrascendentes para disfrute de gente que ama lo predecible.
A esa línea pertenece La monja II, la de la música omnipresente para tener los nervios alterados siempre, los golpes bajos, los efectos de sonido chirriantes, los baldazos de sangre y los sobresaltos. No hay una verdadera construcción de la tensión, sino que se apuesta a que el público entre a la sala ya predispuesto a ser emocionalmente zarandeado. El posible prólogo antes de los primeros batacazos no sirve para crear ambiente, sino para diferir el momento catártico inevitable, como la subida lenta en una montaña rusa antes de la bajada vertiginosa. El público es tratado como adicto, y de hecho lo es.
Valak: un demonio con hábito en La monja II. Foto: Warner Bros.
La historia transcurre en una iglesia en Francia, y arranca con la muerte de un cura. La protagonista es la hermana Irene (interpretada por Taissa Farmiga, hermana menor de Vera, la más conocida, quien a su vez es una de las intérpretes principales en La conjura), quien en La monja se enfrentaba a un demonio llamado Valak e investigaba su caso acompañada por su nueva amiga monja, Debra. Ahora, en La monja II, no tarda en descubrir que Valak volvió a las andadas y que hay una reliquia importante que debe encontrarse. Posesiones van, conjuros vienen, abundante cháchara pseudorreligiosa declamada, Irene descubre importantísimas revelaciones referidas a su propia identidad. En un enfrentamiento final casi superheroico entre las monjas y el demonio, este es vencido por unos convenientes barriles de vino adecuadamente a mano. Y todos sabemos de quién es la sangre que simboliza el vino. Un espectador disconforme podría preguntarse por qué no derrotaron a Valak apedreándolo con pedazos de pan, pero la película claramente no está dirigida a ese tipo de espectadores.
Monjas susurrando
Muy distinto es el tono de Consecration (Christopher Smith, 2023), que no tuvo estreno cinematográfico local, pero en otros países de la región alguien, seguramente consultando una ouija diabólica, decidió que era buena idea ponerle El sacramento del Diablo. Esta película angloestadounidense filmada en Escocia empieza con una oftalmóloga londinense, Grace, que se entera de la muerte de su hermano cura (una notable cantidad de películas con monjas empiezan con la muerte, por lo general truculenta, de un cura). A pocos minutos del comienzo tenemos un hermoso plano en el que acompañamos a la protagonista cuando entra a su casa para descubrir que lo que acabamos de ver es un reflejo en un espejo. La escena no solo es homenaje a una similar y muy celebrada de Robert Zemeckis en Contacto (Contact, 1997) sino que se trata de la misma actriz, Jena Malone, que en aquel entonces interpretaba al personaje de Jodie Foster de niña.
Grace viaja al convento donde murió su hermano y se encuentra con unas monjas bastante cuestionables. Un policía local le informa las peculiaridades de la muerte y un cura enviado por el Vaticano a ordenar las cosas la pone al tanto de otros temas asociados. Básicamente, de cierta reliquia muy importante desaparecida hace tiempo. La trama se complica y Grace descubre cosas muy reveladoras sobre su pasado, en particular sobre su propia identidad. De hecho estas revelaciones finales dan otra perspectiva a la escena inicial con el espejo. Hay sangre, pero no llega a la categoría baldes, se podría calificar apenas como jarras. No hay exorcismos ni conjuros, pero sí abundante cháchara pseudorreligiosa.
Siendo honestos, Consecration no puede catalogarse como película de terror, al menos no a secas, siguiendo la categorización al uso. Hay algunas presencias ominosas al fondo de planos inocentes, pero se explican en el final y no son lo esperable. Es más fuerte la impronta mítica y fantástica en el relato que la tenue atmósfera “de miedo”.
Hay monjas siniestras, claro, y sangre y momentos tensos, pero lo que se cuenta es un relato fantástico que se remonta a la Edad Media. Esta confusión entre lo esperable en “una de monjas” y lo que es Consecration parece haber alcanzado a varios críticos anglosajones, que en sus comentarios aborrecen el final, calificándolo injustamente de incomprensible, o consideran toda la película dispersa y divagante. La mezcla de géneros es una constante en las películas dirigidas por Smith, sobre todo cuando escribe sus propios guiones, como en Severance (2006), Triangle (2009) o en este caso. Pero al parecer la impronta monjil se ha transformado en algo demasiado potente tanto para críticos como para el público adepto al género (que los hay), que cuando van a ver una de monjas pretenden ver una de monjas sin sutilezas ni desviaciones. Consecration es mejor película que La monja II por varios cuerpos, pero de cara a la taquilla, la fama y el reconocimiento tiene la carrera perdida. Cualquier ouija diabólica se los podría haber advertido desde mucho antes.