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    El Diablo en la señorita Blair

    Había una exitosa novela detrás, escrita por William Peter Blatty, licenciado en Literatura Inglesa de la universidad de los jesuitas de Washington, sobre una niña poseída por una fuerza maligna. Estaba el inquieto William Fried­kin para dirigir la película y Warner pondría el dinero. Friedkin, hijo de una enfermera y un padre marino mercante, se había criado en Chicago y había rodado documentales en zonas donde los blancos no pisan. Uno de esos documentales, The People versus Paul Crump (1962), fue premiado en el Festival de Cine de San Francisco. Pero su principal pergamino era Contacto en Francia (The French Connec­tion, 1971), un taquillero y estupendo policial que obtuvo cinco estatuillas de la Academia de Hollywood: Mejor película, actor para Gene Hackman, montaje, guion y dirección para Friedkin. Era el comienzo de los años 70, una de las mejores décadas del cine norteamericano, en la que despegaban Robert Altman con MASH, Steven Spielberg con Tiburón, Martin Scorsese con Taxi Driver, Francis Ford Coppola con El Padrino y George Lucas con La guerra de las galaxias. Quien se ha criado viendo estas películas sabe de qué hablo.

    Pero existían problemas concretos, de esos que desvelan a los productores y les hacen temer por los plazos, por la prolongación del rodaje y sobre todo por el dinero invertido. Y Warner, a través de sus peces gordos del negocio, necesitaba meter las narices en el set de filmación, solo para ver cómo iba la cosa. Tenían que dar con el actor que haría de cura encargado de expulsar al demonio del cuerpo de la niña.

    —¿Marlon Brando? —le sugirieron a Friedkin.

    —No, se traga la película —dijo acertadamente el director, un tipo de pocas pulgas, hinchado por los cinco Oscar (así lo decía su silla de director) y capaz de arremeter contra todos con tal de salirse con la suya.

    Entonces eligieron a un poco conocido actor de teatro, un tal Jason Miller, para el papel del padre Karras, el psiquiatra y jesuita desencantado y con culpa por la muerte de su madre, un señor que entrena, boxea, fuma y bebe Chivas Regal. En definitiva, un hombre preparado para una batalla física.

    ¿Y la niña? ¿Quién sería capaz de interpretar a la niña poseída?

    Por allí asomó, según lo cuenta Peter Biskind en el libro Moteros tranquilos, toros salvajes, una niña llamada Linda Blair, de doce años, que fue sometida a un interrogatorio por Friedkin:

    —¿Has leído El exorcista?

    —Sí.

    —¿De qué se trata?

    —De una niña poseída por el Diablo que hace un montón de cosas feas.

    —¿Qué clase de cosas feas?

    —Tira a un hombre por la ventana y se masturba con un crucifijo y…

    —¿Y eso qué significa?

    —¿Masturbarse? Pues algo así como hacerse una paja, ¿no?

    —Sí. ¿Y tú sabes qué se siente?

    —Sí, claro.

    —¿Lo haces?

    —Sí. ¿Tú no?

    Linda era la elegida.

    A Blair y Miller se sumaron Ellen Burstyn como la madre desesperada que mueve tierra y cielo y agota todos los diagnósticos médicos (“su hija no tiene nada, señora; las radiografías son todas normales”) antes de acudir a un cura. Y Max von Sydow sería el padre Merrin, el veterano exorcista que debe enfrentar en el combate del siglo a Pazuzu, el dios alado de la mitología asiria y sumeria, representado por una estatua con un rostro espantoso, alas y un enorme pene erecto con una víbora enroscada.

    Von Sydow, capo total, de los que inyectan energía solo con su presencia, destila la impronta de los demonios bergmanianos. Le dio a su interpretación un exacto toque de realismo, con pocas palabras, mirada meditabunda y mano temblorosa. Von Sydow, la figura que se recorta frente a esa casa de Georgetown, junto a las empinadas escaleras que dan al río Potomac, en el afiche de la película más terrorífica de todos los tiempos.

    —¡Meeeeerrin! —grita la cosa que lo espera en la cama de la habitación superior, que en realidad es la voz de Mercedes McCambridge después de ingerir varias claras de huevo y otras porquerías para alcanzar un timbre temible. McCambridge se peleó con Friedkin durante el rodaje, pero finalmente ganó la partida y fue incluida en los créditos como la voz de Pazuzu, que en la película nunca es mencionado.

    Friedkin quería meterle el miedo en el cuerpo a todo el equipo de rodaje. Una de sus tácticas era poner en el plató la música de Psicosis a todo volumen. Otra táctica consistía en disparar balas de salva: no hacen ningún daño pero alteran los nervios.

    La escena en que un cura auténtico —no un actor— le toma la extremaunción a Karras, como no estaba conforme, la hizo repetir varias veces. Una y otra vez seguía sin estar conforme. “No lo haces como Dios manda”, le decía. Conclusión: le dio una bofetada al cura, que esta vez tomó la extremaunción con los nervios destrozados, como el director deseaba.

    También aplicó métodos violentos con Ellen Burstyn. Varias veces se repitió la escena en que la madre es golpeada por su hija y se le viene un armario encima. En el mejor golpe, que es por supuesto el que finalmente quedó en la película, Burstyn se dañó la columna y le quedaron secuelas de por vida.

    La habitación de Regan debía estar bajo cero. Se colocaron varios equipos de aire acondicionado para que la respiración de los curas fuera un vaho visible, palpable. Mientras, la pobre Linda Blair sufría el frío gélido con su camisón como único abrigo.

    Las mala pulgas de Friedkin estaban a la orden. Y su silla recordando el Oscar también. La primera música original fue compuesta por el pianista argentino Lalo Schifrin. Friedkin la escuchó tocada por cien músicos en un estudio y la odió. “Suena a marimba mexicana”, dijo. Más adelante, cuando un ingeniero de sonido le sugirió colocar algo de lo que había hecho Schifrin en la película, Friedkin tomó la cinta, salió corriendo del estudio y la arrojó a la calle. Imaginen las notas desparramadas al viento, en el tacho de la basura. Lalo Schifrin, una autoridad, el oído que diseñó la música de películas como Harry el sucio y Bullitt, el creador del eterno tema de Misión imposible, despreciado por Friedkin. Al final, la responsabilidad recayó en Mike Oldfield y sus campanas tubulares, además de los sonidos inquietantes de Penderecki.

    El exorcista se estrenó el 26 de diciembre de 1973 y fue un taquillazo. Causó el mismo impacto que en su momento el corto fundacional de los hermanos Lumière, con la llegada de un tren a la estación (la gente corría despavorida por miedo a ser arrollada). O también puede ser comparable al horror que ocasionó el monstruo de Frankenstein con el rostro de Boris Karloff. La cama que se mueve, la cabeza que gira 360 grados, el descenso de Regan como una araña por la escalera (agregado posterior de Friedkin gracias a las nuevas posibilidades técnicas) y el terror como una instalación en todos los sectores de una casa que no deja de ser agradable, funcional y luminosa, como la de cualquier familia acomodada. Cuando algo está bien resuelto, te lo creés. Es la magia ancestral del cine, que impacta en nuestros miedos básicos.

    Hubo gente que abandonó la sala al no soportar los insultos soeces y la violencia de una niña masturbándose con un crucifijo. Otro público susceptible a los vómitos verdosos también devolvió los alimentos. Se sumaron cantidad de denuncias de posesiones y actos diabólicos, y no faltaron las amenazas de muerte a la propia Linda Blair, como si la alarma se hubiese disparado con la película. Incluso alguna mujer adelantó su parto en la sala, viendo la película. ¿Cómo se llama ese niño: Pazuzu, Karras, Merrin?

    El exorcista ganó cuatro Globos de Oro (película, guion para Blatty, actriz para Blair y dirección para Friedkin) y tuvo 10 nominaciones al Oscar, de las cuales solo se llevó dos estatuillas: al mejor guion y al mejor sonido.

    Es, con todo derecho, la película de terror. Pero también es mucho más: es un drama sobre la locura y sus explicaciones posibles (y cuando no son posibles, bueno, allí está el demonio), un policial perfectamente estructurado y un homenaje al séptimo arte como medio de expresión, centralizado en el detective que interpreta Lee J. Cobb, que siempre busca un aliado para ir al cine o hablar de cine. Y sobre todo pone en el tapete el tema religioso y filosófico. Hasta dónde desenterrar cosas en una excavación arqueológica, hasta dónde molestar a los muertos, que son legión. ¿Existe Dios? ¿Existe el Mal?

    Antes que nada es un ejemplo de la mejor narración visual y sonora, perfectamente ensamblada secuencia tras secuencia, que desata sus elementos venenosos paulatinamente, una historia sólida en todas sus facetas. Tiene acción y violencia pero al mismo tiempo capacidad de sugerir. Friedkin sabe cuándo desbordar y cuándo contener. Y consigue destellos de humor. En la primera visita de Karras a Regan, de pronto se abre un cajón de la mesa de luz. El cura, con una sonrisa irónica, le pide que repita la acción. “Todo a su debido tiempo”, responde Pazuzu, también con una sonrisa. El juego de creencias y engaños ha comenzado.

    Después de El exorcista, Friedkin no hizo nada realmente destacable hasta Vivir y morir en Los Ángeles (1985), un tremendo policial con detectives de dudosa moral y comportamientos ambiguos. Este año presentó en el Festival de Cine de Venecia el documental The Devil and Father Amorth, sobre un exorcismo real practicado por el más famoso de los exorcistas del Vaticano: el padre Gabriele Amorth, quien murió en 2016 a los 91 años. En la conferencia de prensa, Friedkin, de 82 años, dijo que más importante que la fe o el escepticismo es la curiosidad, lo cual calza a la perfección con un cineasta. Más adelante preguntó a los periodistas presentes si alguien sabía cuál era el sentido de la vida. Pidió que los que estuvieran seguros de que Dios no existe, levantaran la mano. Se levantaron una, dos, tres manos en la sala. Luego preguntó:

    —¿Cómo saben que Dios no existe? De verdad lo pregunto, soy muy curioso.

    No hubo ninguna respuesta. Entonces Friedkin­ remató con una sonrisa irónica:

    —Silencio.

    Vida Cultural
    2017-12-21T00:00:00