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Es una historia sobre ciberataques globales tan sofisticados que crean un caos absoluto y violento, imposible de dominar por los gobiernos. Trata sobre racismo y desconfianza hacia el diferente, y también sobre los extremos a los que llevan las situaciones límite: el egoísmo absoluto del “sálvese quien pueda”, o el rescate de la solidaridad. Trata sobre la condición humana, cada vez más inentendible, y sobre la sabiduría de la naturaleza que emite sus señales. Porque en esta historia, el mensaje está en los ojos de los ciervos.
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Primero hay que hablar del original: la inteligente y estremecedora novela Dejar el mundo atrás (Penguin Random House/Salamandra, 2021) de Rumaan Alam, escritor estadounidense de padres provenientes de Bangladesh. Además de novelista, Alam es periodista y colabora en varios medios, entre ellos, en The New York Times, The New Yorker y The New Republican, revista de la que es editor adjunto. Periodismo, vida neoyorkina con condimento asiático y gran talento literario: la combinación perfecta para escribir esta novela sobre los miedos de hoy. Publicada originalmente en 2020, fue finalista del National Book Award y un best seller en su país.
La trama comienza con el “escape” de los Sandford, una familia de clase media que quisiera ser clase alta, de su apartamento en Manhattan hacia una playa con bosque en una zona recóndita de Long Island. “Entra en nuestra bonita casa y deja el mundo atrás”, decía el aviso que anunciaba “la escapada definitiva”. Ese anuncio lo leyó Amanda, la protagonista de la novela. Ella es una mujer eficiente y decidida, que logró ser directora de contabilidad de una empresa. A Amanda le gusta planificarlo todo y, más que nada, sentirse necesitada por sus empleados y por su familia. Además, vive preocupada por los daños que producen algunos alimentos y por la contaminación de celulares y del medio ambiente. Sus hijos y marido están algo cansados de su prédica y, a decir verdad, ya no la escuchan demasiado.
Es Amanda quien decide alquilar esa casa prometedora, que en la foto del anuncio luce preciosa tan blanca en medio de la naturaleza. Una vez que lo concreta, recién le avisa a su esposo Clay. Él es profesor universitario y escribe reseñas de libros para The New York Review of Books, pero en realidad es un poco vago para el trabajo, aunque le gusta hacer algunas tareas y reparaciones domésticas. Él más bien se deja llevar por las decisiones de su esposa y le esconde sus pequeños vicios. Tontamente, fuma a escondidas.
La pareja tiene dos hijos, Archie, que es un adolescente de manual en pleno despertar sexual, y Rose, una preadolescente que disfruta de la lectura y tiene un poder de observación demasiado agudo para su edad. Ella es la primera en ver las señales de los ciervos.
Cuando la familia llega a la casa alquilada, se da cuenta de que el aviso no los había engañado: “Dentro reinaba el típico silencio de las casas caras. Esa calma significaba que era un edificio construido como Dios manda, sólido, con órganos que funcionaban en feliz armonía: la respiración del aire acondicionado central, la vigilancia de la nevera suntuosa, la fiable inteligencia de múltiples pantallas digitales que daban la hora casi en sincronía (…) Una casa que a duras penas requería la presencia humana”. Toda esta perfección lujosa se complementa con una gran piscina que da hacia el bosque tupido y hermoso.
Después de la felicidad inicial, que implica reavivar el deseo sexual que la pareja había perdido, empiezan a pasar cosas, en principio mínimas, aunque un poco molestas. Por ejemplo, la televisión y los celulares pierden de a ratos la señal, y cuesta recuperarla. Pero después llegan situaciones más inquietantes. Rose, con su mirada aguda, ve un ciervo muy cerca de la piscina que la mira fijo. De inmediato se le une otro y otro más y otro más. Ella llega a ver decenas, todos de mirada fija hacia la casa. La niña no dice nada porque siente que nadie le va a creer. Y en esta historia habría que creerle a Rose.
Esa noche se levanta un viento fuerte y en medio del ruido creciente de los árboles, se siente “un murmullo en voz baja, una presencia”. Entonces alguien golpea la puerta. Un nuevo miedo entra en escena.
Detrás de la puerta hay una pareja de lujosa vestimenta, exquisitos modales y miles de disculpas por la hora y la sorpresiva aparición. Clay los escucha algo atemorizado; Amanda desconfía de ellos desde el primer momento, sobre todo porque los recién llegados, George y Ruth, marido y mujer, dicen ser los dueños de la casa que alquilaron. Amanda no puede creer que esa pareja sea tan rica como para tener tremenda casa. ¿La principal razón?: son negros.
Un logro del escritor es crear un personaje tan directo como el de Amanda, que no anda con falsas amabilidades y apenas trata de disimular su racismo. Los visitantes le molestan, llega a pensar que son empleados de los dueños que quieren robarles. Curiosamente, será Amanda el personaje de mayor transformación en esta historia. Más adelante, el bueno de su marido tendrá su propio recelo frente a una mexicana. Con más culpa, claro.
Finalmente, los visitantes entran a la casa. Ellos traen noticias de Nueva York donde reina el caos por un apagón total. “Una ciudad sin luz era como un pájaro sin vuelo, un accidente de la evolución”, apunta el narrador en una de sus bellas intervenciones.
A partir de entonces, comienza otra historia que implica la caída total de Internet, ruidos ensordecedores que estallan cada tanto o lluvia de volantes en idioma incomprensible. “Los insectos sabían lo que iba a ocurrir y pegarían sus cuerpos a la corteza moteada de los árboles a la espera de lo que se avecinaba”. Cada vez la situación es más perturbadora.
Escrita antes de que estallara la pandemia por el coronavirus, esta novela anticipa de alguna forma la sensación de desamparo y de pánico de aquellos años de barbijo y acopio de papel higiénico. La historia que cuenta Alam se va cocinando de a poco, con un vuelo literario atractivo, hasta dejar a sus personajes con la constatación de que el mundo que conocieron ya no existirá más.
La película.
El director Sam Esmail, conocido por la serie Mr. Robot, con Rami Malek como su enigmático protagonista, nació en Nueva Jersey en 1977, y es hijo de egipcios musulmanes. Este dato no es menor, porque él, como Adam, ofrece una mirada peculiar en su adaptación cinematográfica de Dejar el mundo atrás (Netflix, 2023). Sobre todo, compone personajes con alguna rareza que los hace diferentes del resto. Por ejemplo, el de Amanda, interpretado por una Julia Roberts de rostro anguloso y sin sonrisa. Ella al aprontar los bolsos le cuenta a su marido por qué decidió de golpe alquilar la casa de la playa a la que se irán en pocas horas. Mirando por la ventana de su apartamento de Manhattan, con las paredes algo agrietadas, dice: “Miré el amanecer y vi toda esa gente que comenzaba su día con tanta tenacidad, con tanta energía… todo para lograr ser alguien en la vida. Para poder cambiar el mundo. Me sentí muy afortunada de ser parte de eso. Pero entonces recordé cómo es realmente el mundo. Y llegué a una conclusión más precisa. Odio a la puta gente”.
Su marido Clay (Ethan Hawke), más holgazán y sin tanta reflexión, la escucha desde la cama y se convence de que necesitan esas vacaciones.
Pero el personaje notoriamente más extraño es el de Rose, la hija de la pareja. Está interpretado por Farrah Mackenzie, una niña de ojos enormes en un rostro que no concuerda con su edad, como si fuera una mujer en un cuerpo de 13 años. A Rose le encanta mirar la serie Friends y será una obsesión para ella conseguir cómo verla cuando no pueda conectarse. Cuando su hermano Archie (Charlie Evans) le pregunta por qué esa fijación con la serie, ella le responde: “Ellos me hacen feliz. Y en este momento lo necesito”. Que una niña nacida en siglo XXI tenga tanto interés por una serie de los años 90, la convierte en algo así como un alma antigua en un envase joven. Y un poco incomoda.
En su trama, la película tiene pocas diferencias con el libro, salvo que sus personajes son menos elaborados y en general es menos reflexiva. Otra diferencia es que la pareja que golpea de noche en la casa no son marido y mujer, sino padre e hija: GH (Mahershala Ali) y Ruth Scott (Myha’la), de 18 años. El cambio no está mal por las relaciones que se establecen una vez que los Scott entran a la casa.
Si en su novela Adam elabora bellas descripciones y reflexiones, Esmail apunta a la plasticidad de las imágenes. Hay una simetría perfecta en la decoración de la casa, entre el adentro y el afuera, entre el arriba que ocupan los Sandford y el abajo donde duermen los Scott. Y después están los momentos impactantes, que tienen que ver con barcos y aviones, con una ciudad en llamas que se ve a lo lejos y, sobre todo, con animales, que recuerdan en algo a Los pájaros de Hitchcock.
Ni en el libro ni en la novela se explica con claridad por qué comenzó el caos, aunque se dan algunas pistas. Las conclusiones pueden ser varias, pero hay algo que apunta a todos, tanto a los poderosos como a los que usan la tecnología para sacar lo peor del ser humano. Lo que sí aparece en ambas versiones es una representación de un tipo de persona que va creciendo con la violencia: el “preparacionista”. No es una invención literaria, el movimiento preparacionista existe desde el siglo XX, sobre todo en el mundo anglosajón. Lo forman personas que se atrincheran y preparan en situaciones sociales peligrosas.
En este caso está representado por Danny, un veterano de varias guerras y uno de esos vecinos de la zona que todos conocen y aprecian, hasta que se vuelve un ser poco amigable y el colmo del egoísmo. Maravillosamente interpretado en una sola escena por un desconocido Kevin Bacon, Danny ha construido un búnker en su casa con reservas para largo tiempo. Así espera, rifle en mano, la extinción de la especie humana. Y no le importa ni la enfermedad de un niño ni las súplicas de su viejo amigo. El tipo tiene todo muy claro y solo salvará a su familia.
Dejar el mundo atrás no es ciencia ficción ni novela futurista, aunque comparte la visión apocalíptica que ese género tiene del porvenir. Por el contrario, es una historia que habla de la fragilidad del presente. Y también de la necesidad de escuchar a los niños, de mirar con atención el comportamiento de los animales y, por las dudas, a algún vecino que está comprando demasiados bidones de agua.