“Me llama la atención la bronca que tiene mucha gente con que una obra se llame ‘Viejos de mierda’. Lo del hotel es una idea que tenemos en mente desde hace mucho tiempo, un juego imaginativo sobre cómo nos vemos a nosotros mismos. Hablamos de nuestra vejez”, cuenta Verónica Perrotta luego del estreno de la obra que coescribió y coprotagoniza junto a Pablo Albertoni, su socio creativo desde hace casi 20 años.
Viejos de mierda, en cartel en La Gringa Teatro desde el pasado fin de semana (viernes y sábados a las 23.30) con dirección de Ramiro Perdomo (“Ex”, “Mi muñequita”), es la séptima obra escrita por la dupla Perrotta-Albertoni, y la segunda en la que además comparten escenario, luego de “Harold y Bety”, de 2007. Esta es la historia de dos actores retirados que concretan un sueño postergado durante toda su vida: compran un hotelito de finales del siglo XIX en la ladera del Cerro San Antonio en Piriápolis y allí instalan Asilarte, un establecimiento para envejecer entre amigos, “donde solo tengas que bancarte el pichí de los que elegiste”.
El público que presenció el fermental movimiento teatral alternativo fogoneado en los años 90 por el dúo Suárez-Troncoso, Mariana Percovich y María Dodera, entre otros, recuerda a Verónica Perrotta por su papel en la versión de “Juego de damas crueles”, del argentino Alejandro Tantanián, montada por Mariana Percovich en las caballerizas del Museo Blanes, en 1997, cuando hacer teatro fuera del espacio sagrado de la sala aún era una osadía. En ese entonces Perrotta tenía 21 años, estudiaba teatro en Alambique y quemaba sus primeros cartuchos como autora y actriz en los encuentros de Teatro Joven. Dos años más tarde estrenó “¿Qué pasó con B. N.?”, su primer título escrito con Albertoni, más tarde siguió el teatro con “Quemadura china” y “Harold y Bety”, se adueñó de la mayor tarima del stand up criollo, Undermovie, y en 2012 debutó como guionista y actriz de cine con “Flacas vacas”, la historia de tres amigas en una casa de balneario, dirigida por Santiago Svirsky.
Mientras prepara el rodaje de “Las toninas van al Este”, su segundo proyecto fílmico que protagonizará y dirigirá junto a Gonzalo Delgado Galiana (director de arte de gran parte de la filmografía de Control Z), esta artista punta de lanza de una camada intermedia entre los 90 under y la generación Complot, conversó con Búsqueda sobre su carrera teatral y cinematográfica.
—Era todo imponente, el vestuario, el maquillaje. Cuando la hicimos en Argentina pensaron que yo era un travesti de 40 años. Mariana me había dicho que no dijera mi edad. Era un personaje de mujer muy masculina, yo venía con todo el power de la formación en Alambique.
—Venía de hacer sus propias obras en Teatro Joven...
—Hice Teatro Joven desde el 94 al 98. Primero un dúo con Lorena Espósito llamado “A escondidas”, luego el solo “La venganza de Blanca Nieves”, con el que salí bastante de gira en encuentros jóvenes en Uruguay, Argentina y Paraguay, junto con el grupo infantil L’Arcaza, al que siempre acompañé de cerca.
—¿Por qué se inclinó hacia el teatro?
—Cuando tenía 17 años, mi madre vio una obra de Roberto Suárez en Casa del Teatro en el 93, la sala de Teatro Uno, y como tenía ganas pero no me decidía, me animó a anotarme. Tuve clases con el Bebe Cerminara, empecé a ir a la carpa municipal, vi a Suárez-Troncoso, vi todo lo que pude, me anoté en mil talleres, de Quique Permuy, de Fernando Toja, y me encantó lo que Toja decía de las herramientas del actor. Era lo que necesitaba porque soy (y era) bastante tímida, y el teatro me permitió abrirme, expresarme, improvisar, sentirme más libre. Era muy importante para mí lo que pasaba con el grupo Caraja-jí de Buenos Aires. Íbamos muy seguido, recorríamos todos sus circuitos teatrales. En Alambique hicimos “Bufones” en el 96. Ese era un lugar casi místico para nosotros. Ahora no existe más.
—¿Cómo comenzó la escritura?
—En Alambique escribíamos desde el principio, sobre las escenas con que experimentábamos. Hacíamos miniobritas entre varios. Después con Pablo (Albertoni) le escribimos a Rafael Spregelburd preguntándole “cómo hacíamos para ser dramaturgos” y nos sugirió que hiciéramos talleres. Justo venía a Uruguay el catalán José Sanchís Sinisterra. No teníamos plata, le escribimos a Sanchís y nos invitó (ríe). Desde entonces seguimos escribiendo.
—En Montevideo había mucho teatro en boliches. Hoy no, porque los jóvenes acceden mucho más a las salas. ¿Cómo lo ve?
—En esa época veías a Suárez-Troncoso en La Taberna del Ignobio por tres pesos y te daban un chupa chupa, y después venía Con Perdón de los Presentes. Más tarde vino Teatrotrash de Gustaf y la movida de Katakimbé. Era todo muy accesible, tanto en lo económico como en el lenguaje. Cualquiera se conectaba con lo que pasaba aunque nunca hubiera visto nada de teatro. Claro, ahora las salas están más disponibles. Se ha conseguido un espacio que está buenísimo. Hasta hace un tiempo el teatro estaba muy envejecido y anquilosado, y eso ha cambiado mucho. Por suerte.
—En su obra hay un fuerte componente de fantasía, de personajes poco cotidianos, más propios de cuentos infantiles o de sueños...
—Son cosas que en algún momento pueden llegar a pasar. Y en seguida las escribo. Tengo mil archivos con ideas locas que se me ocurren. Las empiezo y las voy retocando. ¡Por eso nunca tendré el problema de la página en blanco! Me siento bastante libre al crear. Ahora nos reímos porque 20 años después estamos haciendo teatro de living por primera vez (ríe). No lo podemos creer. No estábamos cerrados a hacerlo, simplemente no cuadraba. Ahora los protagonistas son estos viejos y están en el living de una casa. Es natural, pero es muy gracioso para nosotros.
—¿Existe concordancia entre lo que le gusta ver en un teatro y lo que le gusta hacer?
—Depende. A veces me gusta ver cosas recontra desprolijas. Para mí lo ideal es trabajar con amigos, como lo hacemos ahora. Estar con personas con quienes nos entendemos a la perfección por tener una gran sintonía de pensamiento y de discurso. Ya sabemos para dónde dispara cada uno, si estamos cansados o muy motivados. Pero después del stand-up no tenía la necesidad de actuar y de decir las cosas escritas por otro. No tengo ese instinto de actriz.
—¿De dónde vienen ese histrionismo y potencia que muestra en escena?
—De chica me gustaba imitar o recitar. Pero estar ahí arriba me costó mucho trabajo y no me la creo para nada. Me gustaría ser más valiente.
—¿Cómo le influyó haber hecho stand-up?
—Me ayudó mucho en la visibilidad. Estuve durante el máximo furor que tuvo el género. Me permitió volver a rockear como cuando hacía teatro joven. Estaban mis compañeras detrás, pero cuando me encontraba sola con el micrófono ahí adelante, para mí era rock. Seguramente hay mejores actores en el teatro, pero eso no es actuación. Es un registro distinto, ahí estás vos. Me dio mucha confianza en mi laburo y en mí misma. Seguramente volveré pronto.
—¿Qué le pide a los personajes a la hora de construirlos?
—Que estén un poco locos (ríe). Que tengan momentos de desborde, que sean contradictorios. No me gustan los personajes lavados o muy tranquilos. Para ser normal me quedo en casa. Igual, cualquier personaje requiere la ayuda del director y el actor para que esté bueno.
—¿Los personajes de “Flacas vacas” eran más cotidianos pero con menos humor que los de “Viejos de mierda”?
—Me parece que tenían mucho humor. Soy muy cruel con mis personajes. Si tienen una realidad complicada, yo les pido lo que necesito, y que sufran después. Es problema de ellos (ríe). No los acompaño ni les tengo lástima. Para mí las situaciones de “Flacas vacas” son muy divertidas.
—“Viejos de mierda” es un proyecto real de ustedes. ¿Cómo se transformó en una ficción?
—Escucho y veo cosas tan increíbles por ahí que por lo general la realidad es la mejor fuente. Con varios amigos siempre planeamos irnos a vivir juntos de viejos y escribir esta historia nos permitió trabajar en la creación del mismo modo en que lo haríamos de verdad. Es la misma dinámica que tenemos ahora, proyectada hacia el futuro.
—¿Cómo abordan la vejez?
—Se ha ofendido mucha gente con el título y con el tema. Gente que no quiere ni hablar de la obra. Es un juego imaginativo sobre cómo nos vemos a nosotros mismos. No sabemos si lo plasmaremos o no, pero al menos lo concretamos en el escenario. Hablamos de nuestra vejez. Obvio que tomamos cosas de nuestro abuelos pero no es un trabajo de investigación sobre los asilos. Es un juego nuestro. Hay enfermeros jóvenes, hay porro. Es una autoparodia llevada al límite, con nuestras mezquindades. Es como cuando le decís a un amigo: “mirá lo insoportable que sos ahora, imaginate cuando seas viejo”. Pero por otro lado si unos amigos deciden envejecer juntos es una amistad bastante sólida, ¿no?