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    ¿Sabrá tu novia que escuchamos Morrissey?

    Columnista de Búsqueda

    N° 1945 - 23 al 29 de Noviembre de 2017

    El pasado domingo, mate en mano, estaba leyendo medios digitales y encontré una nota (por llamarla de alguna manera) que dedicaba toda su extensión a descalificar a Morrissey, músico conocido tanto por la calidad de su arte como por la convicción con que expresa sus puntos de vista.

    Cuando digo que no sé si llamarla nota es porque el texto de marras arrancaba diciendo que el excantante de los Smiths es conocido por decir estupideces y barbaridades para luego, como siempre hace esa especie de prensa del corazón que es capaz de escribir cualquier burrada con tal de conseguir clics, dedicarse a recortar frases de una entrevista que el músico dio a la prensa alemana, con el fin de confirmar su premisa: que a Morrissey se le puede pegar porque se lo merece y porque es un cabrón.

    Lo más grave no es lo que dijo el músico inglés, quien tras señalar que el acoso sexual le parecía una aberración que se debía perseguir penalmente, apuntó también que le parecía un disparate borrar a Spacey de la película que estaba filmando por acusaciones (no probadas aún) de un acoso que se habría producido hace más de 30 años. Y que era extraño que un niño de catorce años terminara en una habitación con un hombre de 26 sin que a ningún adulto, los padres del niño incluidos, le llamara la atención. Morrissey hizo algo más: se atrevió a cuestionar la credibilidad de la actual ola de denuncias por acoso y abuso sexual.

    Lo grave fue que la prensa “seria” replicó el mamarracho y de a poco fue convirtiendo a Morrissey ya no en un defensor de violadores (algo que no hizo) sino en un violador él mismo (algo que tampoco). Que no exista la menor denuncia, sospecha o señal de que Morrissey haya abusado jamás de alguien es irrelevante: es culpable de lo que sea que decida un señor que no cumple con las básicas del periodismo más elemental ni con los mínimos de decencia ciudadana. Justo atrás de ese pescado podrido fue a pescar la BBC, entre otros medios prestigiosos.

    Más allá de que pone en evidencia que buena parte de la prensa “seria” está por los suelos y que se rige por el ansia de clics antes que por dar información confirmada (lo de las tres fuentes independientes te lo debo), el incidente revela que hay una creciente marejada de opinión que cree que ciertas ideas no pueden ser expresadas en el espacio público, que sus emisores son culpables de herejía y que merecen el escarnio público inmediato.

    Esto obliga a pasar por el delicado asunto de la libertad de expresión y el sucedáneo berreta que se empieza a vender como tal. Existe, y se viene extendiendo cada vez más, la idea de que la libertad de expresión es la posibilidad de que todas las opiniones puedan ser expresadas, que todas valen lo mismo y que por tanto ninguna puede ser discutida. Yo entiendo que es exactamente al revés: la libertad de expresión existe para que todas las ideas puedan ser expresadas y, necesariamente, ser sometidas al debate público. Esa libertad no puede ser un blindaje (le robo la expresión a Jorge Barreiro) entre opiniones que jamás se tocan, amparadas en el derecho de cada uno a tenerlas y al mismo tiempo intocables so pena de ofensa personal (o tribal).

    La libertad de expresión funciona como garantía para que todas las opiniones puedan ser expresadas en esa plaza pública en donde todos son iguales en cuanto a su derecho a decir, es verdad. Pero otra cosa totalmente distinta es la calidad de las opiniones que allí se expresan, calidad que debe ser tasada en esa misma plaza. Y desde hace al menos 250 años, el mecanismo que tenemos para tasarlas es el debate racional, el intercambio de razones. Es precisamente para esa tasación social que existe la libertad de expresión, no para que cada uno se ampare en su microdogma inalterable y paralelo a los microdogmas del resto.

    Lo que nos lleva al núcleo de la cuestión: ¿hay ideas que deban ser expulsadas de la plaza pública, es decir, que no estén amparadas por la libertad de expresión? Si alguien expresa estas ideas ¿debe ser considerado automáticamente un apestado social? ¿Es democrático que exista el delito de opinión? No estoy hablando de hechos delictivos, para esos ya tenemos el Código Penal. Estoy hablando de si es licito censurar aquellas opiniones que puedan ofender a terceros. Y cuando digo ofenderlos, quiero decir tanto como para que se lancen a insultar sin la menor mediación racional y pidan que el opinador sea colgado de los pulgares o de zonas más nobles.

    En una conocida cita, Karl Popper señalaba que una sociedad abierta puede ser intolerante con sus intolerantes, si estos ponen en peligro la existencia misma de esa sociedad. Popper escribió sobre eso en 1945, con los nazis muy presentes. Personalmente me inclino más por lo que John Rawls dijo al respecto bastante después: “Mientras una secta intolerante no sea señalada como intolerante, goza de libertad, la que debe ser restringida solo cuando los tolerantes, sinceramente y con razón, crean que su propia seguridad y la de las instituciones que garantizan la libertad está en peligro”. Esto es, según mi librito, cuando esos intolerantes cometan un delito con sus actos, no con sus opiniones.

    Aun si las opiniones de Morrissey fueran detestables, tiene derecho a opinar y a que sus argumentos sean debatidos y hasta desmantelados por otros argumentos mejores. Silenciarlo basándose en insultos y desprecio, como se pretende desde ciertas trincheras, se parece muchísimo a esa cosmética política que trabaja en exclusiva con las palabras, como si la realidad no existiera y bastara con ponerles un nombre mejor a las cosas para que estas mejoren. Las ideas no desaparecen por más que se las pretenda borrar de la plaza pública, eso es algo que saben (o deberían saber) las minorías que fueron silenciadas durante siglos.

    La mezcla de pensamiento mágico (en donde las palabras y las cosas son lo mismo) y empoderamiento (esa margarina diet que se presenta como sustituto de la educación real) está resultando ser una granada conceptual que con su estallido nos coloca en un mundo de opiniones enclaustradas e indebatibles entre sí, hasta el punto en que se exige la desaparición del antagonista. Un mundo feudalizado en donde cada señor (o colectivo) es dueño de su dominio epistémico, desde el cual les pone lindos nombres a las cosas y se dedica a guerrear contra otros señores feudales simbólicos (y no tanto, hay vidas de gente detrás de todo esto), por lo general en pro de alguna prebenda estatal.

    Como bien resumió Hoenir Sarthou sobre el asunto: “Siglos luchando para establecer la presunción de inocencia y el derecho de defensa, para que una manada mundial de ignorantes prejuiciosos destruya las garantías básicas sin ni siquiera saber lo que están destruyendo”.