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Durante mucho tiempo solo lo vi en imágenes. En fotos, en películas dirigidas por disidentes o creadores heterodoxos de países musulmanes. Mujeres tapadas totalmente por burkas celestes y un extraño calado ante los ojos. O mujeres envueltas en dobles mantos negros, que ocultaban hasta la forma del codo.
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Por un tiempo, solo me horroricé. Un día vi un grafiti de un grupo feminista, en un muro montevideano: Las mujeres en Afganistán se suicidan con tal de no llevar burka.
Conocí bien Europa en mis años mozos. Estuve tiempo sin volver. Cuando lo hice, al llegar al aeropuerto de Frankfurt, me sorprendió el trasiego de mujeres con velo islámico. ¿Era la misma Europa donde me formé? ¿Aquella de luchas y derechos humanos?
Recuerdo dos hermanas iraníes exiliadas cuya madre había sido torturada por el régimen de Jomeini. Íbamos a la universidad, se vestían como yo, eran bellas: piel blanquísima y cabello muy negro.
Ahora, en el siglo XXI, en esos mismos países que recorrí como estudiante mochilera, pululaban una multitud de mujeres camufladas de negro, de rostro ovalado. Sin frente, cuello, orejas ni mentón.
Pregunté a mis amigas alemanas acerca del fenómeno: me dijeron que cuando ellas iban al liceo las hijas de los inmigrantes turcos vestían como cualquier otra chica alemana. Sus compañeras de apellido turco lucían libres cabelleras. En apenas un par de décadas, sin embargo, las nuevas generaciones femeninas cambiaron.
En el siglo XXI, yo vi sombras de un solo color que caminaban torpes entre semáforos y autopistas.
Este año viajé nuevamente al Primer Mundo para realizar un seminario.
Por cierto, me pegué un gran susto en un ómnibus. Miraba distraídamente por la ventanilla cuando de golpe vi a mi lado un verdugo medieval. Pasada la primera impresión, comprendí que solo era una pasajera cuyo negro velo islámico radical la llevaba a cubrirse por completo con excepción de dos agujeritos para los ojos. En el entrecejo, una tirita de tela vertical.
En un supermercado vi una cajera completamente tapada con excepción del rostro. Sus raros guantes impedían que los clientes vieran los dedos que manipulaban la caja, tenía las manos cubiertas, con apenas un orificio para cada yema de los dedos.
En verdad, como profesora, estoy inquieta. ¿Qué haremos los docentes cuando se nos presente en el liceo una chica de una familia siria envuelta en telas negras?
Países democráticos han discutido con gran preocupación la realidad de ciudadanas francesas o canadienses cubiertas y sus maridos o hermanos con vaqueros y championes.
En Uruguay, la respuesta ya la dio una jerarca: NADA. “Lo mismo que cuando una chica lleva en el cuello una cadenita con una cruz”.
Varela decía: Los que una vez se han encontrado juntos en los bancos de una escuela, en la que eran iguales, a la que concurrían usando de un mismo derecho, se acostumbran fácilmente a considerarse iguales.
Pero yo no citaré a Varela. Trataré de no pensar, guardar silencio y obedecer a las autoridades.