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La construcción es de hierro, pedazos de metal grueso en piezas viejas, barras en línea como una parrilla, material gastado, chapones oscuros, semiherrumbrados, en crudo. Es como un cubo, de un lado abierto con tres paredes y el techo en rejas. Si uno mira de cerca, con más detalle, ve que dentro hay una especie de banco de chapa contra una de las paredes. Pero lo más importante es una figura de pie en el medio del recinto. Al final, es un cuarto, una escenografía macabra, con fuerte carga de desolación. Parece un calabozo, una celda abandonada con un visitante que observa el viejo cubículo donde pudo haber pasado su vida. Es una imagen fría, simple pero cargada de sentidos. Por algún motivo también es bella. Tal vez la figura que parece un maniquí, en algo es humana, en algo tiene ese dolor incrustado en las paredes. Comparte la dureza del entorno, está involucrada en pequeños detalles de construcción, de tonos, de composición, de materia y color.
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También la luz es cómplice. Aporta sutilezas, sugiere, se cuela por recovecos que no se notan a simple vista. Es un juego de luces y sombras finísimo, que se muestra responsable por parte de la belleza angustiante que exhibe el conjunto. Curiosamente, a pesar de esta provocadora y compleja exhibición, la pieza es pequeña, apenas un cubo de treinta por lado sobre un pedestal blanco. Ese es el rasgo fundamental, está construida en una dimensión tan compacta y simple como atrapante. Uno puede quedar allí casi encerrado, provoca la sensación de ahogo a pesar de sostenerse como una maqueta. Tal vez el hierro o las rejas, como vigas redondas, tan fuertes y duras, tan tristes en cierta forma.
La pequeña obra es una escultura de Octavio Podestá (Montevideo 1929), destacadísimo artista uruguayo de larga y reconocida trayectoria, imponente escultor, maestro y referente de varias generaciones. La realización está ubicada junto a una veintena de diferentes tamaños y profundidad, en la sala de exposiciones Carlos F. Sáez del Ministerio de Transporte y Obras Públicas, en la Ciudad Vieja, rodeada de grandes ventanales, un espacio público donde entra y sale gente todo el tiempo. Alguno se para y mira un detalle o una obra más grande, como la que preside un ala de la sala que da a la Plaza Matriz. Es monumental, ofrece una estructura con una piedra amarillenta colgada de una cuerda y otra más blanca apoyada en un extremo, en magnífico contrapeso. La estructura parece un cadalso; la piedra, su víctima ajusticiada. El hierro manda también en ella, pero a diferencia de la mayoría de las obras de ese sector, impacta por su porte y combinación de materiales.
El encuentro del hierro oscuro y rugoso con la piedra clara y más suave es extremadamente cautivante. Como otros trabajos distribuidos en la gran sala de la esquina, donde aparecen algunos toques de madera y color para sacudir apenas la hegemonía del hierro, soberano en el trabajo de un creador que manipula el desecho industrial como nadie. Gruesas cadenas, bulones, roscas, engranajes, pedazos de maquinaria que ajustan el aire como si apretaran el espacio vacío, como si fuera posible comprimir y encerrar el vacío, la nada. Algunas son verticales, firmes, huyen de la tierra. Otras se despliegan en chapas que hacen aparecer planos inexistentes junto a líneas de fuga, movedizas, más juguetonas.
Podestá es un icono del arte nacional. Su obra puebla plazas e innumerables espacios públicos del país. Es reconocible en cualquier contexto, tiene ese particular estilo de las grandes visiones, de artistas poderosos de voz personal. En el caso del escultor compatriota, es la voz de una compleja y original versión de imágenes contemporáneas, polifacéticas. Trabaja en hierro desde siempre, con árida dulzura, en construcciones dinámicas, con planos imposibles engarzados a curvas y líneas y caras y contracaras.
Se lo ha definido como el primer artista que incorporó el movimiento real a la escultura. Juega con el movimiento, con el desarrollo de planos rectos y curvos, con gruesos desechos metálicos engarzados como piezas de máquinas llenas de vida. Autor de esculturas enormes en vertical o desplegadas en grandes espacios y de obras más chicas, que abarcan una innumerable serie de trabajos. Formas y marcos de innegable sugestión. Es casi imposible abarcar su obra, contenidos, transformaciones expresadas en múltiples exposiciones y presencias permanentes en plazas y esquinas, en lugares tan distantes como un cementerio o la Rambla montevideana. Mucha de esa obra es donada, ofrecida a la gente quizás por el placer de hacerla, de sostener su construcción en el espacio, fuera del taller, abierta al mundo. Algún día habrá un itinerario escultórico y la obra de Podestá marcará algunas paradas indispensables. Esta muestra hace justicia.