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Estamos en el norte de Colombia a fines de los 60, en una zona desértica, territorio de los indios wayúu. Se celebra el rito iniciático de una adolescente, Zaida, que a partir de ahora será mujer. A la fiesta llega Rapayet y luego de un baile queda encandilado con la homenajeada: quiere casarse con ella. La familia, con especial protagonismo de su madre, le pone precio: tantas cabras, tantos collares, tantos billetes. Rapayet sabe que hará lo que sea, el negocio que sea, con tal de casarse con Zaida. Entonces se junta con un desprolijo socio que es de cartón piedra (el personaje y el actor) y para empezar le venden marihuana a los turistas yanquis, que son de semicartón piedra. El negocio crece, Rapayet rebasa con sus ganancias las exigencias que pone la familia de Zaida y se casa. Más embarques, más dinero, más armas. Lo que al principio era una comunidad india con sus costumbres y sus reglas, lo que al principio fue por amor, ahora es eso más el mal gusto del dinero del narcotráfico, las armas, la avaricia, la violencia. Conclusión: los indios también se corrompen y trafican y se matan entre ellos. Se necesitan apenas un par de décadas para que la tragedia se vaya desplegando. En esencia, puede tratarse de príncipes o reyes europeos, matriarcas, jefes o tíos indígenas latinoamericanos. Todos tienen su mezquindad y su precio en muertes.
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Si dejamos de lado algunos apuntes muy básicos, Pájaros de verano (Colombia-Dinamarca-México, 2018), de Cristina Gallego y Ciro Guerra (este último responsable de El abrazo de la serpiente), es un cuento épico bien construido, con imágenes poderosas de cómo se puede pudrir todo precipitadamente. Los mediadores o “palabreros” van y vienen de una familia a la otra negociando, sugiriendo, advirtiendo. Llegan con sus soldados armados hasta los dientes. En el paisaje desértico de los wayúu, donde antes predominaban las viviendas con madera y tela, ahora se levanta una inmundicia de cemento y vidrio con puertas repujadas por el peor mal gusto, y una piscina al costado. Y camionetas que se dirigen a toda velocidad hacia allí, con los indios de pie en la cajas, las armas gatilladas. A Sam Peckinpah le hubiera encantado.