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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSe cumple hoy medio siglo, cincuenta años exactamente, de aquel aciago viernes 9 de febrero de 1973, día de desgraciada memoria en que fueron abatidas las instituciones democráticas en el Uruguay.
¿Por qué volver la vista atrás? Porque ese recodo de nuestra historia nos sigue atrapando, sigue siendo actual en el imaginario colectivo a pesar de tiempo transcurrido. Porque como dice Faulkner —en una frase que pareciera que hemos adoptado los uruguayos como propia—: “El pasado nunca muere, ni siquiera es pasado”. Y teniendo en cuenta además, la advertencia del historiador irlandés Peter Brown, de que “peor que olvidar la historia, es retorcerla, para avivar [viejos y nuevos] resentimientos”, cosa que ha venido pasando acá, en las últimas décadas. Por la acción audaz de quienes creyeron posible apropiarse de la interpretación de la historia, con el indecible fin de poner a salvo las responsabilidades de los viejos protagonistas.
¿Por qué afirmar que el golpe de Estado fue ese 9 de febrero, y no el 27 de junio de ese año, como tantos quieren hacer creer?
Porque fue ese día que un grupo de oficiales conjurados resolvieron por sí y ante sí desconocer la autoridad del ministro de Defensa Nacional. Porque fue en las primeras horas de ese día que cinco generales y 11 coroneles del Ejército, reunidos en la sala de sesiones de la sede de la Región Militar Nº 1, resolvieron dar el golpe de Estado. Porque desde las 8 de la mañana de ese día, en todas las unidades militares del país se difundió la siniestra determinación de los mandos, y se redujo y encarceló a más de quinientos efectivos que optaron por mantenerse leales a la Constitución y las leyes Porque además, fue ese día que soldados del Ejército comenzaron impidiendo la difusión del mensaje presidencial en Canal 5, para luego prohibir a Teledoce emitir las palabras, fotografías o películas del ministro, cesado por decisión de los mandos, y finalmente acabar apropiándose de las emisiones de todas las radios y televisoras del país.
Porque ese 9 de febrero, carros de combate, tanques y tanquetas surcaron amenazantes las calles, y fueron levantadas barricadas en los accesos a las ciudades; apostados nidos de ametralladoras en puntos estratégicos y francotiradores en las azoteas de los principales edificios. Porque fue también ese día y no otro que desplegaron por todas partes soldados armados a guerra, en actitud desafiante. Y porque, fundamental y finalmente, fue el 9 de febrero que el Ejército y la Fuerza Aérea obligaron al mando naval a renunciar.
En cambio, lo sucedido el 27 de junio, tuvo un sentido más alegórico que real. Se buscó “blanquear” una situación de facto, a las claras ajena a nuestro ordenamiento institucional. Cuando la pandilla militar ingresó al Palacio —ya no quedaba ninguno de los legisladores, ni secretarios, ni papeles, tampoco los efectos personales de todos ellos— nadie salió a recibirlos.
Tampoco, el 27 de junio hubo verdadera resistencia por parte del poder civil. Apenas, el movimiento sindical —tardíamente, pues el compromiso de cómo actuar venía de antaño— inició la huelga general prevista, que lejos estuvo de parecerse a las históricas “huelgas revolucionarias” de la guerra civil española, que tanto habían influido en el sindicalismo uruguayo.
Por otra parte, no fue de repente, ni de manera imperceptible, como sin darse cuenta, que el país iba a llegar al fatídico día. No cayeron de los cielos, las tinieblas, como el maná bíblico. Existieron abundantes mojones, que oportunamente señalaron el sinuoso tránsito hacia la devastación. Todo fue a la luz del día, nadie honradamente pudo, ni puede, mostrarse sorprendido por el desgraciado desenlace.
Sin embargo, hay partes involucradas, en el curso de aquellos sucesos que persisten todavía en presentar el ayer en función de un liviano análisis. Análisis de partes que no persiguen propósito mayor que el de posar orondas del lado de los ultrajados. Con la vana ilusión de que, al mostrar solo pedazos de la verdad, se les pueda percibir ajenos y a salvo de las responsabilidades del pasado. Nadie quiere cargar con el remordimiento de haber hecho oídos sordos a la advertencia del prócer Artigas de que “el despotismo militar [deberá ser] precisamente aniquilado con trabas constitucionales que aseguren inviolable la soberanía de los pueblos”.
Con todo, ¿se ignora la gravitación del movimiento subversivo y de la logia falangista en el descaecimiento de la institucionalidad? ¿Se puede pasar por alto la responsabilidad que les cabe a ambos partidos históricos: Uno, por patrocinar la entronización en la Presidencia de un elemento de escasas credenciales democráticas; y el otro por su involucramiento, con cuanto ensayo golpista se suscitó, luego del interregno dictatorial herrero-terrista? Así también, ¿puede pretender borrarse de un plumazo la connivencia de la coalición de izquierdas con los militares subversivos?
El complot sofocado por la policía, en 1946, encabezado por el coronel Esteban Cristi [padre del general homónimo, que 27 años después lideraría el golpe del 9de febrero] que intentó emular a la GOU argentina, [logia nazi-fascista que auspició el ascenso de Perón al poder] debe haber sido la primera alarma que se encendió.
Se siguieron acumulando antecedentes, luego, cuando el 1º de marzo de 1959 asume el primer colegiado con mayoría nacionalista —tras casi un siglo de gobiernos colorados— y el por entonces coronel Mario Aguerrondo ordenó que los oficiales de filiación blanca desfilaran con las armas de guerra cargadas. Comenzaba así a insinuarse un enérgico liderazgo militar [el 25 de agosto de 1964, a poco de alcanzar el tan esquivo ascenso a general, Aguerrondo funda la logia secreta que luego de un par de ensayos fallidos, el 9 de febrero iba a propinar el golpe de Estado]. Liderazgo militar, que devino en político, cuando el general ya retirado, participó en las elecciones de 1971 como candidato a la presidencia por el Partido Nacional, aportando 229.000 votos a la mayoría wilsonista del partido.
Por otro lado, tras la estrepitosa derrota del socialismo en 1962 comenzaba a traslucirse —en ciertos sectores radicalizados de la izquierda y al influjo de la Revolución cubana [que, cuatro años antes, había emergido como la piedra angular de una nueva era]— una clara propensión levantisca, que en apenas meses alcanzaría su configuración plena como movimiento insurreccional. Organización armada que paulatinamente fue desquiciando la vida de los hombres y mujeres de este país, poniendo todo patas para arriba, e inaugurando un derrotero de violencia política —de dolor y de muerte— desconocido en el vida del Uruguay, que llegó a durar 10 desgraciados años.
¿Y qué le pasó a la coalición de las izquierdas, que dos años antes se había presentado impoluta, proclamando su arraigada fe en la democracia, y el 9 de febrero intentó por todos los medios colarse en la participación de la conjura?
Solo cinco nombres, cinco hombres osados —que sobresalieron en el cumplimiento del deber—, como defensores de las libertades democráticas, merecen que hoy se los glorifique: Amilcar Vasconcellos, Jorge Sapelli, Washington Beltrán, Juan José Zorrilla y Carlos Quijano. Todos ellos, desde su trinchera, honraron a la Republica.
Demos pues, a la verdad, la oportunidad de hacerse oír y de terminar de rescatar del olvido ese pasado tan erróneamente considerado.
Jorge E. Leiranes
CI 1.139.971-3