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    Abuela y nieta performáticas

    Lady Gaga en la casa de Marina Abramovic

    Una tiene casi setenta años. Pero no parece. Es morocha, interesante, de cuerpo más bien fortachón, al que ya no expone más en público. Antes sí, se desnudaba o permitía que la desnudaran, lo exigía en innumerables acciones artísticas. Impacta su rostro, sin rasgos de vejez, profundo, sereno, cautivante. La otra es joven, buen cuerpo más bien delgado, de extraños gestos y actitudes. Y canta muy bien. Cada vez mejor. La prueba de fuego fue la última entrega del Oscar, cuando interpretó el emotivo y monumental tributo a Julie Andrews, por si alguien dudaba todavía de su calidad interpretativa. La otra, la más vieja, casi una desconocida en el mundo mediático donde se mueve la excéntrica y sorprendente Lady Gaga (Nueva York, 1986) siempre cubierta de una curiosa imagen de extraña, extravagante, marquetinera. En la última entrega no utilizó ningún golpe de efecto, ni vestido hecho con carne vacuna. Fue más bien principesca, sobria pero elegante y de una estética simple, para que su voz fuera la única vedette.

    La morocha se llama Marina Abramovic (Belgrado 1946) y se presenta a sí misma como “la abuela de la performance”. No es para menos. Hace cuarenta años que remueve el ambiente artístico con conmovedoras, chocantes y peligrosas acciones artísticas. Una línea de trabajo que la vincula históricamente con artistas plásticos como Marcel Duchamp y los inicios de las vanguardias históricas a principios del siglo XX. Pero es en los años sesenta cuando esta singular expresión se desarrolla a fondo de la mano de gente como el alemán Joseph Beuys, a quien Marina rinde tributo y reconoce como su referente. El arte rompe todas las reglas y el artista se juega a fondo con su propio cuerpo, se instala como la obra, se propone como el objeto y convierte al espectador en sujeto y artista, y lo provoca para que desarrolle plenamente su libertad creadora y participativa. Un paso más y sustancial en el camino que explora los límites del arte. Entre el teatro, la danza, la música y las artes plásticas, pero coloca el cuerpo del artista como centro de la creación, como punto de choque, como piedra de escándalo. Cuerpos generalmente desnudos, aunque no necesariamente.

    Cuerpos expuestos, sí, a veces pintados, a veces golpeados, a veces en silencio, en desajustes o armonía, en experiencias que llegaron a puntos críticos de verdad, como la presencia de Beuys en una galería neoyorquina a la que llegó desde el aeropuerto en camilla sin tocar suelo americano. Se encerró varios días con un coyote y un montón de diarios, se envolvió en una tela y jugó con un bastón en su mano. Finalmente, fue una convivencia pacífica entre ese animal autóctono, imagen dolorosa de un mundo indígena olvidado y pisoteado y una sociedad capitalista destructiva, olvidada de sus orígenes y ancestros. El artista lo reivindica con su propia actitud, su entrega. Años después, Abramovic reconstruye otra performance famosa de Beuys en la que recorre una exposición de arte con una liebre muerta en sus brazos. En su momento, impactante, desconcertante, dio pasto a muchas fieras para desarticular una tendencia que buscaba llevar a un extremo de riesgo el arte moderno, ya en peligro de extinción con un montón de otras extravagancias. Se inserta en lo mediático, se convierte en discusión de grupos más amplios, aunque lo rechacen o no lo entiendan. Pero logra un momento especial en el tránsito hacia el vacío, hacia el extremo, hacia la desolación final, el punto cero donde todo puede ser y, en cierta forma, renacer. También hacia la búsqueda de un lenguaje propio entre las fronteras cada vez más borrosas de las artes, en un proceso imparable de la cultura mediática hegemónica. Un proceso aún indescifrable, sobre todo hoy, insertos en la globalización y la sociedad espectacular, la extrema virtualidad y la exposición permanente.

    En este contexto, tal vez sea interesante reivindicar el arte performático, el gesto desde lo corporal, la actitud de libertad creadora, el cuerpo en el centro de la escena pero alejado de lo teatral, el contacto con el ritual perdido, el acto único e intransferible. Algo vincula muy estrechamente al artista performer con el viejo chamán, con el brujo, incluso con aquel sujeto que se desprendió de su grupo para dibujar en las cavernas. Que luego fueron llamados artistas. Como esos viejos performáticos, Abramovic se entregó al fuego, al hielo, a las drogas, a su propia sangre, a su cuerpo mutilado, a la violencia de los otros. Actos únicos e irrepetibles, registrados en fotos o videos, aunque no sea lo esencial. Llegó a dibujarse una estrella con un cuchillo alrededor de su ombligo, a tirar su pelo y uñas en un círculo de fuego, a colocar un montón de objetos que la gente podía elegir para hacer algo con ella, por citar algunas de las más fuertes y chocantes. La de los objetos fue especialmente peligrosa. “Aprendí que si se deja la decisión al público, te pueden matar. Me sentí realmente violada. Me cortaron la ropa, me clavaron espinas, alguien me apuntó con un arma y otro se la quitó. Se creó una atmósfera tremendamente agresiva. A las seis horas, cuando terminó, me puse a caminar hacia el público. Todo el mundo salió corriendo”. También trabajó con su pareja, el artista alemán llamado Ulay, de quien se separó en una caminata por la Muralla China. Cada uno salió de un punto alejado y luego de muchos días y kilómetros se encontraron. Luego no se vieron más.

    Hay algo muy interesante y cuestionador en el encuentro entre Lady Gaga y Marina Abramovic. Fue en el 2013, en el MAI (Marina Abramovic Institute), un centro de experimentación y encuentro que Abramovic ofrece para el que quiera instalarse y recuperar algo de su interioridad perdida. Parece un centro de yoga o meditación, pero es mucho más. Hay en Internet un video que muestra a la cantante junto a la artista, en imágenes simples, espirituales, plenamente seductoras. Son imágenes construidas desde sus cuerpos, a veces de espalda, a veces solas, con la naturaleza de fondo. En casi todas, Lady Gaga prueba un sonido prolongado que sale de su pecho, pero sin ningún esfuerzo, es como si su cuerpo lanzara al aire un sonido propio, personal, natural y espontáneo. También en el sonido corporal hay una larga tradición artística, en el reconocimiento de lugares indescifrables, generalmente olvidados. Los actores conocen perfectamente estos lugares y cómo transitarlos. Pero lo de Gaga es diferente. Sus posturas son de una belleza innegable; sus actitudes, de una honestidad arrasadora; sus experiencias, propuestas por su maestra serbia, de un riesgo que no tendría por qué asumir con todo el reconocimiento, fama y dinero que su “arte” ya le dio. No se trata de defender a Gaga de nada, una mujer que ya se sabe los riesgos que corre y el manejo brutal que tiene de los medios y de su inserción mediática, de su sentido del marketing.

    Pero es justamente ese punto el más interesante de esta especie de retiro que hizo la cantante por el “método Abramovic” y que la empujó a ejercicios como el de transitar sola en un bosque, desnuda y con los ojos vendados o a propuestas más arriesgadas en la que su cuerpo se desnuda más profundamente, desde su propia alma. Se evade del bullicio, se esconde de las cámaras aunque las use posteriormente, deja todo y se concentra en su interior corporal y espiritual. Para encontrar su voz, su propia gestualidad, su razón de ser como artista en este mundo auspiciado por todo tipo de vanidades.

    Una actitud legitimada por la trayectoria de la artista sexagenaria que tiene una larga lista de rituales conmovedores en su currículum. Hay un documental (La artista está presente, ganador de varios premios) que registra la muestra retrospectiva que le propuso el MOMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York) a Abramovic en el 2010. Vale la pena. Entre imágenes con sus legendarias performances y un grupo de actores desnudos que recomponían otras, ella permaneció 716 horas y media —durante tres meses— sentada en una silla frente a otra vacía. Allí se sentaba el público, de a uno, frente a la artista, el tiempo que quisiera, para hacer lo que quisiera. Más de ochocientas mil personas se acercaron al museo, día tras día, con la expectativa de enfrentarse a Abramovic. La muestra, o como se la quiera llamar, fue un éxito de público, crítica y medios. Ahora todo parece un juego. Aunque la artista se ofrezca a mirar simplemente, a conectarse a los ojos del espectador de turno. Sin saber o conocer, Abramovic se puso cara a cara con el amor, el dolor, el sufrimiento, el cansancio existencial, la vida a pleno, la risa, la bondad, la maldad, la alegría, la inocencia, la duda. Muchos de los sentimientos y emociones que transitan por estos días, envasados en buena ropa, de marca, en arreglos estrafalarios, en carrera interminable por poseer algo, incluso una obra de arte. Ella siempre con un vestido sencillo, liviano, hasta el piso. Siempre jugada, como poseída por un espíritu superior. También sufrió; varias horas por día sentada, en la misma postura, su cuerpo pasó por dolores insoportables. Pero se mantuvo, como una ofrenda, como un testimonio, como una víctima de un mundo incoherente, violento, salvaje. Como una forma de entrega, como un grito en silencio, por más carteles y anuncios y notas televisivas que le hicieran.

    Algo de ese mensaje pasa por la actitud de Lady Gaga, quien fue a verla, tres veces y no pudo sentarse, porque se negó a que la dejaran pasar en la fila o por otra puerta, como hicieron otros famosos. Nunca llegó. Otro dato, breve y significativo, casi anónimo. Arte al fin.