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Este polaco es difícil de encasillar, y esa propia dificultad es en gran medida parte del interés que despierta. Puede diseñar una historia con mínimos elementos exprimidos a rabiar y altamente concentrados: un bailarín sigue por la calle con macacadas a un transeúnte; el hijo bobo de una familia de alcurnia se rebela ante los invitados a la hora de la cena; un diplomático tiene una irrefrenable atracción por las empleadas gordas y con tobillos de elefante; una realeza putrefacta y caníbal; una virgen perturbada; un viaje en globo que en realidad es una condena infernal.
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Witold Gombrowicz (1904-1969) es un cruce entre Kafka y Felisberto Hernández. Al primero lo tenía claro de sus lecturas, pero es muy poco probable que conociese al segundo, al menos cuando escribió estos cuentos, fechados entre 1926 y 1946. Un universo personalísimo de sueños grotescos, movimientos absurdos, abundante humor, imágenes surrealistas y un clima inquietante, donde lo imprevisto está a la vuelta de la esquina, pronto para saltar al rostro del lector como una tarántula.
Digamos que su aeropuerto tiene una sola pista y recibe muy pocos aviones, pero los que allí aterrizan contienen pasajeros erráticos y extravagantes, un carnaval de figuras dignas de El Bosco.
Son trece cuentos relativamente breves que forman su cuerpo narrativo de juventud, las primeras armas antes de parir la delirante novela Ferdydurke (1937), por la cual es mundialmente conocido.
Tomemos el cuento más largo de un muestreo muy parejo: Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury. Un caballero atildado —que está mucho peor de la cabeza de lo que parece, como todos los personajes de Gombrowicz— es el observador de lo que sucede en alta mar. Si Conrad se hubiese tomado un ácido, este sería el resultado: el capitán es un loco que habla a los gritos del tedio marino; la tripulación juega a sacarse los ojos literalmente; un escorpión mira fijo al narrador y luego se inyecta su propio veneno; un cocinero arroja por la borda a los tiburones platos, cubiertos, tazas, un reloj, la brújula, el sueldo de tres meses, los tomos de una enciclopedia, y lo hace alegremente, y para rematar semejante festival delirante, una orgía.
Gombrowicz recaló por casualidad en Argentina. Cuando iba a volver a su país, estalló la II Guerra Mundial y decidió quedarse en Buenos Aires. Vivió en pensiones. Bacacay es una de las calles en donde se alojó, en el barrio Flores. Un capo, Witold.
Bacacay, de Witold Gombrowicz. El Cuenco de Plata, 2015, 232 páginas, $ 560.