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    Amigo de las letras

    Columnista de Búsqueda

    En una apasionada biografía sobre Richelieu, Hillaire de Belloc ensalza varios rasgos de la obra política del cardenal. Dice que dotó a Francia de un poderío militar y naval como no había tenido hasta entonces, dice que unificó leyes, que dio coherencia a la administración y seguridades nunca vistas a la Corona: “Su obra fue tan extensa como eficaz en la Administración. Él la encontró supeditada a la clase semiindependiente de los nobles, grandes y chicos, y a los gobernadores de provincia, cuyo poderío era una amenaza constante para la Corona. La dejó en manos de los intendentes, extraídos de la clase media y servidores civiles de la Corona (de reconocida eficiencia, por otra parte); nominalmente, enviados para observar y ayudar a los gobernadores, pero en realidad con mayor poder efectivo que ellos, y aunque combatidos encubiertamente por los mismos, pudiendo imponerles su voluntad, en nombre del soberano. Estos intendentes fueron los que, en las tres generaciones siguientes, imprimieron a la fisonomía de Francia ese sello de monarquía que aparece tan fuertemente grabado en los grandes edificios públicos, las principales carreteras y los puertos de los siglos XVII y XVIII. El ladrillo y la piedra, sobreviviendo a las instituciones que les dieran vida, perpetúan todavía sus emblemas en torno nuestro”.

    Conforme a su mirada, fue Richelieu de los primeros estadistas de los nuevos tiempos, el creador de una estirpe rara, es cierto, pero vigorosa, que ha permitido consolidar naciones, edificar imperios, sellar un paradigma de estabilidad y de crecimiento de los modos que sustentan y proyectan la civilización. Su acción, dice el historiador, ha creado “el modelo del Estado moderno, haciendo de la Corona francesa un verdadero Gobierno central. Así procedió también en lo referente a las fuerzas armadas, sin cuyo control ningún Gobierno moderno podría actuar. Pero el apoyo indispensable de todo ello fueron las rentas considerables y constantes de los impuestos, y la creación de este sistema tributario, por vez primera en Europa desde los tiempos del Imperio pagano, fue la más singular de todas, sus consecuciones de orden general”.

    No dice nada Belloc de la obra cultural de Richelieu, interesado como está en observar los méritos políticos, los aciertos históricos, el carácter visionario del personaje. Y me parece una injusticia, una falta, pues parte de la grandeza del cardenal está precisamente en esa obra. Deben la lengua y la ciencia de Francia, y por lo tanto del mundo, gratitud a quien fundara.

    Según lo refiere la versión oficial de la Academia, ese acto del hombre central del Reino en la plenitud de su poder significa un avance sobre el saber y sobre las posibilidades de la cultura en una sociedad organizada: “Si la fundación de la Academia Francesa por Richelieu en 1635 marca una fecha importante en la historia de la cultura francesa, es porque, por primera vez, los debates de una asamblea de eruditos se consideraron capaces de jugar un papel destacado en el futuro de la sociedad y la nación. Por lo tanto, los estatutos y reglamentos especificados por el cardenal, luego de grabar el Parlamento de París, en julio de 1637, Cédula firmada por Luis XIII que consagró el carácter oficial de una institución parisina, el cardenal Richelieu fue nombrado el líder y protector (función realizada hoy por el jefe de Estado), cuya misión era de carácter específicamente nacional. Si una de las marcas más gloriosas de la felicidad de un Estado era que la ciencia y las artes florecen aquí y que las letras tengan tanto honor como las armas, es el papel de la Academia para dar a la lengua francesa los medios para alcanzarlo”.

    Hay que decir sin reservas que su amistad con las letras era con las letras y también con los servicios que las letras podían prestarle a la política. Hizo mucho por el teatro, por la poesía, pero a cambio esperó que el arte surtiera efectos en la creación de cierta conciencia de la realidad, en la dopación de algunos valores, de determinados modos de comportarse en sociedad o ante los poderes. En vigilia o durmiendo, con las armas, con la palabra, con la pluma, con la Policía o en el palco de un teatro, Richelieu llevaba el timón del Estado y todo le parecía útil para obtener este fin, por exiguo que fuera el botín. No quiere decir ello, sin embargo, que aceptara cualquier trivialidad con fines de propaganda; tenía sus exigencias, su buen gusto, su inclinación por la profundidad de las ideas, con la belleza de las expresiones.

    En cierto punto llegó a ser un buen árbitro en esas materias. La buena estrella que posó inicialmente sobre la frente de Pierre Corneille, como se sabe, es todo un ejemplo de sus operaciones y preferencias.