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Si el triunfo del sufragio universal le dio al hombre masa la llave del poder político, el desarrollo tecnológico y científico le regaló unas condiciones de vida únicas en la historia de la humanidad. Sin haber contribuido en nada a esta serie de cambios, el hombre mediocre pasó a gozar de cosas que nunca había soñado tener y muy pronto se acostumbró a ellas. Ahora bien: no sólo que este hombre no entiende que ese abanico de notables mejoras en su vida es la obra de mentes superiores: él cree, por el contrario, que se trata de algo natural, algo que es así porque no puede ser de otra manera.
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El hombre mediocre manda un mensaje de texto con su celular y no piensa en la larga serie de procesos intelectuales de alto vuelo que le permiten tal prodigio. Esto me recuerda el cuadro que hace unas cuatro décadas pintó un historiador francés para ilustrar los diferentes tiempos históricos. Un hombre contemporáneo, escribió, se compra un auto nuevo. Se trata de un fenómeno de modernidad, lleno de detalles tecnológicos de última línea. Pero en el primer semáforo que se pone en rojo a pocos metros de llegar a la esquina, de la boca de ese conductor del vehículo ultramoderno sale un vocabulario propio de carretero del siglo XV. Y es que siempre hay un gran desfase entre el producto usado, que representa el nivel tecnológico alcanzado por una determinada época, y el desarrollo intelectual del usuario, cuya mente apenas ha evolucionado. La cantidad de hombres capaces de comprender las causas y la importancia del desarrollo tecnológico en la sociedad es brutalmente minoritaria. Y me animo a decir que la misma es incluso cada día más brutalmente minoritaria.
A las masas, dice Ortega y Gasset refiriéndose a este problema, “no les preocupa más que su bienestar y, al mismo tiempo, son insolidarias de las causas de ese bienestar”. Es decir: no les interesa la civilización, sino que sólo los productos de la civilización. Pero además, parten de la base de que todas las cosas que endulzan su vida están allí naturalmente, tan naturalmente como los ríos y las montañas. A ellas no les interesa en absoluto el hecho de que sólo con mucho sacrificio, empeño y capacidad es posible mantener y extender ese cúmulo de comodidades. Como los niños, quieren los juguetes pero no les interesa cómo han sido fabricados.
Ortega resume esta problemática con una frase genial: “En los motines que la escasez provoca, las masas populares suelen buscar pan y el medio que emplean suele ser destruir las panaderías”. En una columna que publiqué en este sitio en mayo de 2009 (“Protesto ergo sum”) relataba cómo un grupo de usuarios del tren local entre Buenos Aires y las barriadas periféricas, irritadas por un repentino corte en la vía, habían incendiado los vagones. Esas personas necesitaban viajar en tren a sus fuentes de trabajo, pero enojados por una pasajera interrupción del servicio les prendieron fuego al medio que les permitía ganarse la vida.
Hace unos días, un grupo de funcionarios de la Biblioteca Nacional en Montevideo que exigen dialogar con la dirección de la misma agredieron físicamente a los miembros de esa dirección. Pretender abrir un espacio de diálogo a las trompadas es tan estúpido como pretender usar un tren al cual se le prende fuego o buscar pan en una panadería previamente incendiada.
Si definimos a la civilización como voluntad de convivencia y a la barbarie como el estado propio del todos contra todos, podemos concluir que el nivel de violencia directa practicada en una determinada sociedad marca su grado de desarrollo. Las enseñanzas que nos ofrecen estos hechos van mucho más allá de lo que podemos imaginar a priori y si alzamos la vista en búsqueda de una perspectiva más vasta descubriremos cosas que por muchos motivos nos resultarán espeluznantes.
Retomemos, antes de concluir estas reflexiones, una idea básica: el hombre mediocre, limitado mentalmente para comprender el complicadísimo y extenso proceso intelectual que le permite tener agua caliente en la canilla, tomarse una aspirina cuando le duele la cabeza y “matar el tiempo” frente al televisor, cree que el desarrollo civilizatorio es algo mecánico y automático; algo que es porque debe ser y no porque una serie de mentes excelsas se lo proporcionan mediante constante ahínco y dedicación. En consecuencia, ese hombre desconoce que para que el arsenal de bondades técnicas, sanitarias, políticas o económicas que goza todos los días pueda seguir existiendo y creciendo es necesario cuidarlo.
Hambriento, el hombre masa destruye las panaderías. Necesitado del salario, incendia el medio que le permite ir a ganarlo. Pretendiendo el diálogo, acude a los golpes. Sediento de más placeres, socava la base que los genera. La característica primera del hombre masa es justamente esta: exigir que se le respete una creciente lista de derechos atacando el vientre en donde estos supuestos derechos se gestan.